EL AMOR SANTIFICADOR
El matrimonio que está bajo el señorío de Jesucristo es una relación mutuamente santificadora que nos mueve hacia la santidad. La mayoría de nosotros, cuando nos casamos, somos como una casa con numerosos muebles, muchos de los cuales deben ser retirados para hacerle sitio a la nueva persona. El matrimonio ayuda a vaciar esas habitaciones. El verdadero amor conyugal revela habitaciones llenas de egoísmo, y cuando uno vacía esas habitaciones encuentra otras de egocentrismo. Más allá de éstas, al seguir con la limpieza de la casa, están las habitaciones de la autosuficiencia y de la testarudez. El matrimonio hizo realmente eso en mi favor: ¡Yo no tenía idea de lo egocéntrico que era hasta que me casé! George Gilder, en su muy comentado libro Men and Marriage [Los hombres y el matrimonio], incluso sostiene que el matrimonio es la única institución que domestica el arraigado salvajismo del hombre.2 Con el paso de los años, un buen matrimonio puede hacernos mejor, volviéndonos casi irreconocibles. Hay, en realidad, una santificación recíproca en el matrimonio.
Pero el énfasis de las Escrituras está en la responsabilidad que tiene el esposo de amar a su esposa: “para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviera mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuera santa y sin mancha” (vv. 26,27). Eso es lo que Cristo hará mediante nuestro divino connubio con Él, ya que a su regreso la Iglesia lavada y regenerada le será presentada en absoluta perfección. Esta será la reafirmación del más grande romance de todos los tiempos.
Mientras tanto, estas divinas nupcias son una parábola de lo que tiene que ser el efecto excelso del amante esposo sobre su esposa. El esposo tiene que ser un hombre amante de la Palabra de Dios, que lleva una vida de santidad, orando y sacrificando en favor de su esposa. Su auténtica espiritualidad estará dirigida a alentarla interiormente y hacia arriba, hacia la imagen de Cristo. El hombre que santifica a su esposa entiende que esta es su responsabilidad por decreto divino.
Olvidando por el momento la responsabilidad espiritual de nuestra esposa para con nosotros, ¿se da cuenta de que es su responsabilidad procurar la santificación de su esposa? Aun más, hablando sinceramente, ¿acepta que así sea? El matrimonio revelará algo en cuanto a su mujer que usted ya sabe: que su esposa es pecadora. El matrimonio lo revela todo: sus debilidades, sus peores inconsecuencias, las cosas que los demás nunca ven. Amar a nuestra esposa no es amarla porque es santa sino porque es pecadora. “Si la amamos por su santidad, no la amamos en absoluto”, 3 dice Mason. Usted debe ver a su esposa como se ve a usted mismo, y la amará como se ama a usted mismo. Usted se dará cuenta de sus necesidades mutuas, y hurgará en la Palabra de Dios para oír de corazón y tratar, por su gracia, de obedecerla a fin de que su esposa se vea estimulada por su vida, convirtiéndose así en una esposa aun más hermosa para Cristo.
Esto hace surgir algunas preguntas serias: ¿Se asemeja mi esposa más a Cristo por estar casada conmigo? ¿O es ella como Cristo, a pesar de mí mismo?¿Ha disminuido su semejanza a Cristo por mi causa? ¿La santifico o le sirvo de tropiezo? ¿Es ella una mejor mujer por estar casada conmigo? ¿Es una mejor amiga? ¿Es una mejor madre?
El llamado es claro: nuestro amor debe ser un amor santificador.
EL AMOR A UNO MISMO
La mitología griega cuenta la historia de un hermoso joven que no se había enamorado de nadie, hasta el día que vio su propio rostro reflejado en el agua y se enamoró de ese reflejo. Estaba tan enfermo de amor por sí mismo, que finalmente se consumió y murió, convirtiéndose en la flor que lleva su nombre: Narciso. 4 En realidad, ¡el amor narcisista no es nada bello! Sentimos repulsión por el narcisismo y hacemos todo lo posible por evitarlo.
Sin embargo, como algo increíble, en Efesios 5 se nos llama a un amor muy grande por nosotros mismos: “Así también los maridos deben amar a sus mujeres como a sus mismos cuerpos. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama. Porque nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida como también Cristo a la iglesia, porque somos miembros de su cuerpo, de su sangre y de sus huesos” (vv. 28-30). Este amor por nosotros mismos cuando amamos a nuestra esposa se base en la unidad de “una sola carne” de la que ya hemos hablado, del profundo intercambio de almas que se produce en el matrimonio que hasta puede hacernos parecer físicamente a nuestro cónyuge. Es el amor que el Lorenzo de Shakespeare alaba cuando le dice a Jessica que ella será puesta en “mi alma invariable”.5 ¡Nuestro amor conyugal es nuestra alma invariable!
Amar a nuestra esposa como a nuestro propio cuerpo es algo grande y maravilloso. Significa darle a ella la misma importancia, el mismo valor, “la misma majestad existencial que nos concedemos naturalmente a nosotros mismos”.6 Ella se vuelve tan concreta como lo soy yo para mí mismo. Ella es yo mismo.
¿Cómo amar a nuestra esposa como a nosotros mismos? ¿Cómo cuidar de ella como lo hacemos con nosotros mismos? La respuesta implica tres encarnaciones:
La primera es una encarnación física. El doctor Robert Seizer cuenta en su libro Mortal Lessons: Notes in the Art of Surgery [Lecciones mortales: Notas sobre el arte de la cirugía] la operación que realizó para extraer un tumor y la necesidad que tuvo de cortar un nervio facial, dejando la boca de una joven permanentemente torcida por la parálisis producida. Dice el doctor Seizer:
Su joven esposo se encuentra en la habitación, de pie al otro lado de la cama y juntos parecen sentirse a gusto a la luz de la lámpara al caer la tarde, ignorantes y aislados de mí en su intimidad. ¿Quiénes son este joven y esta boca torcida que he hecho - me pregunto -? ¿Quiénes son estos que se contemplan y se tocan con tanto interés y avidez? La joven pregunta: “¿Me quedará la boca así, para siempre?” “Sí - le digo -,porque el nervio fue cortado.” Ella asiente con la cabeza y se queda en silencio. Pero el esposo sonríe. “Me gusta así - dice -. Te queda bonito.” Luego.. .sin cohibiciones, se inclina para besar su boca torcida y yo, tan cerca, puedo ver como él tuerce sus labios para acomodarlos a los de ella, para demostrarle que su beso es posible todavía. 7
Así es la manera como debemos amar. El cuerpo de nuestra esposa es nuestro cuerpo, su bienestar es nuestro bienestar, su atractivo es nuestro atractivo, y su preocupación es nuestra preocupación.
Una segunda manera de amar a nuestra esposa como a nuestro propio cuerpo consiste en la encarnación emocional. Son tantos los hombres que hacen tema de humor humillante las diferencias emocionales que hay entre hombres y mujeres. Desprecian la condición natural femenina, como si la dureza masculina fuera superior. Se dan cuenta de las diferencias que hay entre los sexos, pero no las toman en consideración y no tratan de comprender. ¡Ningún hombre puede decir que obedece a Dios si se comporta de esa manera! Es una masculinidad mal entendida la que piensa que poder comprender los sentimientos de otra persona es un rasgo femenino. En realidad, tal comprensión de las naturalezas complementarias que Dios les dio al hombre y a la mujer, es característico de todo hombre verdaderamente desarrollado y maduro.
Por último, por supuesto, debe haber encarnación social. Erma Bombeck dice jocosamente que hay muchos maridos machistas que piensan que su esposa debe pasar todo el día ocupándose de los juguetes de los niños o de los calcetines de la familia.
La mujer tiene, desde luego, muchos escenarios sociales aparte del hogar, tales como la oficina y la escuela. Recuerdo una beneficiosa encarnación que experimenté una vez que mi esposa se encontraba visitando a su hermana durante una semana, dejándome a cargo de nuestros cuatro hijos pequeños. En esos días me tocó preparar las comidas, cambiar un sinfín de pañales, vendar heridas, arbitrar en riñas, dar baños, ordenar el desorden y volver a arreglarlo todo de nuevo. Yo estaba ocupado antes de levantarme y después de acostarme. La experiencia me marcó de tal manera que en mi mente inventé un nuevo cuarto de cocina después de observar cómo se lavan los automóviles en las máquinas automáticas. Los pisos se inclinan hacia un inmenso desagüe ubicado en el centro del cuarto de cocina. De una