Ángela empezó como teleoperadora en un servicio de sexo telefónico, pero le aburría decir las mismas obscenidades por un micrófono a quién sabe qué degenerado del otro lado de la línea. Luego probó como comercial de cosmética, de esas de «Avon llama a tu puerta», pero también se cansó pronto de llamar a tantas. No era una chica alta, pero sí bien proporcionada, simpática y muy fotogénica. Su atractivo le sirvió para trabajar también como modelo de catálogos de moda e incluso hizo sus pinitos como «extra» en algunos capítulos de una conocida serie de televisión. Hasta estuvo a punto de ser elegida para un reality si no se hubieran decidido en el último momento por una enana lesbiana que, según el productor, iba a ser la revelación de la temporada.
Le gustaba la música, se movía bien y siempre tuvo un lado exhibicionista, así que cuando vio en el periódico un anuncio en el que buscaban bailarinas para un espectáculo nocturno, no se lo pensó dos veces. Se presentó, le hicieron una prueba y la contrataron de inmediato. En su cabeza pululaban fragmentos de películas como Flashdance, donde la protagonista interpretaba coreografías en un escenario distinto para cada una de ellas, al ritmo de canciones pegadizas. ¡Qué equivocada estaba!
De día, acudía a las clases en la Universidad. Era una alumna aplicada, sacaba buenas notas, vestía desenfadada pero correctamente y se había integrado bien en el ambiente académico. Nadie podría sospechar nada sobre sus ocupaciones nocturnas, porque entonces el ángel rubio se transformaba en un auténtico demonio, en otro tipo de colegiala. Una chica mala que actuaba sin inhibiciones en un show para adultos.
Sabía que el trabajo de stripper estaba estigmatizado en una sociedad tan hipócrita. Para muchos resultaba moralmente reprobable, pero tampoco se lo tomaba muy en serio. Quitarse la ropa por dinero era un negocio antiguo y siempre rentable, aunque no llegaba al nivel de la prostitución. Por ahí no estaba dispuesta a pasar. Pensaba que aquello era algo pasajero. «Para ir tirando», decía. Solo le correspondía el veinte por ciento de cada uno de sus bailes. El resto del dinero se lo quedaba el club donde bailaba, pero las propinas sí eran íntegras para ella y casi siempre se llevaba una sustanciosa cantidad de las mismas.
Al principio, reconocía que exhibirse medio desnuda ante tantos tíos tenía su punto, pero hacerlo cada noche repitiendo paso a paso los mismos movimientos con la misma música, empezaba a resultarle desagradable. Aquel trabajo estaba estrechamente ligado a la precariedad salarial y a la falta de oportunidades. Y por supuesto, totalmente desprotegido a nivel laboral. Bueno, no del todo. Teóricamente, mientras actuaba, nadie podía tocarla. Su seguridad estaba garantizada por los gorilas del local. Claro que ella tampoco era manca. Ni coja. Por eso, lo más probable era que, si algún valiente osaba subir al escenario durante su actuación, se llevara una buena patada en la entrepierna.
Poco a poco, el club donde dejaba salir a diario su lado más oscuro y daba rienda suelta a sus morbosas fantasías exhibicionistas se había ido transformando para ella en lo que era realmente: un cutre y lúgubre garito donde una pobre chica sin recursos hacía striptease para sobrevivir.
Lo reconocía. No era más que una show-girl de barra americana que tenía que soportar los comentarios y toqueteos de los salidos y babosos miembros del género masculino que acudían cada noche a ver su representación. Y ya empezaba a estar más que harta de aquella historia.
Un día, al volver de un examen en la facultad, su corazón le dio un vuelco. Presintió que algo le pasaba a su madre y fue a casa corriendo. Se encontró a los vecinos cotilleando y murmurando en el rellano de la escalera. Nada que no fuese habitual por otra parte, excepto porque la puerta estaba abierta y, de pronto, unos camilleros la sacaban para trasladarla en ambulancia al hospital.
Al día siguiente, su madre pasó a mejor vida de la que nunca tuvo. A pesar de tantos años de sufrimientos, frustraciones y sueños rotos, Ángela se vio sola por primera vez. Rompió a llorar. En ese mismo instante decidió que se merecía un futuro mejor.
* * *
La Federación de Comunidades Judías de España agrupaba a la inmensa mayoría de comunidades y organizaciones de dicha confesión en nuestro país. Los judíos españoles disponían de colegios específicos, más de treinta sinagogas y también cementerios exclusivos para ellos.
En la España medieval constituyeron quizá la comunidad más próspera de su historia, tanto bajo el dominio musulmán como cristiano. En 1492 fueron expulsados por los Reyes Católicos a pesar de que por las venas del propio rey Fernando corría sangre judía. En la actualidad, la población judía en España constaba de unas cuarenta mil personas. Los sefardíes, descendientes de los judíos españoles, eran aproximadamente un quinto de la población judía mundial.
Ben tenía una excelente relación con uno de los representantes de la Federación, el rabino Samuel Shalom, al que conoció cuando estudiaba en Jerusalén. Su apellido era muy significativo: shalom era «paz» en hebreo. Hablaba con él a menudo. En su última conversación coincidieron en haber percibido un peligroso crecimiento del antisemitismo en nuestro país que se había agravado aún más con la situación económica.
—La Federación de Comunidades Judías de España y el Movimiento contra la Intolerancia han presentado un informe conjunto —le anunció el rabino—. España figura a la cabeza de la Unión Europea en actos violentos y manifestaciones de odio a los judíos.
—Sí, un sentimiento constante que ha crecido con la crisis —dijo Ben.
—Según una encuesta encargada por el Ministerio de Asuntos Exteriores, la mayoría de consultados opina que los judíos tenéis un poder determinante porque un buen número de vosotros controla la economía y los medios de comunicación.
—No puede ser que la opinión de más de un tercio de las personas encuestadas sea desfavorable a nuestra comunidad.
—Pues así es. Unos lo achacan al llamado «conflicto» de Oriente Medio. Otros alegan motivos religiosos o vuestras propias costumbres.
—Además de todo esto —dijo Samuel—, existe otra serie de problemas que no son pecata minuta y hay que tener muy en cuenta, como los insultos a través de Internet, las pintadas en sinagogas, conciertos racistas o algo más preocupante aún: cada vez se trivializa más el Holocausto.
—Tranquilo, Samuel —le calmó el español—. Nuestro objetivo es analizar los incidentes, identificar a los causantes y fomentar la reflexión.
—Es prioritario. Los grupos ultras y neonazis van en aumento. En el informe, documentamos en total cuatro mil casos de carácter antirreligioso y violencia xenófoba.
Por el contrario, y a pesar de lo que pudiera parecer en un primer momento, no ocurría lo mismo con los musulmanes. Tras los atentados del 11-M en Madrid, la reacción de la ciudadanía española fue ejemplar. No se registró ni un solo incidente de acoso o agresión al colectivo musulmán residente en España. Quizá también por eso, en comparación con el resto de Europa o con Estados Unidos, este colectivo consideraba que existía un menor grado de rechazo a su religión en territorio español.
Así se lo hizo saber a Ben su amigo Abdul Farûq, miembro de la Unión de Comunidades Islámicas de España. Desde luego, su nombre tampoco podía estar mejor elegido para las funciones que desempeñaba. En árabe, Abdul se traducía como «sirviente de Alah», y Farûq significaba «el que distingue la verdad de la falsedad».
—Para los inmigrantes musulmanes en España —dijo el árabe—, la religión constituye