—Entiendo.
—¿Qué entiende?
—Para usted esto solo es un reportaje morboso más, ¿no?
—Es un reportaje sobre algo que interesa a la gente.
—¿Usted cree?
—Ya le he dicho que no.
—Digo que si cree realmente que esto le interesa a alguien.
—¿Está tratando de liarme, padre?
—Quizá eso pudiera ser motivo para otro reportaje. ¿A cuánta gente le interesan las preguntas que usted me está haciendo?
—¿Le importa que sigamos? —dijo ella conciliadora.
—Está bien. Adelante.
—¿Hablan entre ustedes? Quiero decir... ¿Los exorcistas comentan experiencias? ¿Intercambian información?
—Bueno, los avances han sido notables. Antes, un exorcista casi nunca dejaba constancia de ello. Hoy, con los medios existentes, es todo más fácil. Compartimos experiencias entre exorcistas de todo el mundo y cada vez descubrimos cosas más interesantes. Evidentemente, no son temas para debatir con la gente, pero sí para hacerlo entre nosotros.
—¿Hay siempre pruebas evidentes de que una persona está poseída?
—¿Acaso podría ser de otra forma? Hay gritos, convulsiones... Cuando alguien está poseído, el espíritu que lo posee habla a través de él. Incluso en otros idiomas.
—¿Sin saber hablar en ellos?
—Así es. Hace poco tuve un caso en el que la persona en cuestión hablaba en latín todo el tiempo. Y era prácticamente analfabeto.
—Tengo entendido que apenas hay exorcistas en España. ¿No hay demasiados «demonios» en nuestro país para tan poca vocación?
—Bueno, al principio solo había dos o tres. Ahora somos doce y para ocuparnos de los nuestros somos suficientes. Para otro tipo de demonios, le aseguro que trabajos como el que usted lleva a cabo son mucho más eficaces —ironizó el sacerdote.
—¿Aún hay gente que no se toma en serio todo esto, verdad?
—¿Se sorprendería si le dijera que no? La gente más conservadora cree en lo demoníaco. Lo que ocurre es que no le gusta hablar de ello. En cambio, gente más progresista que antes no creía en ello, ahora hasta nos invita a coloquios y debates.
—¿Siempre responde a una pregunta con otra, padre?
—¿Le molesta?
—Esto empieza a parecerse al quid proquo del doctor Lecter en El silencio de los corderos.
—Tranquila, tengo poco de psicópata, aunque bueno... Supongo que hay que estar un poco loco para dedicarse a esto. Pero seguro que eso ya lo había usted pensado, ¿no?
Fue una entrevista corta, pero intensa.
Ella a él le pareció muy madura para la edad que tenía. Hablaba desenfadadamente, a veces con descaro, pero con mucho respeto sobre un tema considerado por muchos como tabú. Pensó que era buena en su trabajo, metódica, reflexiva, aunque algo le decía que no se había dedicado siempre a lo mismo. No era una periodista típica, pero... ¿Qué derecho tenía a sacar conclusiones un sacerdote al que podía calificarse de muchas formas menos de típico?
Él a ella le pareció un hombre muy diferente a todos los que se habían cruzado en su camino. Si le hubiese conocido en otro ambiente, nunca habría sospechado que era un hombre de fe. Su físico tampoco le pasó desapercibido. «Un cura inteligente, culto, atractivo y con muchos secretos que por supuesto nunca confesará» —pensó—, «a menos que yo los descubra». De repente, le pareció una de las personas más interesantes que había conocido. Además de culto y atractivo, tenía un gran sentido del humor, a veces irónico, a veces incluso sarcástico, cualidades para ella imprescindibles a la hora de sentirse atraída por alguien. Si no fuera sacerdote, la cosa sería diferente. Pero lo era, qué casualidad. El caso es que, entre unas cosas y otras, a Ángela la entrevista le había dado mucho morbo. Tenía claro que deseaba seguir conociendo a un hombre tan fascinante.
II. La oveja negra
«Si algún hombre tiene cien ovejas y se extravía una, ¿acaso no dejará las noventa y nueve en las montañas e irá a buscar la descarriada? Y si sucede que la encuentra, de cierto os digo que se goza más por aquella que por las noventa y nueve que no se extraviaron. Así que, no es la voluntad de vuestro Padre que está en los cielos que se pierda ni una sola de ellas.»
Parábola de la oveja perdida
(Mateo, 18: 12-14)
La infancia de Ángela Rubio no fue fácil. Desde pequeña supo lo que significaba la necesidad. Era hija de madre soltera. Una madre que trabajaba en lo que podía y, como cualquier otra, hacía lo que fuera para sacar a su familia adelante. Criar a tres hijos era complicado, y más sin estudios. Nunca conoció a su padre, ni quiso conocerlo. Por lo poco que la había oído contar, era un vividor. Machista, prepotente, violento y, para rematar, alcohólico. ¿Quién podía querer a alguien así en casa? Sin duda, se estaba mucho mejor sin él. Por lo visto, su hermano mayor había salido al padre. No daba un palo al agua. No trabajaba ni colaboraba en la manutención. Se metió en el mundo de la droga y murió víctima de una sobredosis. Su hermano pequeño era completamente distinto: sensible, luchador, responsable... Hasta que aquel fatídico 11 de marzo de 2004 salió de casa para ir a su trabajo y subió a uno de los trenes en que, como él, perdieron la vida otras ciento noventa personas. Ella soñó su muerte.
Desde que tenía uso de razón, recordaba cosas así. Soñaba con accidentes, con muertos, escuchaba voces, adivinaba algo que ocurría poco tiempo después... Su reacción, como la de la mayoría de ciudadanos españoles, fue de impotencia y rabia contenida. De claro y firme rechazo al terrorismo. Pero no de odio hacia el colectivo musulmán. En este caso, como en cualquier otra religión, no podían pagar justos por pecadores. Para ella, todas las razas y todas las religiones eran igual de buenas y malas.
También sentía la energía de los lugares donde se encontraba. Algunos ambientes la agotaban, le hacían sentirse mal. Otros, en cambio, la tranquilizaban. Le daban paz. No sabía si aquello era un don o una especie de castigo, pero poco a poco lo fue asumiendo.
A veces, hasta le parecía divertido, como cuando adivinó el sexo del bebé de su vecina antes de que se lo dijeran al realizarle una ecografía, o cuando cogía el paraguas y su madre la miraba de forma rara porque el cielo no estaba nublado, pero al poco tiempo comenzaba a llover.
En ocasiones, sentía la presencia de su hermano. Era una sensación casi física. Le parecía que estaba junto a ella. Identificaba sus emociones y su estado de ánimo. Era absolutamente consciente de cuándo llegaba y de cuándo se iba. Escuchaba su voz internamente. Eran mensajes cortos, con muy pocas palabras, pero le gustaba oírle decir que estaba bien. Incluso percibía un beso o una caricia suya.
Procuraba no hablar con su madre de estas experiencias, porque ella ni las entendía ni las aceptaba, pero a Ángela le resultaban apasionantes y empezó a documentarse sobre las mismas. Durante miles de años, la humanidad también se había debatido en cuanto a la creencia o no en estos fenómenos. Desempeñaban un papel muy importante en la mayoría de religiones, cosa que a ella le sorprendía porque se consideraba atea, pero como se veían siempre rodeados de circunstancias difíciles de comprobar, los científicos mostraban su escepticismo ante ellos.
Desde la Edad Media y hasta el siglo XIX, la Iglesia entendía todos los fenómenos paranormales como hechos milagrosos derivados del poder de Dios o del Demonio. Con la llegada de la Parapsicología, empezaron a llamar la atención de los investigadores y de la sociedad en general. En principio todo el mundo tenía su grado de percepción extrasensorial, pero determinados aspectos la hacían más notoria en ciertas personas. Algunas hasta podían llegar a tener experiencias de este tipo sin ser conscientes de ello. Como decía