La posición de Vicuña Mackenna, respaldada por Ramón Allende Padín y Francisco Puelma Tupper, que eran senadores, médicos y radicales, no encontró mayor resistencia en el Senado, y se tradujo en un proyecto que, sin más, establecía “la vacunación obligatoria para todos los habitantes de la República”536.Votado favorablemente en general, se inició su discusión en particular en la cámara alta. Sin mayores modificaciones, fue enviado a la Cámara de Diputados, donde fue rechazado debido a que no “respetaba las garantías individuales”537. El Senado, por su parte, defendió el proyecto inicial. Corría el año 1886, y si la Cámara de Diputados insistía no habría ley. El diputado Enrique Tocornal y el conservador Ventura Blanco Viel, que se oponían a la vacunación obligatoria, alegaban que el “bien por la fuerza es un atentado; y los medios que ahora se proponen importan la violación de los derechos individuales”538. El diputado y médico Augusto Orrego Luco, por su parte, miembro del Partido Liberal, respondió señalando que incluso Adam Smith, el “escritor [que] encarnó el espíritu de resistencia a las medidas coercitivas”, admitía que “con el mismo derecho que interviene el magistrado para evitar los estragos de una peste material, debe intervenir para evitar los estragos de la ignorancia […]. Hasta tal punto le parecía claro e indiscutible este derecho de limitar la libertad individual en presencia de una epidemia, que lo tomaba como término de comparación, como prueba de que “hay casos en que el derecho a limitar la libertad individual está fuera de toda discusión”539. La prensa, a su vez, terció en el debate. Así La Época, diario radical y de gobierno540, en el que escribía el doctor Orrego Luco, fue partidario del proyecto, expresando que “el deber ineludible de todo Gobierno de conservar la salud pública y cuidar de ella [debe hacerse] a costa de cualquier sacrificio”541. El Mercurio542 y El Independiente, en cambio, fueron críticos, escribiendo este último que “la vacunación obligatoria […] es una negación audaz de las garantías individuales, del respeto a los hogares y de la dignidad de la persona humana. Es una extralimitación evidente de las facultades del Estado que no puede tener derecho de imponer a los ciudadanos lo que él estima más propio a la conservación de la salud, o a la adquisición de la fortuna, de la virtud, de la ciencia o de la felicidad”543.
El no al Estado se volvía a imponer. En realidad, y como se dijo, se trataba de un rechazo de carácter ideológico, que se sustentaba en el valor que se le daba a la libertad de cada cual y en el temor de muchos de que el Presidente de la República, a través del Estado, adquiriera más poder para violar las “garantías individuales”, como por lo demás ya lo hacía en materia electoral.
La última batalla de los facultativos apuntó a influir para que los hospitales se modernizaran y desecharan la función directiva que desde la Colonia cumplían las elites en ellos.
LOS HOSPITALES
Al menos desde comienzos del decenio de 1840 el doctor Cox, en su calidad de Protomédico, sostuvo la necesidad de “poner bajo la dirección de hombres dotados de conocimientos científicos los diversos ramos que afectan la salud pública”. La campaña en tal sentido, en el caso de los hospitales, solo fue respondida en 1870, cuando después de dos años de estudio la Junta de Beneficencia de Santiago dio a luz un reglamento en virtud del cual se establecía que los médicos de los hospitales tendrían “una intervención […] en [...su] marcha técnica”544. Esa fue la única medida que les dio a los médicos, hasta fines del siglo XIX, cierta injerencia en el manejo de los hospitales. No hubo otra. De esta manera puede decirse que la tradición hospitalaria —en la que se mezclaban ideales religiosos, sociales y políticos— tuvo más fuerza que los afanes de esos profesionales por “medicalizar” o modernizar tales establecimientos.
La sociedad nacida de la mano de los conquistadores se moldeó en parte importante de acuerdo a fuerzas que tenían antigua data y que, en mayor o menor medida, mantenían su vigor en el siglo XVI. Así, las disposiciones que entonces se pusieron en práctica respecto de los pobres tenían su origen en la sociedad medieval, cuando fueron considerados como necesitados con los que, de acuerdo a la enseñanza evangélica, debía ejercerse la caridad. Los hospitales fueron uno de los lugares que hicieron posible la práctica de esa virtud, pues en ellos eran acogidos quienes no tenían donde curarse o donde morir. Este hecho les dio un marcado sello religioso y explica que su regulación corriera por cuenta de la Iglesia. En América, sin embargo, la situación fue diferente debido a que la Iglesia, en virtud del patronato, quedó en materia de hospitales en parte subordinada al monarca. De ahí que el emperador Carlos V, en 1541, ordenara a virreyes, audiencias y gobernadores “que con especial cuidado provean que en todos los pueblos de Españoles e Indios de sus Provincias y jurisdicciones, se funden hospitales donde sean curados los pobres enfermos y se ejercite la caridad cristiana”. La Ordenanza de Poblaciones, por su parte, precisó que los hospitales debían erigirse junto a las iglesias con el objeto de que los enfermos tengan “consuelo espiritual [...y se les administren] con prontitud […] los Sacramentos; y a la vista de los altares se exciten a hacer a Dios y a los Santos con más fervor sus ruegos”545.
En el siglo XVIII la mirada sobre los pobres, tan propia de los siglos anteriores, tendió a cambiar. La mentalidad ilustrada, en efecto, no dudó de que esa condición pudiera ser modificada a través de la educación y el trabajo, convirtiéndolos en hombres “útiles” para ellos mismos y para la sociedad. Esta nueva consideración, sin embargo, en nada hizo variar la idea de que los miserables, en caso de enfermarse, debían ser atendidos en los hospitales, donde, como siempre había sucedido, se les trataría de mejorar y se les acogería con caridad, en un ambiente empapado de religiosidad. No debe extrañar, por lo mismo, que en esos recintos se celebrara misa a primera hora de la mañana y que a mediodía se rezara “un padre nuestro y avemaría a los pies del Crucifijo, lo mismo que a la noche y después el Rosario pidiendo a Dios por la salud del Rey, conservación y aumento del Hospital”546. Tampoco que su personal estuviera integrado preferentemente por religiosos y que entre las obligaciones del médico figurara, hasta 1850, la de “recetar los sacramentos, esto es, determinar la necesidad de confesión, comunión y aplicación de la extremaunción a los enfermos” que lo requerían547. Así y todo, esa espiritualidad que se fomentaba se resquebrajó muchas veces, dependiendo la misma del prior