Casi al mismo tiempo que la juventud comenzaba a mostrar esa inclinación, los médicos se consolidaban como cuerpo profesional, como bien lo sugiere el hecho de que se presentaran en el espacio público con la energía necesaria para defender sus intereses profesionales y, desde luego, procurar “medicalizar” a la sociedad508. Su prestigio de hombres de ciencia les dio un vínculo estrecho con grupos ligados al liberalismo y con el Partido Radical, esto es, con parte del poder político509. Así, Federico Errázuriz Zañartu, que tenía fe en lo que la ciencia haría por Chile, decidió que Francisco Puelma Tupper, Manuel Barros Borgoño, Máximo Cienfuegos y Vicente Izquierdo fueran a Europa a profundizar sus estudios de medicina. El presidente Santa María, por su parte, angustiado por la mortalidad, dispuso que Vicente Izquierdo fuera diputado a fin de que contribuyera, desde su escaño510, a que el país tuviera un “pueblo sano”511. Balmaceda, a su turno, tuvo también una estrecha relación con los médicos. Sin contar los hospitales que se construyeron durante su administración512, hay que recordar que los doctores Adolfo Valderrama y Federico Puga Borne fueron ministros de algunos de sus gabinetes, y la creación, impulsada por la epidemia de cólera que se padeció entre 1886 y 1888, del Consejo Superior de Higiene, organización entendida como una institución estatal para “combatir las epidemias”513.
Pareciera que los presidentes liberales, al designar a médicos como ministros e influir para que otros llegaran al Congreso, buscaban valerse de quienes creían que poseían, gracias a su ciencia —que a esas alturas era principalmente el higienismo—, el saber necesario para enfrentar algunos de los grandes problemas que aquejaban del país, sobre todo los indesmentibles asomos de la llamada “cuestión social”514. El higienismo, como se sabe, que no está lejos de la utopía515, enseñaba de qué manera se debía reglamentar la vida de la población, al propugnar nociones y reglas respecto de la habitación, el vestido, el aseo, el baño, los “cosméticos”, la alimentación, el agua potable e, incluso, las conductas privadas516. Se trataba, en suma, de una suerte de programa integral que, según se suponía, sería eficaz para combatir las enfermedades y ofrecer respuestas a la miseria que se derramaba principalmente en el mundo urbano. Así en Santiago, según cálculos de Macarena Ponce de León, nada menos que cerca del 70 por ciento de los habitantes tenían la condición de “desvalidos” en la década de 1880517. Ante ese dramático panorama, los médicos proponían lo que llamaban la “higiene de los pobres”, entendiendo por tal un programa que, al fomentar el “saneamiento de las calles, el alejamiento expedito de las inmundicias, el abastecimiento de agua potable, la inspección de las casas de arriendo, la vigilancia sobre el comercio de los alimentos de primera necesidad, etc.”518, contribuiría a disminuir el elevadísimo porcentaje de pobres que vivía en la capital.
Esa enorme tarea que se proponían los médicos —o misión, si se prefiere— requería, entre otras cosas, de nuevas instituciones, con efectivo poder sobre la población, y poner a los hospitales bajo su directa responsabilidad. En otras palabras, lo que pretendían era cambiar totalmente la organización que tenían las instituciones de salud desde la Colonia.
LOS MÉDICOS Y LAS INSTITUCIONES DE SALUD
En materia de salud los médicos, como se adelantó, fueron críticos de las organizaciones que existían en ese campo. El doctor Adolfo Murillo afirmaba en 1877, a propósito de la organización que tenían aquéllas, que la
centralización de los establecimientos de beneficencia pública es de una indisputable necesidad y de una reconocida conveniencia. Una administración central de supervigilancia y dirección es siempre celosa y muy económica. Así lo han comprendido casi todos los países europeos y así lo practican519.
La Revista Médica de Chile, algunos años después, escribía al respecto que
entre los progresos que puede realizar una nación, ninguno es tan fecundo como la organización de una administración sanitaria […]. Si una conveniente y sabia administración política es para un país una poderosa palanca, que lo impulsa sin cesar hacia el adelantamiento, las instituciones sanitarias bien dirigidas y con fuerza de ley son también un medio seguro para llegar con paso rápido al campo de una verdadera grandeza y del bienestar que ambicionan las sociedades modernas […]. Algunas naciones han llegado […] hasta [a] constituir administraciones sanitarias que abarcan todo el conjunto de preceptos higiénicos […]. El imperio germánico suministra a este propósito un ejemplo digno de ser estudiado. Su Oficina sanitaria imperial, anexa a su gran Cancillería, dirigida por un Consejo Higiénico Central, subdividida en numerosas ramificaciones que tienen a su cargo el comercio y ejercicio de la farmacia, la vacunación, la asistencia a los desvalidos, las falsificaciones de las materias alimenticias, es un bello ejemplo que muchos pueblos nuevos podrían seguir, seguros de haber realizado un importantísimo progreso520.
El nuevo criterio que se proponía importaba darle una cabeza común a los diferentes organismos existentes (juntas de beneficencia, junta de vacuna, protomedicato y otras), disminuir el papel que las elites desempeñaban en su dirección y, sobre todo, entregar al Estado la conducción de la salud, con las atribuciones necesarias para imponer las políticas que se estimaran adecuadas. De esta manera los médicos, influidos por el modelo alemán521, se convertían en los grandes defensores de la acción del Estado en ese campo y, por otra parte, en críticos de las funciones directivas que cumplían las elites en aquéllas. “Basta