Suspiré, descorazonada. Ojalá pudiera hacer algo. Ojalá fuera como Nala. Ella era decidida, osada, valiente, rebelde… Pero yo…
Yo…
Apreté los labios y me levanté.
No sabía muy bien lo que estaba haciendo, aunque sí fui capaz de vestirme y de prepararme un atillo a hurtadillas de mis padres. Les escribí una nota donde traté de explicarles mis intenciones, prometiéndoles que, si lograba volver, lo haría con Nala sana y salva. Después guardé algo de comida, procurando hacer el mínimo ruido posible, y me encaminé hacia la puerta. Sin embargo, mis pies se detuvieron frente a la pequeña alcoba de mis padres.
No pude evitar que la pena asaltara mi corazón. Me quedé mirándoles con lágrimas en los ojos mientras dormían, sintiendo que esta quizá fuera la última vez que les viera…
Pero tenía que recuperar a Nala.
—Lo siento —musité con la voz entrecortada.
Me sequé las lágrimas y me marché de casa sin darme opción a pensarlo más.
Corrí por el poblado y alcancé los primeros árboles de la selva. Me interné con inquietud, aún perdida y desconcertada por lo que estaba haciendo, si bien recorrí varios metros sin imprevistos.
Hasta que me choqué con alguien.
Tras el susto inicial, abrí los ojos como platos. Era Sephis… Mi corazón dio un vuelco y se puso a latir atolondradamente. Él se puso en guardia como acto reflejo, creyendo que era un noqui. Al verme, dio un respingo por la sorpresa.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté, sorprendida y apurada.
—Voy de camino al puesto de vigilancia, me toca el relevo. —Sephis sacudió la cabeza, encaminando la conversación—. No, ¿qué es lo que estás haciendo tú aquí?
—Voy… Voy… Nada —atajé nerviosamente, haciéndome a un lado.
Eché a andar de nuevo, pero él empezó a caminar detrás de mí.
—¿Nada? ¿Adónde vas a estas horas? ¿Sabes lo peligroso que es?
—Eso ya no es de tu incumbencia.
Sephis se interpuso delante de mí y me vi obligada a parar.
—Por supuesto que lo es —rebatió, molesto.
—Ya no estamos prometidos, no tienes por qué cuidar de mí —le contesté gentilmente.
Mi respuesta y mi actitud parecieron exasperarle, porque soltó un resollado por la nariz.
—No cuido de ti por eso, lo sabes.
Rehuí de sus ojos negros.
—Bueno, pues ya no tienes por qué hacerlo —volví a contestarle con amabilidad.
—Claro que sí.
Mi corazón se aceleró.
—Te repito que ya no estamos juntos —murmuré sin alzar la vista.
—Si ya no estamos juntos, ¿por qué tus padres y todo el mundo siguen creyendo que lo estamos? —inquirió, perspicaz.
Esta vez tuve que levantar las pupilas para observarle.
—Porque no quiero romperles el corazón —le recordé, casi con una súplica para que no contara nada—. Todavía tienen lo de Nala muy reciente.
Sephis miró a un lado y soltó otro suspiro.
—No estoy diciendo que tengas que decírselo, solo… me parece raro, eso es todo. —Y sus ojos regresaron a los míos para analizarme.
Los aparté de nuevo.
Mi exnovio suspiró por enésima vez.
—Bueno, ¿por lo menos puedes decirme adónde vas? —me preguntó.
No pude evitar izar la vista hacia él con ese rostro entre arrepentido y decidido que me delataba. Sephis enseguida comprendió mi expresión.
—No me digas que… —Al ver cómo escondía mi semblante, y al fijarse en el atillo que escondían mis manos, su boca se quedó colgando—. Estás loca —desaprobó, observándome con los ojos muy abiertos.
Mis pupilas se encontraron con las suyas, otra vez con ruego.
—No puedo abandonarla —defendí.
La crítica inicial de Sephis pronto fue sustituida por un parpadeo sorprendido.
—¿Vas a ir a buscar a Nala? ¿Tú?
—Sí —le ratifiqué, aunque con timidez.
Se quedó un momento en silencio, contemplándome atónito.
—Eso es… una locura. Una locura que lo es todavía más viniendo de ti. —Para mi sorpresa, las palabras de Sephis no parecieron una crítica. Es más, hasta juraría ver asomar una pequeña sonrisa por sus labios.
—Es mi hermana pequeña, no puedo dejar que Jedram le haga daño.
La expresión de Sephis volvió a cambiar. Se puso tan serio, que me dio un apuro terrible.
—Pero ella es la razón de que tú y yo hayamos roto. ¿No te importa eso?
Sus palabras, y la forma tan directa con la que lo dijo, me dolieron. Pero, aun así, Nala seguía siendo mi hermana.
—No importa lo que ella haga, es sangre de mi sangre, yo la quiero y la querré siempre —afirmé.
—Eres demasiado bondadosa —me achacó con otro suspiro, echando el rostro a su vera. Luego, lo sesgó hacia mí otra vez—. Sabes que Nala nunca iría a buscarte a ti, si hubiera sido al revés.
—Sí lo habría hecho —rebatí con la calma del convencimiento—. Bajo esa capa dura se esconde un buen corazón. Nala me quiere, lo sé.
Otro resollado inquieto y disconforme se fugó de la boca de Sephis, quien volvió a mirar a un lado. Pero, entonces, su rostro se puso tenso de repente.
—¿Qué ocurre? —intenté saber, virando la cara hacia ese sitio.
—No te muevas —cuchicheó, sacando su lanza de la espalda muy despacio, sin dejar de observar la maleza.
Unos brillantes y hambrientos ojos rojos comenzaron a relumbrar en la oscuridad de la selva. Silenciosamente, sigilosamente, la bestia salió de las sombras, dando los pasos lentos y certeros de quien está al acecho. Una enorme bestia, de pelambrera moteada, joroba prominente y seis patas, hizo retumbar su garganta para invitarnos a huir. Era un noqui. Mi pulso se aceleró tanto, que creí que mi esternón no iba a poder soportarlo.
Sephis cruzó la pierna izquierda delante de la derecha con mucho cuidado, hasta que se colocó delante de mí, apuntando al noqui con la lanza. Mi respiración se aceleró aún más al ver que se ponía en peligro para protegerme.
¿Por qué lo hacía, si a quien realmente amaba era a Nala?
El animal rugió con ferocidad y pegó un salto para lanzarse a por nosotros.
—¡Corre! —gritó Sephis, empujándome a la vez que él mismo iniciaba la huída.
Si no llega a ser por su empujón, no hubiera conseguido moverme del sitio. Tuve que deshacerme del atillo para poder ir más deprisa. Movimos nuestras piernas lo más rápido que pudimos, aunque a mí me costaba más que a él. Sephis me cogió de la mano y me ayudó a seguir su ritmo.
Estaba oscuro, y las grandes hojas chocaban contra nosotros, dándonos latigazos continuamente. Mis pulmones ya no daban a más, de lo que les costaba canalizar mis vertiginosas inhalaciones. Miré