A comienzos del siglo XIX se contaba con hospitales en La Serena, Santiago, Valparaíso, Talca, Chillán, Concepción y Valdivia. Camilo Henríquez, al describirlos, aseveraba que eran “domicilios de las miserias y las calamidades humanas, […] asilo de la pobreza enferma de nuestros compatriotas infelices y forasteros desamparados”; pero que el “pueblo necesita, y esta necesidad debe contarse entre las más urgentes, […] un hospital grande, cómodo […], y que esté al cuidado y bajo la dirección de los principales vecinos”. Y no dudaba de que era menester recurrir a la “caridad y misericordia” para conseguir los recursos que se requerían, recordando que el “Apóstol Santiago llama religión pura y sin mancha a las obras de caridad a favor de los desvalidos”549. El Observador Eclesiástico, en esa misma línea, formulaba en 1823 un llamado para que los fieles, “en lugar de dotar en sus testamentos tantas novenas, tantas fiestas, tantos aniversarios, se acuerden de instituir legados para los hospitales […]. El espíritu del Evangelio es la caridad, la caridad es su fin, la caridad es el lazo que nos une con Dios y con nuestros prójimos. Esta caridad pide socorrer las miserias de nuestros semejantes que se presentan de montón en nuestros hospitales […]. Se desea que nuestro clero inculque estas verdades a los fieles”550.
Casi monótonamente se repiten esos llamados y las críticas sobre la situación de dichos recintos. Veinte años después La Revista Católica los reiteraba, al comentar que los pacientes del San Juan de Dios estaban en tal “estrechez e incomodidad […] que es difícil que los moribundos puedan confesarse sin el peligro de que sean sabedores los vecinos que los rodean de las fragilidades que revelan y que todo hombre desea ocultar bajo la seguridad de un profundo y riguroso sigilo”551. El Amigo del Pueblo, por su parte, periódico cercano a la Sociedad de la Igualdad, subrayaba en 1850 que el pobre tenía “derechos […] para pedir el socorro de sus males”, pero que las autoridades y los “poderosos” no se conmovían ante la “miseria”. Y en relación a los hospitales reconocía que eran “casas de caridad” y aseveraba que en el “asilo de la desgracia debe siempre reinar la humanidad y la caridad, y estas virtudes son allí tanto más indispensables, cuanto que el ejercerlas no cuesta a los señores encargados de los enfermos ningún sacrificio pecuniario”552. Sus administradores, a esas alturas, seguían siendo integrantes de las elites, cuyos servicios tenían la impronta de ser obras de caridad. Así sucedía con Diego Antonio Barros, quien sirvió ese cargo entre 1833 y 1848 en el Hospital de San Juan de Dios, “con tanta abnegación que se imponía hasta la obligación de consolar al paciente y auxiliar personalmente al moribundo; sin faltar un solo día a su asistencia que se prolongaba, a veces, hasta las diez de la noche […]. Creó allí la Escuela de Anatomía y regaló el mejor instrumental de cirugía que existía en el país”553.
El mundo humano que asistía a los hospitales, tomando como base a quienes ingresaron al San Juan de Dios entre 1850 y 1880, estaba compuesto mayoritariamente por “gañanes”; les seguían los “pequeños artesanos”, zapateros, policías urbanos, carpinteros, sirvientes, servidores urbanos y vendedores ambulantes, por mencionar a los cuantitativamente más importantes554. La viruela, el tifus, la tuberculosis y la sífilis eran los principales males que los afectaban, tal como por lo demás parece acontecer en 1810555. Como siempre se reclamó que la cantidad y capacidad de los hospitales era insuficiente, los gobiernos, con el concurso de las elites, incrementaron su número: de los ocho que se contabilizaban en 1810, se pasó a 18 en el decenio de 1860, distribuidos en Copiapó, Vallenar, Illapel, Quillota, San Felipe, Los Andes, Rancagua, San Fernando, Curicó, Cauquenes y Ancud, a los que se agregaban los que funcionaban en 1810556.
En la segunda mitad del siglo XIX los hospitales se continuaban financiando (tal vez no todos) gracias a las donaciones (casas, censos, haciendas y otras) que realizaban los particulares, en el entendido de que eran ineludibles obras de caridad. Dado que esos fondos casi nunca cubrían todas las necesidades, el Estado contribuyó en un porcentaje que paulatinamente tendió a ser cada vez más importante557. En todo caso, sus aportes siempre resultaron insuficientes y hubo casos en que los hospitales se edificaron casi exclusivamente gracias al desprendimiento de las elites. Uno de los casos más ejemplares en este sentido corresponde al Hospital del Salvador y al de San Vicente de Paul, que se construyeron en la década de 1870, al oriente de Santiago, el primero, y al norte el segundo. La iniciativa correspondió al conservador Abdón Cifuentes, cuando era ministro del presidente Errázuriz Zañartu, movido por el propósito de paliar la “alarmante mortalidad” que azotaba la capital. Su idea, que se debatió en el consejo de ministros, fue finalmente desoída, en atención a la falta de recursos que existía en esos momentos. Javier Casanova, sin embargo, un católico de escasa figuración, al enterarse de esa dificultad, se acercó a dicho ministro y casi con timidez le comentó:
Como yo suelo ir a los hospitales a visitar a los enfermos, me da mucha lástima ver la multitud de ellos que son rechazados por la falta de local y hace tiempo que me ocupo de juntar algunas limosnas para ayudar a la construcción de otro. Tengo juntos ya cuarenta mil pesos […] y venía a ponerlos a su disposición. Solo pediría que a una de las salas del nuevo hospital se le ponga el nombre de San Francisco Javier, por ser el santo de mi nombre”558.
El resto de lo que se necesitaba lo entregaron alrededor de 50 personas. En total, las donaciones sumaron 500 mil pesos, monto con el cual se compraron los terrenos y se costeó la edificación de los que se convertirían, a la vuelta de pocos años, en los nosocomios más modernos del país559.
Los nuevos hospitales no pudieron esconder que un cierto número —quizás la mayoría— funcionaba en condiciones más bien precarias, poco más o poco menos como había sucedido siempre 560. Así, el doctor Schneider, que se formó como médico en Alemania, refiriéndose al Hospital de San Juan de Dios, decía en 1877 que el
edificio […está] mal arreglado en general en cuanto a condiciones higiénicas […]. Toda la administración es defectuosa […] y los medios pecuniarios insuficientes para un número de enfermos demasiado considerable.
Influjo médico en la administración no existe, pues cada sala tiene su médico nombrado por el administrador, que considera a aquél como una especie de sirviente […] y removible a su entera voluntad y a cada instante […].
Piezas diversas para baño, tinas de baño transportables […], no se conocen; lavatorios, paños de mano, peines, etc., etc., solo existen en el deseo del médico. El arreglo de la comida es defectuoso.
También en dicho año el doctor Adolfo Murillo aseguraba que, dada la mortalidad que se producía en el Hospital de San Juan de Dios, no era “un hipérbole cuando afirmé que era la mejor sucursal del cementerio” 561.