América no quedó ausente de las acciones apuntadas, ni tampoco Chile. Aquí, en efecto, con el propósito de que se dispusiera de facultativos se abrió en 1756 la carrera de medicina en la Universidad de San Felipe. En un plano diferente, se destinaron 30 mil pesos, parte del monto obtenido por el remate de los bienes de los jesuitas, a la construcción de hospitales. Y, en fin, cuando 30 años después se dio vida al Protomedicato —que estaba integrado casi exclusivamente por médicos y cuyo objetivo era regular el ejercicio de las profesiones médicas y dar asesoría a los gobiernos en materia de salud— se pretendía que su opinión orientara la acción de la autoridad a la hora de hacer frente a epidemias y enfermedades440. Con todo, la llegada de la vacuna antivariólica al país, en 1808, representaba el último esfuerzo de la Corona para velar por la salud de la población, convencida, con fe racionalista ilustrada, de que gracias a la ciencia y a los médicos sería posible poner freno a esos padecimientos y, así, disminuir la alta mortalidad441.
Los gobiernos republicanos, según se insinuó, hicieron suya la idea de los Borbones respecto de población y salud. De ahí que Juan Egaña aseverara que “la salud pública” debía ser el “principal objeto” de los estadistas442, y que la Junta Providencial de Sanidad, a su vez, señalara en 1812 que la vacuna era un “precioso preservativo de la humanidad, y [un] poderoso medio de llenar el vacío de nuestra población”443. Y que la constitución de 1818, al disponer que una de las responsabilidades del Director Supremo era “cuidar del fomento de la población”444, no hiciera otra cosa que reiterar ese propósito. Si bien en los textos constitucionales siguientes nada se dijo al respecto, dicha convicción siguió viva, como queda de manifiesto al comprobar el ahínco que se puso para contar con instituciones que combatieran las enfermedades y, en fin, al comprobar que en la Memoria del Ministerio del Interior correspondiente a 1859 se sostuviera, casi recordando a Campomanes, que “la población de un país es, por lo general, la expresión de su poder y riqueza, y su rápido incremento revela a la vez el bienestar presente y su futura prosperidad”445. Ignoramos si la trilogía ilustrada integrada por población, salud y poder mantuvo su fuerza durante la segunda mitad del siglo XIX. Lo que sí resulta evidente es que los gobiernos, las elites y los médicos continuaron sus empeños a favor de la salud, construyendo hospitales y vacunando, si bien los mismos no dieron los resultados que se aguardaban.
¿Cuáles eran las principales enfermedades que afectaban a la población al iniciarse el proceso de emancipación? No es fácil responder a esa pregunta, pues los diagnósticos, al ser imprecisos o equivocados, no conducen a los verdaderos males que entonces afligían a los habitantes del país. Solo a modo de precaria aproximación de los mismos se pueden enumerar, de acuerdo al registro de ingresos que reproduce el doctor Enrique Laval, correspondiente al Hospital San Juan de Dios de Santiago446, los siguientes:
ahogos, aire, almorranas, asma, apostema, calentura, cólico, contuso, corrimiento, constipado, chavalongo, desintería (sic), dolores, ectico [fiebre, tal vez], empacho, “entró y no habló más”, escorbuto, esquilencia [debe ser esquinencia, esto es, anginas], estómago, fatiga, fiebre, fístola, flusión, gálico, garganta, golpe, gota coral, heridos, hidropesía, hora, lepidia, obstrucciones, oídos, parálisis, pasmo, pujos, pulmonía, puna, puntada, quebrado, quemado, reuma, resfrío, “sin diagnóstico”, tiricia, tumor y viruelas.
En la lista indicada, al compararla con la Cartilla del campo447, que en parte corresponde a un compendio de los saberes que debían conocerse para enfrentar diversas dolencias, se aprecia que tanto la ciencia —si se acepta al hospital de San Juan de Dios como representante de la misma— como los habitantes comunes y corrientes, al referirse a las enfermedades, estaban en condiciones de identificar algunas con cierta seguridad, como la sífilis, el chavalongo o la viruela; pero que también designaban como tales a las fiebres, fatigas, ahogos o dolores, sin capacidad para distinguir si estas últimas correspondían a síntomas de una dolencia seria o eran afecciones pasajeras. Respecto de las que se individualizan, dicho autor estableció que predominaban las siguientes:
Gálico (sífilis) | 38% |
Heridos | 12,5% |
Chavalongo (tifus) | 10,5% |
Puntada (tal vez neumonías y pleuresías) | 8% |
Viruela | 7,8% |
Pujos (que pueden corresponder a disenterías) | 5% |
Hidropesía | 2,5% |
El afectado por alguna de ellas, o por otras, estaba prácticamente indefenso. Los médicos, como se sabe, carecían de armas para atacarlas, y no existían remedios para mitigarlas. Si la enfermedad se presentaba en el campo, donde no habían facultativos, el paciente se veía obligado a visitar al compositor o al curandero, o, simplemente, recurrir a sus propios conocimientos —que mucho tenían que ver con las yerbas— para intentar sanarse o, al menos, aplacar los trastornos que padecía. En el caso de Santiago, donde sí los médicos ejercían la profesión448, da la impresión de que no tenían demasiada clientela. Su escaso prestigio social y profesional alejaba a los pacientes, los que preferían muchas veces, antes que solicitar sus servicios, echar mano a dichos medios curativos o paliativos. En una u otra situación lo habitual era que los enfermos se recuperaran en sus hogares. Solo los pobres buscaban muy a última hora refugio en los hospitales, donde se les atendía con la intención de procurar sanarles el cuerpo y el alma, entendiendo que el cuidado que se les prestaba de parte de los médicos y de las elites era una obra de caridad, inexcusable con los más necesitados.
Es cierto que con el correr del siglo XIX los médicos ganaron en reputación pública y profesional. Pero también lo es que su nueva situación no significó que la mayoría tuviera fe en su capacidad para curar, o creyera demasiado en las bondades de la ciencia. Los escasos resultados que conseguían449, como por lo demás lo comprobaba la alta mortalidad, les restaba credibilidad y contribuía a que conservara fuerza una suerte de estructura de larga duración: la generalizada convicción de que el origen de las enfermedades y, sobre todo, el de las epidemias, tenía más de algún vínculo con los pecados de cada cual o con las faltas de la sociedad, siendo el remedio de las mismas las plegarias, los sacrificios y los arrepentimientos. Esa certidumbre, que adquirió vigor durante la Edad Media450, siguió viva en América. Así, Juan de Zumárraga, en su Regla cristiana breve, explicaba que era preciso “atender primero los males del alma y después los del cuerpo” y censuraba las “reglas de Avicenas, […] muy contrarias muchas veces a las de Jesucristo nuestro redentor […], porque Avicenas y los de su profesión trabajan de curar el cuerpo y regalarle, y la ley evangélica tiene por fin curar el alma”. El médico, por lo mismo, no debía tratar a un enfermo sin que primero “reciba sus sacramentos” y como las “enfermedades del alma son causa de las del cuerpo”, y estas últimas correspondían a un “daño