Mi hermana siempre había tenido un pelo precioso, pero hoy lucía espléndido. Se notaba que se había esmerado en pulirlo y aromatizarlo, cumpliendo el deseo de mi madre. Le caía libre y liso, más liso que nunca, suelto y sedoso hasta el trasero. El mío también era muy largo, pero, por el contrario, sus ondas hacían lo que les daba la gana, al igual que yo. Ni siquiera me había molestado en atusarlo, ¿para qué? No servía de nada, al igual que no servía de nada tratar de enderezarme a mí. A pesar de eso, mi padre decía que mi pelo era una bendición, pues era la única pelirroja de la tribu. Todos eran morenos y de ojos oscuros, menos yo. Papá decía que, como había nacido bajo un eclipse de sol, mi pelo había absorbido los rayos que la luna se había intentado llevar y que por eso mi cabello tenía esa tonalidad naranja. También mis ojos se habían vuelto verdes como las esmeraldas por esa razón.
De todas formas, daba igual lo que dijera mi padre. Era la rara de la tribu, y papá parecía ser el único al que le gustaba el extraño color de mi cabello y mis ojos. En cambio, y a pesar de que yo era la debilidad de mi padre, Soka le gustaba a todo el mundo, incluido él.
Machaqué las muelas, porque no lo soportaba. No, no soportaba a Soka, a esa exasperante perfección suya de la que mis padres y toda la tribu alardeaban.
—Vamos, date prisa —espoleó mi madre de repente cuando bajó de casa—. Ahora todavía hay poca gente, serás más visible si te pones en un buen sitio.
¿Cómo podía pensar en eso en un día como este?
—Ya está bien, mamá —protesté, y solté mi aviso—. Como sigas así, no iré.
Mi madre sabía que era capaz de cumplirlo.
—No puedes hacer eso. —Se asustó, y sus ojos dibujaron un arco muy redondo cuando los abrió completamente—. Es la ofrenda.
—Ponme a prueba —amenacé.
—Todos tenemos que estar presentes. De lo contrario ofenderemos a Jedram. —Su voz titiló cuando mencionó su nombre.
—No le tengo miedo —aseguré, levantando el mentón.
Mamá se quedó perpleja con mi respuesta. Hasta que sacudió la cabeza.
—No digas tonterías, vamos —me exigió, cogiéndome del brazo con nerviosismo.
Me deshice de su amarre de un tirón.
—Déjame.
—Solo quiero lo mejor para ti, hija —musitó con las lágrimas a punto de desbordarse.
La rabia se apoderó de mí. ¿Por qué me hacía eso? ¿Por qué me hacía sentir culpable de algo de lo que yo no tenía culpa? ¿Por qué me hacía causa de sus aflicciones? Siempre lo había hecho. Yo siempre había sido la causa de todos sus males, mientras que Soka era el bálsamo que lo curaba todo.
—Quizá eso que tú crees «lo mejor» para mí, en realidad no lo sea —repliqué.
—¿Qué estás diciendo? —Las lágrimas de antes se deslizaron por ambas mejillas.
Ella no lo entendía. Y eso era lo peor de todo. Eso me hacía sentir más culpable todavía.
Rechinando los dientes, preferí esquivarla y alejarme de ella.
—¡Nala! —chilló, preocupada.
Pero no la hice caso. Me metí entre el bullicio que se dirigía hacia la hoguera y logré darle esquinazo con facilidad cuando me mezclé con los primeros árboles de la selva. No me interné mucho, solo lo necesario para estar tranquila un rato.
La tarde ya caía con matices anaranjados sobre los árboles, creando un tapiz de sombras que se mezclaban en el terreno. Me detuve y me quedé observando ese paisaje, enfurruñada. No sé por qué, las sombras que se extendían en la alfombra de hojas trajeron a mi cabeza un recuerdo. El de mi primer beso. Mi cabreo se esfumó al instante, porque me estremecí al evocar ese beso, casi podía sentirlo de nuevo… Ese chico misterioso de ojos violetas que me había besado por primera vez, que me había hecho sentir todas esas cosas... Un remolino se agitó dentro de mi estómago, haciéndome palpitar. Por extraño que pareciera, ese momento había sido el más feliz de mi existencia. Pero jamás había vuelto a verle. Después de eso, había regresado a la selva cada noche durante el primer año, atraída por la casi vital necesidad de comprender y saber, pero ese chico misterioso y oscuro nunca había vuelto a aparecer. Algunas veces dudaba de que eso no hubiera sido un sueño…
De repente, escuché unas pisadas en la vegetación. Mi pulso se aceleró al ver que era Sephis, que apareció al apartar unos helechos. Se sorprendió al verme en un primer momento, y un segundo más tarde, el alivio recorrió su rostro. Eso me agradó.
—¿Qué haces aquí? —me preguntó, aunque con indulgencia—. Tu madre se ha quedado muy preocupada, lo sabes.
Genial, le había mandado ir a buscarme.
—Me estaba sacando de quicio —resoplé.
Sephis se aproximó a mi posición, colocándose a mi lado.
—¿Qué ha pasado? —se interesó, amable.
—Lo de siempre. Que hoy he cumplido los veinte y no estoy prometida. ¿Qué tiene de malo quedarse soltera? No entiende que, por más que finja o me arregle, nunca le gustaré a un chico.
—¿Por qué dices eso? —Rio.
Le miré con sorpresa.
—¿Por qué? —Pestañeé—. Mírame, soy un bicho raro, ningún chico se fijará en mí nunca.
—Pues yo creo que eres muy hermosa —afirmó con otra sonrisa altruista y generosa.
Eso me dejó totalmente descolocada. ¿Acababa de oír lo que acababa de oír?
—¿De verdad te parezco… hermosa?
Se rio con dulzura.
—Claro —afirmó como si fuera algo evidente.
—Pero si ningún chico se fija en mí.
—Eso es porque les das miedo —aseguró, contemplando la selva.
—¿Yo? —Parpadeé de nuevo, observándole con el mismo estupor—. ¿Por qué les iba a dar miedo?
Esta vez, fue Sephis el que me miró sorprendido.
—¿De veras no lo sabes?
—No.
Soltó otra risa tierna y comprensiva.
—Te ven demasiado exótica —me reveló.
—¿Exótica?
—Creen que eres demasiado para ellos.
—¿Demasiado para ellos? ¿Por qué? —me extrañé.
—Ya te lo dije, porque eres demasiado bonita —Rio.
Ojalá fuera lo suficientemente bonita para él.
—Pero no tanto como Soka —refunfuñé, oscilando la vista a un lado.
—Sois… distintas. Pero ambas de igual belleza.
Volví a observarle, y esta vez no pude contenerme. Me dio por pensar en que esta podía ser la última vez que le viera con vida. ¿Y si Jedram le exigía a él como sacrificio? No pude evitar soltarlo.
—¿Entoces por qué estás prometido con Soka y no conmigo?
Sephis se vio tan sorprendido por mi inesperada y directa pregunta que se quedó mudo durante unos segundos en los que me contempló desconcertado.