Fueron las instituciones mencionadas —Protomedicato, Junta de Vacuna, Junta Central de Beneficencia y Junta Directora de Hospitales, entre otras— las que el Estado empleó en la batalla contra las enfermedades. Su constitución y orientación, sin embargo, que era muy similar a la que tuvieron las organizaciones de beneficencia durante la Colonia, pronto fueron censuradas por los médicos, argumentando, como decía el doctor Cox en 1842, en su calidad de Protomédico, que “si el Supremo Gobierno [no] pone bajo la dirección de hombres dotados de conocimientos científicos los diversos ramos que afectan la salud pública, para que estos ilustren con absoluta independencia a los encargados de llevar a efecto las medidas que crean oportunas, cada día una epidemia particular emanada de un estado de insalubridad permanente, irá destruyendo a pasos agigantados la población”493.
Los facultativos, sin embargo, no tuvieron poder para cambiar las cosas. Quedaron, en realidad, sujetos a lo que decidieran los actores políticos, y la mayoría de estos optó, casi hasta finales del siglo XIX, por conservar la organización existente.
LOS MÉDICOS
Cuando los médicos defendían las ideas del doctor Cox —con atrevimiento, a partir de la década de 1860— gozaban, como se adelantó, de un creciente prestigio entre las elites y en algunos sectores medios. El Ferrocarril comentaba, a propósito de ese ascendiente, que “al doctor [Guillermo] Blest como a su colega el doctor [Nataniel] Cox [les] cupo la ruda tarea de levantar la profesión médica del triste estado de postración en que había vegetado hasta la época en que ellos ingresaron al país. Habiendo encontrado la ciencia médica vilipendiada, escarnecida y entregada a empíricos, a fuerza de tesón, de constancia y de inteligentes esfuerzos, operaron el cambio radical que venimos presenciando”494. Cox llegó a Chile en 1814 y Blest en 1823. Es muy posible que los anteriores, como aseguraba dicho periódico, sean figuras determinantes en la primera valorización que experimentó esa profesión, aunque no puede silenciarse que, junto a ellos, también ejerció un grupo importante de médicos foráneos, formados casi todos en universidades europeas y que, con seguridad, también contribuyeron al proceso indicado495.
El juicio formulado por dicha publicación fue confirmado por Eduard Poeppig, médico alemán que permaneció en el país entre 1826 y 1829, al asegurar que era algo muy reciente el “respeto público” de que disfrutaban los médicos, y al agregar que esa “actividad” se hallaba, antes de la llegada de los facultativos extranjeros, “en manos de gente muy ignorante” y que varios de ellos eran de “color”, rasgos que los situaba “a un nivel solo poco superior a la de un barbero”496. Su observación sugiere que el aprecio profesional que se ganaron Blest y Cox tenía como base su “ciencia”, pero también el hecho de que, al no ser “gente de color”, carecían de una de las tachas que eran incompatibles con los prestigios nobiliarios que campearon durante el siglo XVIII497 e, incluso, hasta bien entrado el siglo XIX498. Ese rasgo físico —que algunos médicos fueran “gente de color”— permite suponer que en una sociedad marcada por dicho imaginario social los hijos de las elites no ingresaran a estudiar medicina, como por lo demás se aprecia al comprobar que entre 1758 y 1810 apenas se cuentan siete estudiantes de esa carrera en la Universidad de San Felipe, en circunstancia de que 120 ingresaron a estudiar teología y 72 a derecho499. Esa indiferencia continuó durante la Patria Vieja, cuando los estudios de medicina se trasladaron al Instituto Nacional, y persistió sin grandes cambios hasta al menos el decenio de 1840500. Manuel Montt atribuyó esa frialdad al escaso interés de la juventud por las ciencias y, asimismo, a lo que llamaba “añejas preocupaciones”, que probablemente correspondían a la persistencia del desdoro que pesaba sobre dicha profesión501.
La fundación de la Universidad de Chile, en la que se incluía la Facultad de Medicina, no parece haber cambiado el escaso entusiasmo hacia esa carrera. Tampoco lo hicieron las palabras de Andrés Bello, con ocasión de su establecimiento, al subrayar que las
ciencias médicas, que felizmente empiezan a cultivarse por nuestros ciudadanos, necesitan de un centro común de estudio y de fomento, donde reciban el lustre y la popularidad que les corresponde y donde deban hacerse para la generalidad más útiles y benéficas que lo que han sido hasta el presente. La facultad de estas ciencias, creada en la Universidad, debe llenar semejantes objetos, estudiar especialmente las enfermedades del país y trabajos en este ramo, así como en los de higiene pública y privada, tan descuidadas entre nosotros502.
O las que escribió en 1848, asegurando que para la
medicina está abierto en Chile un vasto campo de exploración, casi intacto hasta ahora, pero que muy pronto va a dejar de serlo, y en cuyo cultivo se interesan profundamente la educación física, la salud, la vida, la policía sanitaria y el incremento de la población503.
Nada parecía incentivar a los jóvenes, ni siquiera el hecho de que los estudios tendrían ahora el respaldo de una escuela universitaria504. Así lo sugiere el hecho de que en 1853 tan solo 14 seguían la carrera, cifra que representaba alrededor de un 10 por ciento de la población universitaria. Ignacio Domeyko, a esas alturas, estimaba que esa conducta no obedecía