El mes siguiente, mi esposa Bárbara y yo hicimos una breve visita a los McQuilkin, y pudimos observar la manera gentil y amorosa como el doctor McQuilkin se ocupaba de su esposa, quien entendía muy poco lo que estaba ocurriendo a su alrededor. El recuerdo de esa visita es de una belleza imperecedera.
¡Ese amor tan precioso, como el de Cristo, no es producto de la casualidad! Surgió de la determinación profunda hecha por un joven esposo que se propuso cuarenta y dos años atrás vivir bajo la autoridad de lo que la Palabra de Dios enseña en cuanto a cómo debe un hombre espiritual amar a su esposa, tal como aparece en Efesios 5. Son preceptos con los cuales debe estar familiarizado todo hombre cristiano; los cuales debe entender y, creo, hasta aprender de memoria, como yo mismo lo he hecho. Estas directrices constituyen la disciplina sobre la cual está asentado el matrimonio; son las columnas de un matrimonio que lucha por ser lo que realmente debe ser.
Para profundizar en cuanto a lo que es la responsabilidad del hombre piadoso, debemos fijar en nuestra mente la gran verdad que aparece al final del capítulo 5 de Efesios, en el versículo 31, en el que Pablo cita Génesis 2:24: Cuando un hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, “los dos serán una sola carne”. Luego añade en el versículo 32: “Grande es este misterio; mas yo digo esto respecto a Cristo y de la iglesia.” ¡Hay una unidad asombrosa en el matrimonio! La afirmación de que el hombre y la mujer son “una sola carne” indica algo de la profundidad psicológica y espiritual del matrimonio: un intercambio de almas.
El matrimonio idealmente da como resultado dos personas que son al mismo tiempo la misma persona ¡hasta donde es posible que dos personas lo sean! En el matrimonio, la pareja tiene el mismo Señor, la misma familia, los mismos hijos, el mismo futuro y el mismo destino final, una unidad sorprendente. Un vínculo asombroso se produjo en el momento que vi por primera vez a mis hijos recién nacidos y los sostuve en mis brazos. Ellos son parte de mi carne. Estoy íntimamente unido a mis hijos, entretejido con ellos. Sin embargo, no soy una sola carne con ellos. Soy una sola carne sólo con mi esposa. Esta, en mi opinión, es la razón por la cual las parejas de ancianos, a pesar de tener un aspecto físico muy diferente, terminan pareciéndose tanto entre sí, porque son “una sola carne”. Ha habido un intercambio de almas, una apropiación recíproca de sus vidas.
Esto es, en realidad, un misterio que ilustra en parte la unión conyugal que hay entre Cristo y la Iglesia. Y esta es la razón por la cual el texto bíblico utiliza con frecuencia un lenguaje descriptivo cuando habla de Cristo y los esposos, y de la Iglesia y las esposas. Debemos, entonces, tener siempre frente a nosotros la misteriosa naturaleza de nuestra unión si queremos comprender las tres disciplinas del amor conyugal: la disciplina del amor abnegado, del amor santificador y del amor a uno mismo.
EL AMOR ABNEGADO
Las primeras palabras de Efesios en cuanto a la relación conyugal son un rotundo llamado a un amor radical y abnegado: “Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella” (v. 25). Este llamado al amor marital era un brusco y directo viraje en cuanto al compromiso conyugal (o a la falta de él) de los hombres de esa época, tal como ocurre hoy día. Tomada en serio, ¡la forma franca de estas palabras, “amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella” es asombrosa! Y si se aceptan con sinceridad, el puñetazo que propina este llamado derribará a muchos hombres cristianos ...¡porque no dan la talla!
La muerte
La razón por la cual el puñetazo duele tanto, es porque constituye un llamado directo a amar con la disposición a sacrificarse, aun hasta la muerte. Reconociendo esto, Mike Mason, autor del libro clásico The Mystery of Marriage [El misterio de la unión conyugal], dice irónicamente que el amor conyugal es como la muerte: nos reclama en su totalidad. Estoy de acuerdo. Si uno no lo entiende así, entonces no sabe lo que es verdaderamente el amor conyugal. El amor marital lo reclama todo. Mason asemeja después al amor conyugal con un tiburón: “¿Y quién no se ha asustado, casi hasta morir, al ver a oscura sombra del amor deslizándose veloz y descomunal, como un tiburón interestelar, como una montaña inundada, a través de las aguas más profundas de nuestro ser, a través de profundidades que nunca antes supimos que teníamos?”1
El tener conciencia de lo que implica este llamado puede asustar al comienzo, pero es también algo hermoso, porque el hombre que se somete a un amor tal experimentará la gracia de la muerte al yo egoísta. El matrimonio es un llamado a morir, y el hombre que no muere por su esposa está muy lejos de conocer el amor al cual se le ha llamado. Los votos matrimoniales cristianos son el comienzo de una práctica de muerte vitalicia, de dar no sólo lo que uno tiene, sino además todo lo que uno es.
¿Es esto un terrible llamado al patíbulo? ¡De ninguna manera! No es más terrible que morir al yo personal y seguir a Cristo. En realidad, los que mueren tiernamente a sí mismos por amor a su esposa son los que experimentarán más gozo, se sentirán más satisfechos con su matrimonio y experimentarán una mayor dosis de amor. El llamado de Cristo al esposo cristiano no es un llamado a que se convierta en un “aguantalotodo”, sino a morir. Como veremos más adelante, esto puede significar la muerte a nuestros derechos, a nuestro tiempo, a los placeres a que tenemos derecho, pero todas son muertes liberadoras. Esto es algo viril de verdad, muy masculino, porque se necesita ser todo un hombre para estar dispuesto a morir.
El sufrimiento
Cuando Cristo se dio a sí mismo por nosotros, no sólo murió sino que también sufrió.Y su sufrimiento no fue sólo el de la cruz, sino que fue y es un sufrimiento que surge de su identificación con su esposa, la Iglesia. Esta es la razón por la cual Pablo, que perseguía fanáticamente a la Iglesia, oyó repentinamente clamar a Jesús: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hechos 9:4). Cristo sufre por su esposa, y los esposos deben también sufrir por su esposa.
Cuando usted decide uncir su vida a otra vida, es candidato a un viaje frenético con enormes altibajos. De la misma manera que cuando uno ama realmente a Dios experimentará dificultades que no entiende un corazón que no ha aprendido a amar, igual ocurrirá en el matrimonio. Usted compartirá las injusticias, las crueldades y las decepciones que le dará su esposa. También experimentará sus malos ratos, su inseguridad y su desesperación. Claro que también experimentará una serie de placeres más allá del alcance de los que no han aprendido a amar. Transitará a través de algunos valles oscuros, ¡pero también se remontará a las estrellas!
La intercesión
La noche que Cristo se dio a sí mismo por nosotros, Juan 17 dice que oró en este orden: por sí mismo, por sus doce discípulos y por nosotros los que habríamos de creer después. Cuando terminó de orar por su futura esposa, fue a la cruz. Luego vinieron su muerte, su resurrección, su ascensión y su entronización a la diestra del Padre, donde constantemente intercede por nosotros. Por eso entendemos que el darnos a nosotros mismos por nuestra esposa implica la intercesión devota a su favor. ¿Ora usted por su esposa con algo más que “Señor, bendice a Margarita en todo lo que hace”? Si no lo hace, está pecando contra ella y contra Dios. La mayor parte de los hombres cristianos que dicen amar a su esposa jamás ofrecen más que un reconocimiento superficial a las necesidades de ella al dirigirse a Dios. Usted debe tener una lista de las necesidades no expresadas o manifiestas de su esposa para presentarlas vehemente a Dios, por