—Lo sabemos cuando ya estamos casadas con ese hombre.
—Buf, amiga mía —exclamó, haciendo una mueca.
—Sí, buf —coincidí, riéndome.
—Me parece raro que una chica rebelde como tú haya claudicado a esa regla.
—No he claudicado —le corregí—. Simplemente nunca tuve ocasión.
—O sea, que si hubieras tenido una oportunidad, lo hubieras hecho. —Su sonrisita se amplió con travesura.
—¿Acaso lo dudas? —asentí sin vacilar ni un instante, sonriente.
Khata soltó una corta carcajada al aire que yo también compartí.
—¿Y por qué no tuviste oportunidad? —quiso saber, algo extrañada.
—A los chicos de mi tribu no les parezco atractiva. Bueno, Sephis dice que es porque mi aspecto les impone demasiado como para acercarse a mí —suspiré.
—¿Y a él? ¿También le impones?
Esa interrogación me dejó un poco tocada, porque yo jamás me lo había planteado de esa forma.
—No lo sé —dudé, pensativa—. No lo creo, pero él no es de ese tipo de chicos que yacen con una u otra.
—¿Y con tu hermana? ¿Crees que ha follado con tu hermana?
La fulminé de un vistazo veloz.
—No. —Ahora la que le miré como si estuviera loca fui yo—. Soka jamás perdería su honra antes del matrimonio.
—Perder su honra —chistó, volviendo la cara hacia el otro lado. Después, lo hizo regresar a mí—. Todas somos mujeres, y todas tenemos lo que tenemos ahí abajo.
—Soka no es así.
De repente, me sorprendí a mí misma defendiendo a mi hermana con esa vehemencia.
—Parece que te molesta más que diga eso de tu hermana que de tu amado Sephis —cuestionó con retintín.
—Soka es mi hermana, es sangre de mi sangre —espeté sin tener que pensarlo.
Khata esbozó una listilla sonrisa.
—No la odias tanto como crees.
Me quedé muda ante la incapacidad de mi cerebro para encontrar una respuesta válida. Khata se percató de mi desconcierto, pero afortunadamente no insistió con el tema.
—Así que eres virgen —continuó—. Ahora entiendo por qué Jedram no te ha tomado.
Mis ojos se clavaron en ella con asombro.
—¿Por qué? ¿No le gustan… las vírgenes?
La molesta e inesperada risotada de Khata retumbó en el claro.
—No, tonta. Estará esperando a que tú des el paso.
—¿A que yo dé el paso? —No di crédito—. ¿Él? ¿Jedram?
¿El terrorífico Jedram?
—Ya te he dicho que le gustas —me recordó—. Si no te ha obligado es porque quiere que tú estés dispuesta. Mira, a Jedram no le hace falta forzar a ninguna mujer, todas nos abriríamos de piernas para él más que gustosamente. —Khata amplió su ya de por sí gran sonrisa un poco más. No pude evitar insertarle una mirada inopinadamente agresiva que ni yo misma comprendí, aunque Khata prosiguió aprisa—. Podría tener a cualquiera, pero prefiere tenerte a ti. Quiere tenerte a ti. Tenerte en todos los sentidos.
Una vez más, enmudecí. Y me sonrojé, asombrosamente, escandalosamente. ¡Yo, ruborizándome! Sin embargo, retrocedí en el tiempo, treinta y cinco días atrás, a la noche de bodas, cuando Jedram me había dejado claro que no me tocaría hasta que yo no quisiera. «Entonces nunca te tocaré», me había dicho.
Me estremecí vivamente.
—Pero no… no sé cómo dar ese paso —reconocí a regañadientes.
—Venga ya, eres virgen, pero ¿no sabes seducir a un hombre?
—Claro que sé seducir —respondí con algo de ofensa.
—Pues sedúcele, que él vea que te interesa.
—Ojalá pudiera, pero no puedo. Tú dirás que le gusto, pero apenas le veo, casi no habla conmigo. Cuando me despierto ya no está en casa, y cuando regresa lo hace a altas horas de la noche y ya estoy dormida otra vez.
Khata sonrió con suficiencia.
—Pero la semana que viene es la ceremonia del dathaz —desveló.
—¿Qué es eso?
Ni siquiera sabía qué era un dathaz.
—Es una ceremonia sagrada, una tradición. La tribu caza un montón de dathazs y se los ofrece en sacrificio al dios Luna para que traiga la primavera. Vamos a comer dathazs durante mucho tiempo. —Rio.
—¿Y qué tiene que ver eso con mi problema? —suspiré.
—Pues que la ceremonia también incluye otro rito. —Khata me guiñó el ojo.
Esperé a que continuara, pero ella permaneció callada, alargando la expectación. Eso me desesperó.
—Venga, dilo ya, ¿qué maldito rito es ese? —le azucé, ansiosa por saberlo.
—¿Lo ves? Te mueres por estar entre los brazos de Jedram —se burló con una resabidilla sonrisa mientras sostenía el dichoso hierbajo con la mano, sobre sus labios.
—Dilo ya —bufé.
—Vale, vale. —Rio, y luego me guiñó el ojo de nuevo—. Te lo voy a contar con todo lujo de detalle.
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