parece que Dios ha querido ocultar a los ojos de los hombres la verdadera naturaleza de este flagelo para hacerlo más temible y por lo mismo un instrumento más poderoso de su justicia y de mayor eficacia para sus designios providenciales. La fe del género humano siempre ha creído ver en las calamidades que afligen a los pueblos la mano omnipotente de Dios, que se vale de sus mismas obras para castigar o probar saludablemente a los que quiere salvar457.
Dicha visión de la enfermedad, sin embargo, comenzó a resquebrajarse en sectores de las elites y en los grupos medios, influidos tal vez por las enseñanzas de los facultativos o por la recibida en los liceos; seducidos por los avances de la ciencia o, simplemente, por un decidido desapego de la Iglesia. De esta manera la visión religiosa empezó a ser reemplazada por otra que apuntaba, todavía en el decenio de 1860, a interpretaciones de las enfermedades que se explicaban por el “temperamento y los efectos cósmicos” que decían relación con cada cual458. Así, por mencionar un ejemplo, el doctor Ramón Elguero aseguraba en 1853 que
las pasiones de todo género que nos acompañan desde la cuna hasta la tumba tienen tanto en lo moral como en lo físico una acción incontestable sobre el corazón; todas agitan y desorden más o menos sus funciones […]. Las pasiones tristes son las que vician más directamente su vitalidad; ellas hacen sentir al corazón un peso que oprime y embaraza sus movimientos: las palpitaciones vienen a anunciar una reacción contra la causa deletérea porque se ve agobiado459.
Esa manera de entender las afecciones dio pábulo para que el mundo culto aceptara que las “enfermedades concordaban con el carácter del paciente” e, incluso, yendo más lejos, que se estimara que los males eran “un resultado de la voluntad” de cada persona460. En cualquiera de esas situaciones, resulta explicable que quienes hicieron suyas esas teorías se sintieran impulsados a una suerte de introspección, que les permitiera conocerse y saber cómo eran sus “temperamentos”, para así predecir o entender los padecimientos que, inexorablemente, en algún momento sufrirían. Quizás la frenología, que tuvo no pocos simpatizantes, refleje ese deseo de autoanalizarse, que por lo demás coincidía tan bien con el “temperamento” romántico que, de diversas maneras, incitaba a perfilar los rasgos de cada cual.
Las ideas médicas ejercieron, como se dijo, una decidida influencia en ese sector minoritario de la población. La falta de confianza en ellos y en la ciencia, sin embargo, siguió viva en la mayoría, como bien se patentiza, por ejemplo, en la convicción, generalizada durante el siglo XIX, de que “vacunarse era apestarse” o que “la vacuna era la causa de la viruela”461; o en el hecho de que solo una número escaso de sifilíticos consultaba al especialista y que los más, quizás por vergüenza, dado el juicio moral que los condenaba462, prefirieran los “consejos” populares o las recomendaciones de los “charlatanes”463. Esa suspicacia, en fin, es la que también permite entender los “fantásticos rumores” que durante la epidemia de cólera de 1886 aseguraban, entre otras cosas, que las aguas hervidas habían sido “envenenadas” por los extranjeros464. Y otros que aseveraban que el gobierno, con el concurso de los médicos, aprovecharía ese drama para “matar a todos los pobres” y para entregar el país a Argentina. Ese bulo alcanzó tanta fuerza entre las “gentes del pueblo”, que algunos de sus integrantes amenazaron a los facultativos que atendían a los “coléricos”465, expresando así su ira contra quienes, según creían, terminarían con sus vidas.
Es comprensible que las enfermedades, en medio de ese escepticismo hacia los médicos, y sin que estos profesionales conocieran sus orígenes ni tuvieran medios efectivos para combatirlas, no retrocedieran y provocaran que el porcentaje de fallecidos, a comienzos del decenio de 1860, alcanzara a 28,6 por ciento466. De ahí que la esperanza de vida en las primeras décadas del siglo XIX rondara en los 25 años de edad467, y que se estimara que la vejez se iniciaba pasado los 40. Ante esa realidad, hombres y mujeres no hacían más que comprobar que la vida era algo efímero, que se nacía para morir468 en cualquier momento y circunstancia, sin que existieran recursos humanos o científicos, tradicionales o modernos, que sirvieran para prolongarla. Así, la muerte se tornaba un hecho cercano y natural, que se esperaba sin grandes ansias y con la confianza, en el mayoritario mundo de los creyentes, de que tras las penurias terrenales se podría alcanzar, merced a los auxilios de la religión y a la misericordia divina, la vida eterna469. En el “bajo pueblo”, incluso, se aguardaba ese momento con serena resignación, como solía suceder cada vez que fallecía un niño470, puesto que sus familiares, convencidos de que el difunto se convertiría en un intercesor de la ayuda de Dios para sus difíciles existencias, lo velaban como si se tratara casi de un feliz acontecimiento.
El doctor Augusto Orrego Luco, con la mirada del científico, reprobaba esa conducta y la calificaba como una detestable “superstición”, y a esta última como una “hija desnaturalizada del sentimiento religioso”471. Ese comportamiento, desde luego, repugnaba a su racionalismo, le resultaba incomprensible, al igual que sucedía con buena parte de los médicos en el último tercio del siglo XIX, que veían que la “ignorancia” y la “superstición” eran dos de los mayores obstáculos que impedían que la ciencia penetrara en la sociedad, con los consiguientes beneficios para la vida de sus miembros. Quizás, en el fondo, el comportamiento que se describe —de rechazo a la modernidad científica o a la “medicalización”472, si se prefiere— también refleje el grado de libertad con que se podía desenvolver la población, incluso el “bajo pueblo”,