Ángela terminó sus estudios y se licenció en Ciencias de la Información. A pesar de todo lo que estaba pasando, tenía suerte de vivir en España. Mucha suerte. Y si no, que se lo preguntaran a la periodista sudanesa que había sido condenada a recibir cuarenta latigazos por vestir pantalones en público, prenda considerada inmoral para una mujer por las leyes de ese país africano. Gracias a la presión internacional, le habían cambiado la pena por el pago de una multa, pero tras conocer la sentencia la periodista desafió a la justicia negándose a pagarla y fue ingresada en prisión. «Soy musulmana y cumplo las leyes, pero me pregunto en qué pasaje del Corán se prohíbe a las mujeres llevar pantalones», afirmó en una entrevista días antes de su condena. La valiente periodista se convirtió en un símbolo para las sudanesas. El mismo día del juicio la policía sudanesa disolvió una protesta llevada a cabo por unas doscientas personas, en su mayoría mujeres. Todas ellas vestían pantalones.
Tras varias entrevistas, Ángela dejó su periódico gratuito al conseguir trabajo como redactora en una publicación sensacionalista que no le entusiasmaba, pero allí le pagaban más y podía hacer algo con lo que disfrutaba al máximo: sacar a la luz muchos trapos sucios. Al menos, la prensa rosa —o amarilla, según se mire, para gustos los colores—, había cambiado mucho. En sus páginas ya no salían solo millonarios famosos en plena escapada romántica a la nieve o a lugares exóticos, ni bodorrios entre folklóricas y toreros. Ni tan siquiera supuestas fotos robadas a modelos o actrices haciendo top-less en playas paradisíacas. Las revistas del corazón se habían transformado en folletines de hígados y criadillas. Ahora, sus portadas llamaban mucho más la atención del público mostrando a banqueros o políticos corruptos entrando en los tribunales de justicia, deportistas dopados, maltratadores, niños desaparecidos, monjas «roba-bebés» y hasta mandatarios de países en crisis pillados en plena orgía o participando en cacerías financiadas por magnates del petróleo.
En medio de semejante fauna, Ángela se movía como pez en el agua. Sobre todo porque tenía un secreto que le proporcionaba una sustancial ventaja con respecto a sus compañeros de redacción. Nadie sabía que era una consumada hacker. Siempre se las ingeniaba para destapar las mayores corruptelas de la clase política, los detalles más morbosos o escabrosos de una relación adúltera entre personajes siempre de sobra conocidos, o los entresijos más sórdidos de algún tema de actualidad.
La principal causa de los escándalos era el alto número de cargos de designación política en las instituciones nacionales, autonómicas y locales. Sorprendentemente, esto se llevaba ya produciendo desde hacía años en democracias capitalistas avanzadas como Italia, Francia, Portugal o España, pero parecía más propio de regímenes autoritarios en vías de desarrollo. Gracias a sus habilidades informáticas, se dedicó a investigar la mala administración pública en sitios concretos, el enriquecimiento de pequeños grupos empresariales y el destino de recursos estatales que impedían la prestación de servicios públicos básicos.
En su primer año como periodista, Ángela sacó a la luz más de treinta casos que abarcaban prácticamente todo el amplio abanico de la corrupción en nuestro país: prevaricación, malversación de fondos, cohecho, especulación inmobiliaria, recalificación de terrenos, etc. Sus jefes se preguntaban cómo lo conseguía, pero siempre esperaban hasta el último momento para el cierre de la edición por si ella se presentaba con algún nuevo dato: un informe, una firma, facturas, reservas de hoteles o viajes, fotos... O quizá algo que permitiera destapar otro bombazo tipo Gürtel. Todo valía para descubrir la verdad. Y para aumentar la tirada. Hasta que un día, a Ángela la pusieron de patitas en la calle. Parece ser que investigó a quien no debía y eso le costó el puesto. No tenía mucho sentido. ¿La echaban de una empresa por airear los trapos sucios de los demás, cuando esa empresa se dedicaba precisamente a ello?
El director no debía ser consciente de lo que había hecho. Ella pasó de investigar para él a investigarle a él. Pronto ató cabos y tiró de la manta. El negocio no podía ser más redondo. La publicación pertenecía a un holding compuesto por todo tipo de negocios, sucios todos ellos, y denunciaba los ajenos para que nadie reparara en los propios. Despedir a Ángela fue su sentencia de muerte. Su último trabajo para la revista fue hacer que la cerraran.
El olfato y el buen tino de la periodista no pasaron desapercibidos para los grandes periódicos del país. Uno de ellos la contrató para seguir investigando corruptelas. Quedaban muchas por destapar y ella se había convertido en toda una especialista. En pocos días, el director del nuevo periódico de Ángela comprobó que no se había equivocado al incluirla en su plantilla cuando ella destapó un caso de soborno, extorsión y tráfico de influencias en la adjudicación de contratos públicos en concursos de gestión por parte de varios ayuntamientos.
Cuando le encargaron entrevistar a un exorcista, Ángela pensó que le había tocado la lotería. «Por fin alguien interesante, para variar», se dijo. Debía ser una persona muy especial para dedicarse a semejante labor. No dudó en comprobarlo por sí misma y decidió investigarle un poco antes del encuentro. Al instante, descubrió su blog. Comenzó a leerlo y le atrapó desde la primera línea. Aquel hombre era sacerdote, pero no le temblaba el pulso a la hora de hablar de religión, de sociedad, de política, o de lo que hiciera falta. Ni de poner a caldo a cualquiera si realmente lo merecía.
Le hizo mucha gracia lo que el sacerdote había escrito sobre las reliquias. Para una persona como ella, convencida de su ateísmo, ese tema no podía considerarse más que como algo propio de fanáticos. Gente que no quiere dar su brazo a torcer con respecto a huesos u otros objetos sobre los que resulta imposible averiguar a quién habían pertenecido. Para Ángela, creer sin razonar era sinónimo de fanatismo. Un creyente nunca se cuestionaría la autenticidad de una reliquia. Se limitaba a creer en ella, admirarla y venerarla. No podía entender por qué para ellos dudar era de ignorantes, pero la Iglesia necesitaba fieles totalmente entregados en cuerpo y alma, no personas inteligentes que se plantearan nada.
En las curaciones milagrosas, por ejemplo, se daba por supuesto que si el paciente no mejoraba no era por culpa del sanador o de los falsos remedios suministrados, sino por la falta de fe del enfermo. Para que los poderes de las reliquias religiosas tuvieran la capacidad de influir en un creyente, lo primero que este debía asimilar es que no eran lo que veía, sino algo superior, sagrado, que no se apreciaba a simple vista. ¿Cómo si no, después de probar científicamente que los supuestos huesos de Juana de Arco eran de un gato, continuaban siendo venerados hoy?
La propia Iglesia no se terminaba de pronunciar sobre la Síndone, la famosa Sábana Santa de Turín. Muchos fieles la veneraban desde hace siglos como la tela con la que se amortajó a Cristo. Por supuesto, nadie estaba obligado a creer en su autenticidad, pero el hecho de que la Iglesia católica no fuera concluyente sobre el tema, sembraba aún más dudas. En cualquier caso, la fe cristiana se basaba en la resurrección de un judío, el llamado Hijo de Dios, y no en una sábana de lino, por mucho que esta hubiera sido utilizada para su enterramiento. De lo que no cabía ninguna duda era que, con casos como el de la Síndone, la Iglesia conseguía una notoriedad insuperable.
A Ángela nadie le podía quitar de la cabeza que la historia del fanatismo era una historia de odio. El enfrentamiento entre el Islam y el cristianismo tenía siglos y siglos de antigüedad, pero desde el fin de la Guerra Fría y especialmente a partir del 11 de septiembre de 2001, los recelos de los occidentales frente al Islam y los deseos de venganza en el mundo musulmán con respecto a Occidente habían crecido. Hasta finales de los ochenta, la religión parecía algo en franca decadencia, pero en los noventa, con el fin de la política de bloques y del control de las grandes potencias, muchas sociedades buscaron refugio en ella.
En Estados Unidos, grupos religiosos conservadores tan arraigados como los evangélicos comenzaron a levantar su voz. Rechazaban el aborto, condenaban a los homosexuales y clamaban contra la igualdad de la mujer.
En el mundo musulmán, algunos líderes religiosos aprovecharon ese renacimiento para ganar apoyo social proclamando guerras contra gobernantes corruptos y contra EE.UU., el heredero del colonialismo.
Estadounidenses, europeos y árabes radicales se ocupaban así de calentar el ambiente con regularidad. Odios