Volvimos a deshacer el camino hecho previamente, hasta que llegamos a la entrada de la edificación.
Esa Mommy se puso junto a mí.
—Tu futuro marido te espera bajo el árbol de la vida —me anunció.
Mi futuro marido…
El árbol de la vida…
No pude ni pararme a pensar en lo que quería decir ninguna de esas dos cosas.
Cuando las pesadas puertas se abrieron, tomé aire profundamente, tratando de mantener a raya mi temblequeo y mi angustia.
JEDRAM
Esas extrañas flautas con bolsa estaban sonando de nuevo, aunque esta vez se habían unido más instrumentos raros. Eran varios, y solamente me parecían familiares los tambores y otras flautas que eran más o menos normales. Los demás no los había visto en la vida. Toda la tribu se congregaba allí. Charlaban animadamente y bailaban al son, alegres, pero al ver el árbol donde se suponía que me esperaba Jedram un rayo fulminante de rabia y tormento se apoderó de mí.
El peso de unas pieles blancas sobre mis hombros me espabiló.
—No, no pienso casarme… —farfullé, haciendo negaciones con la cabeza en tanto me retrasaba un paso.
—Ya has dado tu palabra, ahora no puedes echarte atrás —me recordó la vieja, aunque hablándome con inquietud.
Mi espalda chocó con alguien y ya no pude retroceder más.
—Chica loca, ¿es que quieres que muera toda tu tribu? —me increpó esa Khata, sujetándome con fuerza.
No, no quería. Pero tampoco quería ser la esposa de ese ser terrorífico…
Entonces, fui amarrada por los brazos y comencé a ser empujada por Khata y más mujeres.
—¡No, no! —chillé, tratando de oponerme.
Fue en vano. Eran muchas contra una, y por mucho que imponía los pies y las piernas, todo esfuerzo parecía inútil.
—¡Vamos, enfadarás a Jedram! —me avisó otra de esas malditas mujeres.
—¡Me da igual, no le tengo ningún miedo! —escupí, rabiosa.
Salimos a escena de esa guisa.
La muchedumbre, tan pronto se percataba de mi presencia y mi rebelión, se iba apartando a ambos lados con sorpresa, abriendo un pasillo hacia el árbol.
—¡Dejadme! —rugí con ira, revolviéndome como una auténtica posesa. La corona se cayó al suelo—. ¡No pienso ir! ¡No pienso casarme con ese monstruo!
La música cesó y todas las bocas se quedaron en un absoluto silencio mientras mi garganta continuaba quejándose sonoramente y yo seguía resistiéndome.
—¡Soltadme!
Mi corazón latía muy deprisa y mis piernas temblaban de la enorme tensión que sentía, aunque el vestido largo que llevaba puesto las ocultaba, disimulándolo por completo. Solo veía gente y más gente delante de mí, gente que se quitaba con prisas cuando me veía…
Hasta que los últimos tika se hicieron a un lado y el árbol de la vida quedó despejado, dejándole a él y a lo que su copa cobijaba a la vista.
Jedram.
Me sorprendí al verle, porque no era lo que me había esperado.
Los rayos de una luna llena habían sustituido a los del sol, por lo que el árbol estaba bañado por ese influjo mágico. Era bello…
Un hombre, un hombre joven y fuerte, me esperaba en una gran silla de madera. Un lobo negro se sentaba junto a él; gruñía y mostraba sus afilados dientes, aunque a mí me imponía más su dueño. Su pelo oscuro era muy largo; unas suaves ondas caían con gracia junto a un par de finas trenzas que se mezclaban con el pelo que se extendía sobre sus antebrazos. La corta barba escondía un rostro atractivo pero fiero y acerado, y su mirada también era dura y penetrante. Sus anchos hombros vestían unas pieles de color oscuro que concluían con las zarpas y la enorme cabeza de un oso, de rugientes fauces, que tenía toda la pinta de haber sido degollado por sus propias manos. Todo hacía juego con su negro atuendo.
Me sorprendió ver que no era un dios. Era un hombre, pero, aun así, infundía un descomunal respeto. Se apreciaba que era alguien muy poderoso al primer golpe de vista. Sin embargo, y aunque imponía, una vez más no sentí temor alguno. No, no sentí miedo, al menos no el tipo de miedo que cualquier cuerdo hubiera sentido al tener a un ser tan poderoso y temible delante.
Las mujeres me soltaron con brusquedad a unos escasos metros de Jedram y se apartaron. El lobo se levantó y se acercó a mí con rapidez, haciendo que me viera obligada a quedarme quieta. Observé cómo el animal se arrimaba a mi falda a la vez que mi caja torácica se movía arriba y abajo convulsamente. Me olió y dio una vuelta a mi alrededor, estudiándome con esos ojos verdes. Hasta que, para mi asombro, se echó a mi lado.
Una ligera exclamación de sorpresa se extendió por la caverna, pero yo me repuse. Cuando alcé la vista me encontré con Jedram justo delante de mí. Entonces, me quedé sin respiración.
Sus ojos violetas se clavaban en los míos con un magnetismo extremadamente potente. Jadeé cuando un relámpago chispeante se revolvió dentro de mí al verle tan, tan cerca. Mis labios se entreabrieron. Sus ojos… Esos ojos…
Irremediablemente, el recuerdo de mi primer beso se desparramó en mi mente. Eran… eran esos mismos ojos, los reconocería hasta con los párpados cerrados.
Una música mística y antigua, ancestral, tomó la cueva por completo. Los golpes rítmicos de unos tambores eran acompasados por el cántico de un coro masculino. Sus voces graves se entremezclaban en varios tonos, melódicas, y resonaban en las paredes de toda la cueva. Regresaban con el rebote de un eco ceremonial que era toda una ofrenda de respeto y admiración hacia su rey.
Me sentí tan aturdida que no pude ni moverme. No podía apartar la vista de esa mirada violeta, tan segura, tan intensa, tan envolvente… Para cuando quise darme cuenta, la mano izquierda de Jedram tomó mi mano derecha, y su mano derecha mi izquierda, formando el símbolo del infinito con nuestros brazos. Sentir el tacto de su piel me estremeció de una forma que jamás había sentido y mi boca dejó escapar otro pequeño jadeo.
Y él seguía sin apartar su vista de mí…
El coro y los tambores acallaron su ritual con un final apoteósico. Se hizo un silencio total.
—Jedram, hijo del dios Luna, rey de la tribu tika, ¿quieres a Nala, hija de la tribu wakey, como tu legítima y única esposa, hasta que la llegada de la muerte os separe? —preguntó un sacerdote.
Ni siquiera le había escuchado llegar a nuestro lado…
—Quiero —afirmó Jedram con una profunda voz, sin un solo titubeo, sin abandonar mis turbadas pupilas.
Esa voz… Era la del enviado moreno que me había traído… Entonces mi boca se colgó aún más. El mismísimo Jedram había venido a buscarme personalmente…
—Y tú, Nala, hija de la tribu wakey, ¿quieres a Jedram, hijo del dios Luna, rey de la tribu tika, como tu legítimo y único esposo, hasta que la llegada de la muerte os separe?
El mutismo se adueñó de mi garganta durante un instante. Pero fue tan fugaz que incluso a mí me sorprendió mi respuesta.
—Quiero —musité sin poder apartar la vista de esos ojos violetas.
¿Qué estaba haciendo? Ni yo lo sabía.
—Que el sol y