Muchos años después, descubriría que San Bartolomé era uno de los llamados omphalos o centros del mundo, como lo fue Delfos en la Grecia clásica, y que su emplazamiento estaba exactamente en el eje vertical de la Península Ibérica, en la línea recta que divide las dos mitades, equidistante con el punto más oriental —el cabo de Creus, en Gerona—, y con el punto más occidental —el cabo de Finisterre, en La Coruña, según unos, o el de Touriñán, en La Coruña, según otros—. La línea de unión de este santuario con las ubicaciones de otras iglesias templarias de la península formaba una cruz de malta, el símbolo de la Orden. Por ello, el enclave era el lugar elegido por los caballeros para levantar su templo y realizar supuestamente sus ritos esotéricos.
Todos estos temas le apasionaban. Gracias a una beca de la Universidad de Navarra, al terminar su carrera se trasladó durante un par de años a Tierra Santa, donde estudió simbología y criptología en la Escuela Arqueológica de Jerusalén. Le resultó emocionante conocer los sistemas que ofrecían una comunicación segura. Mediante ellos, el emisor ocultaba el mensaje antes de transmitirlo para que solo un receptor previamente autorizado pudiera descifrarlo. Se empapó de todas las fórmulas secretas de comunicación: los jeroglíficos egipcios, los cifrados griegos y romanos, la criptografía medieval, los ingeniosos cifrados utilizados en las dos guerras mundiales y, por supuesto, el moderno criptoanálisis, el arte de regenerar los mensajes cifrados sin conocer previamente las claves de encriptación.
Allí estudió también símbolos infames, como los utilizados por los nazis en los campos de concentración. Hitler quería exterminar a todos los que supusiesen un peligro para los ideales de la «raza aria» o profesaran religiones diferentes. Identificaban a los presos por nacionalidad, religión o estatus, mediante un ingenioso sistema de marcaje que les permitía conocer fácilmente a qué colectivo pertenecía cada uno. Los distintivos iban cosidos en la pechera de sus uniformes. Una serie de símbolos de distinto color se superponían a un triángulo invertido como rasgo principal. Un triángulo amarillo identificaba a los judíos. Apuntaba hacia arriba y se colocaba sobre otro triángulo superpuesto hacia abajo, formando una estrella de David. Dicha estrella ya se había empleado frecuentemente en la Edad Media para distinguir los distritos conocidos como juderías. Al establecerse el Estado de Israel, la estrella de David sobre la bandera azul y blanca se convirtió en el símbolo del país.
En aquella época conoció a Julia Ramos, una paleógrafa española que se encontraba en Jerusalén documentándose y estudiando escrituras antiguas para terminar su tesis. La Paleografía era la ciencia que se dedicaba a descifrar los escritos de épocas anteriores a la nuestra y una de sus finalidades consistía en datar dichos manuscritos. Con sus investigaciones y averiguaciones, los paleógrafos ayudaban a revelar muchas incógnitas sobre la Historia de la Humanidad. Los arqueólogos se encargaban finalmente de confirmar los datos. A Benedicto le encantaba ese trabajo conjunto. Hojear manuscritos antiguos en cualquier lengua, analizar los estilos, las grafías, los tipos de materiales como el papiro, el pergamino, la madera, el papel encerado... Y después, refutarlo todo con estudios arqueológicos.
Hasta entonces, no había visto nunca a una mujer de aquella forma. Julia removió en él sensaciones que desconocía. No solo congeniaron enseguida. Entre ellos había una química muy superior a la existente en el laboratorio en que trabajaban a diario. Una atracción tan fuerte que a ella le hizo ver que aquel hombre era el amor de su vida y a él le hizo replantearse sus principios morales. El sacerdote llegó a pensar seriamente en colgar los hábitos y abandonar su carrera eclesiástica, pero la desgracia se cruzó en su camino. Una mañana, Julia se desplazó junto a unos arqueólogos hasta un enclave cercano donde se habían encontrado unos documentos que debían ser estudiados y datados. Cuando se encontraban dentro de una gruta, se produjo un hundimiento de tierra y el techo se desplomó sobre ellos. Las autoridades confirmaron que el desastre natural lo había producido la disolución de la piedra caliza por la acción del agua subterránea. El carbonato de calcio era poco soluble, pero al contacto con el agua de lluvia —ácida por naturaleza y más ácida aún al entrar en contacto con material vegetal en descomposición—, aumentó la solubilidad y la piedra cedió.
A su vuelta, y contra todo pronóstico, regresó a su pueblo como párroco, aunque alternando su labor sacerdotal con un blog muy crítico en Internet al que llamó «El ojo que todo lo ve» y donde se expresaba sin pelos en la lengua sobre todos los temas que consideraba oportuno tratar.
Ya el tema con el que estrenó su blog no dejó indiferente a nadie. En un pueblo cercano, en unas excavaciones realizadas con motivo de la Ley de Memoria Histórica, junto a los restos de varios republicanos fusilados durante el franquismo se encontraron huesos que no correspondían a la misma época. Tras realizar las pruebas pertinentes, se calculó que pertenecían a un hombre que vivió allí durante la Edad Media. Enseguida, el imaginario popular hizo correr la voz de que se habían descubierto poco menos que los restos de un templario. La gente se preguntaba cómo era posible que unos represaliados de la guerra civil y un personaje medieval compartieran tumba y descanso eterno. Algunas mujeres hablaban incluso de un posible milagro hasta que Benedicto Santibáñez impuso su lógica, lo aclaró todo y desveló el misterio en su página web. Las precipitaciones caídas durante los últimos meses habían producido un corrimiento de tierra en el talud que separaba dicha zona de la cuneta de la carretera donde se realizó la excavación. Esos desprendimientos dejarían al descubierto parte de los restos de aquel hombre, probablemente oriundos de un cementerio medieval ya desaparecido, que fueron así a juntarse con los huesos de los exhumados. La publicación en Internet acabó con los cotilleos, aunque fue tema de conversación durante varios días en todas las tertulias de casas y bares. Como recordó el párroco en su sermón dominical con su habitual ironía, «no existen los viajes en el tiempo, pero algunos “movimientos” de la Tierra pueden tener su origen en el Cielo».
Mientras oficiaba la misa en su pueblo, centenares de cristianos eran asesinados en iglesias de Nigeria durante el último estallido de fanatismo religioso que afectaba al centro del país africano. En Egipto, ocho coptos morían a tiros al salir de su congregación. En un distrito al norte de Islamabad, en Pakistán, una banda de fanáticos irrumpía en las oficinas de una ONG cristiana de ayuda humanitaria y abría fuego sobre los presentes. Todo formaba parte de una cadena de violencia y acoso contra creyentes de esa confesión que se sucedían cada vez con más frecuencia en muchos rincones del mundo islámico. Aunque el cristianismo había surgido en Oriente Próximo, curiosamente ahora se interpretaba en la zona como algo de influencia occidental. El legado del colonialismo, las guerras de Irak y Afganistán y, en tiempos más recientes, desafortunados sucesos como las famosas viñetas de Mahoma, habían conducido a ello.
El escrito más contundente que había hecho el párroco hasta la fecha fue una dura amonestación contra sus propios vecinos. Y no era para menos. Montó en cólera cuando supo que la tierra que cubría la necrópolis celtíbera de Ucero había sido arada para su explotación agrícola con el correspondiente perjuicio para los restos arqueológicos de la zona. Dicha necrópolis tenía aún pendiente la declaración de Bien de Interés Cultural solicitada años atrás, pero nunca pensó que sus paisanos fueran capaces de semejante barbarie. Para un amante de la Arqueología como él, aquello fue una auténtica profanación.
A pesar de ello, el padre «Bene», como se le conocía familiarmente en su congregación, se llevaba bien con todo el mundo. Tal vez porque no era precisamente un sacerdote al uso. Desde luego, su currículum no era muy común: sacerdote, criptólogo, exorcista y blogger. No cumplía en absoluto con los cánones establecidos. Estaba cerca de los cincuenta, aunque no los aparentaba. Nunca llevaba sotana ni clergyman, la típica indumentaria eclesiástica con chaqueta o camisa negra y alzacuellos, salvo cuando la ocasión lo requería en actos litúrgicos o visitas oficiales. Solía vestir de sport porque, como siempre decía, «el hábito no hace al monje». Era alto y bien proporcionado. Sus ojos azules, su encantadora sonrisa y el pelo ondulado, profusamente poblado de canas, parecían acrecentar su atractivo para el público femenino, ante el que nunca pasaba desapercibido. Había rumores que se atrevían a afirmar que lo de «padre» no se lo decían solo por su oficio.
Le gustaba ir de pesca a un río no carente de dificultades