SUGERENCIAS FINALES
Los problemas que denunciaba el doctor Murillo no eran los únicos por los que atravesaba la salud pública, ni mucho menos. Los más graves nacían, sin duda, de los exiguos logros conseguidos. Así se desprende de una conversación que el presidente Santa María habría tenido con el doctor Vicente Izquierdo, en la que le confidenció que se había dedicado
en cuerpo y alma, a mejorar la sanidad de nuestro país. He terminado las Casas de Expósitos de Providencia y Concepción, y una serie de hospitales en Valparaíso, Combarbalá, Lontué, Rancagua, Cauquenes, San Carlos, Cañete, Osorno y varios Lazaretos. Puedo decirte que ya tengo 51 hospitales y hemos atendido más de cincuenta mil pacientes en ellos [... Pero] todavía se muere demasiada gente de heridas, tuberculosis y disenterías […]. Dime, ¿qué saco con una red de ferrocarriles de más de mil [kilómetros], llevando toda suerte de mercaderías y pasajeros? […] ¿Qué sacamos teniendo una red de telégrafos con ciento cincuenta oficinas en todo el territorio? […] ¿Qué sacamos que la Pacific Steam, la Kosmos, la Trasatlántica Española y la Marítima Francesa mantengan un buque semanal con Europa [...]? [...]¿Para qué sirven las obras públicas y todo lo demás, si se nos sigue muriendo la gente de gangrena, disentería, tuberculosis y viruela? ¿Para qué todo eso si no hay salud pública? ¿Para qué?563
El presidente no estaba equivocado y la razón de ese descalabro obedecía no tanto a las malas condiciones de esos establecimientos o a la falta de médicos, sino más bien al hecho de que el origen de las enfermedades, al igual que en 1810, seguía siendo incierto y prácticamente no se conocían medios para combatirlas. A lo que se agregaba una cuestión más inmediata: las pésimas condiciones materiales en que vivía buena parte de los habitantes de las principales ciudades del país. De ahí que la mortalidad hacia fines de siglo fuera posiblemente tan elevada o incluso superior a la que se presentaba en 1810564, incidiendo ese flagelo en que la población no creciera de acuerdo a lo que se aguardaba, con esperanzas desmedidas, desde los comienzos del proceso de emancipación. Un extenso artículo publicado en la Aurora de Chile sobre la población en Chile subrayaba, sobre la base del proyecto de poblaciones del jesuita Joaquín de Villareal, de mediados del siglo XVIII, que el crecimiento demográfico chileno, comparado con el de los Estados Unidos, llevaba “una marcha muy lenta”. Tras unos enrevesados cálculos concluía el articulista que se necesitarían 101 años (1913) para que la población llegara a siete millones, cantidad que el país del norte había alcanzado en 35 años, “y que en fin nuestra población llegará a los doce millones el año de 1949”565. En 1913 Chile tenía tres millones 465 mil habitantes, y en 1949, cinco millones 962 mil566.
Esta suerte de frustración demográfica —por darle un nombre— dio alas a los médicos para insistir en la necesidad —cada vez más urgente, decían— de “medicalizar” a la sociedad. Y a otros, con una perspectiva más amplia, derivada de la vinculación que todavía parecían hacer entre población y prosperidad, les servía para ratificar que ese débil crecimiento alejaba a Chile de los “países jóvenes”, con quienes “estuvimos en una época nivelados”567. Al igual que lo sugería el radical Enrique Mac Iver, al aseverar que hoy se contabilizaban “algunos rieles más, algunas escuelas [y] algunos pocos miles de habitantes”; preguntándose en seguida
¿qué importancia tiene esto para juzgar nuestro adelanto, si esos centenares de rieles debieran ser millares, si esas docenas de escuelas debieran ser centenares y si esos pocos miles de habitantes debieran ser millones? […]. En el desarrollo humano el adelanto de cada pueblo se mide por el de los demás […]. ¿Qué éramos comparados con los países nuevos como el Brasil, la Argentina, Méjico, la Australia y el Canadá? Ninguno de ellos nos superaba; marchábamos delante de unos y a la par de los otros568.
La población, agregaba, al no “no aumentar [en] el grado que corresponde a un pueblo que prospera”, retardaba su “progreso”, comprobación que también le valía a dicho político para declarar, con marcado pesimismo, que el “presente no es satisfactorio y el porvenir aparece entre sombras que producen la intranquilidad”569.
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436Aurora de Chile, N° 5, Santiago, 4 de febrero de 1813.
437Michel Foucault, Seguridad, territorio, población, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2004, pp. 89-108.
438Ricardo Krebs, El pensamiento histórico, político y económico del Conde de Campomanes, Ediciones de la Universidad de Chile, Santiago, 1960, pp. 216-217.
439Krebs, op. cit., p. 216.
440Ricardo Cruz-Coke, Historia de la medicina chilena, Editorial Andrés Bello, Santiago, 1995, pp. 239-244.
441En el país, en realidad, se vacunaba desde 1805. El virrey Sobremonte, que había recibido la vacuna en Buenos Aires, la envió ese año a Chile, donde el gobernador Muñoz de Guzmán dio la autorización para que se realizaran las primeras inoculaciones, en Paula Caffarena Barcenilla, Salud Pública, vacuna y prevención. La difusión de la vacuna antivariólica en Chile, 1805-1830, en Historia, 49, vol. II, 2016, pp. 350-351.
442Citado por Claudio Costa-Casaretto, Los primeros becarios chilenos en Europa (1874), en RMeCh, 107, 1979, p. 432.
443Aurora de Chile, N° 11, 23 de abril de 1812.
444Luis Valencia Avaria, Anales de la República, I, Editorial Andrés Bello, Santiago, 1986, p.72.
445Memoria que el Ministro de Estado en el Departamento del Interior presenta al Congreso Nacional, 1859, p. 41.
446Los datos corresponden a 1814, en Enrique Laval, Historia del Hospital San Juan de Dios de Santiago, Asociación Chilena de Asistencia Social, Santiago, 1949, pp. 98-99.
447Pedro Fernández Niño, Cartilla del campo y otras curiosidades, dirigidas a la enseñanza y buen estilo de un hijo, 1817, en Rafael Sagredo, Nacer para morir o vivir para padecer. Los enfermos y sus patologías, en Rafael Sagredo y Cristián Gazmuri (directores), Historia de la vida privada en Chile, II, Taurus, Santiago, 2005, pp. 13-15.
448Se calcula que no pasaban