¿Está usted ocupándose de la segunda elección más importante de su vida (la primera es Dios)? ¿Ha tenido que esforzarse últimamente? Sin esfuerzo no hay progreso; sin sacrificio no hay beneficio.
Inclinémonos ante la Palabra de Dios: “Pórtense varonilmente y sean fuertes. Cualquier cosa que hagan, háganla con bondad y amor” (1 Corintios 16:13,14, La Biblia al Día). Disciplínese con el propósito de ser santo.
Alimento para pensar
¿Está de acuerdo con la analogía de Mike Mason entre el amor conyugal y la muerte? ¿Por qué sí o por qué no? ¿Qué demanda de usted el amor por su esposa? ¿Está dispuesto a pagar el precio?
¿Generalmente siente lo que tu esposa siente -sus alegrías y las penas. cuando está en los picos de la montaña y cuando está en los valles profundos? ¿Qué puede hacer para dejarla saber que usted quiere “conectarse” con ella emocional y espiritualmente?
“Orar es el trabajo conyugal de un esposo cristiano.” ¿Está de acuerdo? ¿Con qué frecuencia ora por su esposa? ¿Y con ella? ¿Qué puede hacer para que esto sea más como un hábito?
¿Qué está haciendo en la actualidad para ayudar a su esposa a acercarse más a Cristo? Has una lista de por lo menos seis cosas específicas que hará dentro de las próximas dos semanas para ayudar a su esposa a crecer espiritualmente.
¿Qué sucede con un matrimonio cuando el esposo no se quiere asimismo? ¿Bíblicamente, qué significa realmente amarse asimismo? ¿Cómo se mostrará tal actitud en la práctica?
¿Cómo aplica usted en su matrimonio Colosenses 3:14 y 1 Corintios 16:13, 14? Sea específico.
La aplicación/Respuesta
¿De qué le habló Dios más específicamente, más poderosamente en este capítulo? ¡Háblale a Él acerca de eso en este momento!
¡Piensa en esto!
Lea Efesios 5:22-33. Después, escriba unos cuantos párrafos sobre el significado espiritual del matrimonio cristiano. ¿Qué tiene que ver la sumisión de la esposa y el amor del esposo el uno con el otro? ¿Qué enseña a su matrimonio la relación de Cristo y su Iglesia?
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LA DISCIPLINA DE LA PATERNIDAD
RECUERDO VIVAMENTE el día que nació nuestro primer hijo — el 10 de agosto de 1963 -una noche sumamente calurosa del sur de California. Hacía tanto calor que había llevado a mi barrigona mujercita a la playa —a Huntington Beach, para ser precisoa tomar un poco de fresco. Allí hice un hueco en la arena para que colocara su barriga, y nos estiramos bajo el sol mientras la fresca brisa del Pacífico nos refrescaba, y sin darnos cuenta comenzamos a broncearnos.
Ya era la media tarde cuando partimos de regreso al calor y a la contaminación de Los Ángeles. Mientras viajábamos, quitamos el techo corredizo de nuestro Volkswagen y tontamente nos achicharramos un poco más. Muy pronto parecíamos unas langostas rojas.
Después de cenar, mientras estábamos acostados con la piel ardiendo sobre las calurosas sábanas de nuestra cama, le comenzaron a mi esposa los dolores de parto, y eso es casi todo lo que recordamos de nuestras quemaduras. Mi esposa estaba ocupada con otra clase de dolor y yo estaba tan nervioso que me olvidé del mío. Esa noche se produjo uno de los acontecimientos más importantes de nuestra vida: Dios nos dio nuestra primogénita, una hermosa niña a quien le dimos el nombre de Holly. Lo recuerdo todo, hasta el color de las paredes del hospital. Parece que apenas ocurrió ayer.
Hay otro acontecimiento que conservo en mi mente con parecida intensidad. El 23 de julio de 1986, veintitrés años más tarde, en otro hospital del lejano estado de Illinois, mi bebé Holly dio a luz a su primogénito, un hermoso chiquillo, Brian Emory, y su padre lo sostuvo en sus brazos con idéntica emoción.
Ambas experiencias fueron profundamente sobrenaturales, pues vi la creación de Dios: sangre, tierra, aire, viento y fuego. Aunque sólo fue una brevísima fracción en la inmensidad del tiempo, sentí una profunda identificación con el pasado y con el presente. También sentí la gracia divina, el torrente de la bondad de Dios derramándose sobre mí y sobre mi familia.
Hoy, ya abuelo de seis nietos (con la posibilidad de que vengan más), veo cada vez con mayor claridad que mi mayor tesoro, después de mi vida en Cristo, son los miembros de mi familia, y comparto la reacción universal de que si se produjera un incendio, sólo después de poner a salvo a mi familia trataría de salvar las fotografías, los álbumes de recortes, y las tarjetas y notas de cumpleaños.
Algún día, cuando todo se haya ido y ya no pueda ver, oír o hablar - en realidad, cuando ya no sea capaz de recordar sus nombres - los rostros de mis seres queridos estarán en mi alma.
Ahora que me encuentro en la mitad de mi vida, hallo cada vez mayor satisfacción en mi familia y en las familias de mis hijos. Todos mis hijos son cristianos consagrados y quieren que el Señor Jesucristo utilice sus vidas. Digo esto con toda humildad, porque a los padres generalmente se les culpa demasiado por los problemas de los hijos, y se les reconoce excesivamente cuando les salen buenos. Estoy consciente de que mis hijos son lo que son por la gracia de Dios, y también de que tanto para mí como para ellos aún queda camino por recorrer.
Con todos mis hijos mantengo una relación mutuamente satisfactoria. Son independientes de mí, pero desean mi compañía y mis consejos. Nos respetamos mutuamente. Me llaman y los llamo, y todos estamos pendientes de los días de asueto en que tenemos la oportunidad de poder estar juntos.
Le cuento todo eso porque, aunque no he sido un padre perfecto, he aprendido algunas cosas en la vida que debo transmitirle, de hombre a hombre, a usted que está en la mitad o en el comienzo de la paternidad.
El simple hecho de la paternidad lo ha dotado a usted de un poder aterrador en la vida de sus hijos, porque ellos sienten por usted un amor innato que Dios les ha dado. Hace poco, mientras leía el libro de Lance Morrow, The Chief, A Memoir of Fathers and Sons [El jefe, una biografía de padres e hijos] me encontré con una excelente expresión de eso:
De tiempo en tiempo, había sentido por mi padre un anhelo que era casi físico, algo apasionado, pero anterior al sexo, algo infantil, profundo.Esto es algo que me ha desconcertado y que hasta me ha hecho caer en la depresión. Es tan misterioso para mí saber exactamente lo que deseaba de mi padre. He visto ese anhelo en otros hombres, y ahora lo veo en mis propios hijos en su anhelo por mí. Creo que también lo he vislumbrado una o dos veces en los sentimientos de mi padre hacia su padre. Quizás se trate del vivo deseo de Telémaco,1 el resto del niño que queda en el hombre, todavía ansioso de la heroica protección de su padre. Uno busca regresar, no al vientre materno ...sino a algo diferente, al amparo del padre en el mundo. El niño quiere el magnetismo y el abrazo de su padre. Es un anhelo profundo, pero a veces algo triste, un rasgo masculino muy común que es al mismo tiempo vagamente poco viril. Lo que me sorprende es la irritación que a veces se apodera del hombre cuando está dominado por lo que es, en el fondo, una pasión no correspondida.1
¡Nuestros hijos varones nos anhelan por naturaleza! Quizás usted haya experimentado algo como esto: Acaba de dar una carrera y está sentado en el portal de su casa sudando copiosamente y oliendo muy mal. Entonces su hijo, o quizás un muchachito vecino, se sienta a su lado, se recuesta a usted y le dice: “Hueles bien.”
Ese es el anhelo primitivo por nuestro padre.Y también el corazón de nuestros hijos se inclina por naturaleza a nuestro corazón con anhelos semejantes.
Lo terrible es que podemos, o bendecir a nuestros hijos, o maldecirlos