VALPARAÍSO Y VIÑA DEL MAR
A la inseguridad de la bahía de Valparaíso para las embarcaciones —“tiene fama universal de ser uno de los peores que visitan las naves”, aseguró Alberto Fagalde en 1906174— se añadió el limitado espacio plano que podía utilizarse para la construcción de bodegas, almacenes y casas. La imagen que pudo formarse un viajero y naturalista alemán, Eduard Poeppig, al llegar al puerto a principios de 1827, no correspondió a lo que parecía “prometer su bello nombre”:
Paralelamente a la costa roqueña, y a apenas a una distancia de 200 pies de ella, se elevan por doquier cerros parados, con flancos a menudo perpendiculares como una muralla, y que dejan libre en su base, en la parte occidental de la bahía, un camino que solo está seco cuando baja la marea. En este reducido espacio se encuentra la única calle de Valparaíso, torcida y estrecha; una pequeña plaza inaparente y algunas callejuelas, que constituyen en conjunto lo que allá se llama, específicamente, el puerto o centro de todos los negocios175.
Y al desembarcar, Poeppig, que esperaba encontrarse con “lo curioso de las costumbres nacionales”, sufrió un nuevo desengaño:
Uno recorre la única calle que conduce al mercado, de insignificante apariencia. A ambos lados hay tiendas llenas con los productos de la industria europea, exhibidos en parte con igual buen gusto que en nuestras ciudades mayores. Alternan con las grandes bodegas de las casas comerciales británicas de primer rango y con las tabernas de los marineros, de las que salen sonidos que también se podrán escuchar en Londres o Hamburgo. Es cierto que, excepción hecha de las horas caniculares del mediodía, la gente se aglomera en esa calle de gran movimiento comercial, pero en su mayoría son extranjeros, y casi se oye hablar más la lengua de Inglaterra que los sonidos más sonoros de la península hispana. Los trajes nacionales desaparecen entre el vestuario para mí inexpresivo de la moda del norte de Europa, e incluso los puestos del mercado no ofrecen nada que recuerde las costas del Océano Pacífico176.
El teniente de la Real Armada británica, Hon. Frederick Walpole, se refirió a Valparaíso, hacia 1845, calificándolo como “el agujero más horrible de las costas del mundo”177. Sin embargo, precisaba que en los “barrios respetables” las casas eran “grandes y hermosas”, y que la ciudad había duplicado su extensión en 10 años. “Hacia el lado sur se está levantando, en forma muy rápida, una jurisdicción o arrabal hermoso y grande, llamado el Almendral”178.
La imagen que del puerto dejó una viajera austríaca, Ida Reyer de Pfeiffer, que estuvo en él durante algunas semanas en 1846, no difiere demasiado de las anteriores. Además del aspecto “aburrido y monótono”, le sorprendieron los “tristes cerros” a cuyos pies se hallaba la ciudad179.
Múltiples razones, ligadas a la falta de higiene, a la presencia de pordioseros —muchos autorizados para mendigar y llevando al cuello un rótulo con el nombre del municipio180—, marineros y prostitutas; a las quebradas, que con las lluvias invernales transportaban grandes caudales de lodo y piedras que se deslizaban por las laderas de los cerros; a los perros vagos, “salvajes como los que infestan las ciudades turcas”181, hicieron huir del reducido plano de la ciudad a sus habitantes, especialmente a los extranjeros182. Hacían especialmente ingrata la vida en el puerto los vientos del suroeste, que levantaban enormes polvaredas en las calles, cubiertas, según Ida Reyer de Pfeiffer, “con 30 centímetros de arena y polvo”183. Francisco Antonio Pinto, que decidió veranear en Valparaíso en febrero de 1857, no dejó de quejarse de “los vientos fuertes y fríos que reinan en la presente estación” y de “los malditos vientos que son intolerables”184. De la violencia de los fenómenos meteorológicos fue muestra la torrencial lluvia que cayó en diciembre de 1875 sobre el puerto cuando en él se encontraba el naturalista inglés Henry Nottidge Mosley. No solo se inundaron las calles, sino que las aguas llevaban tanto barro que las líneas de los tranvías quedaron sepultadas bajo dos pies de tierra185. Aunque la mayor amplitud del Almendral había permitido allí la existencia de casas y quintas de cierta extensión, los comerciantes ingleses y alemanes prefirieron habitar en dos colinas muy próximas a la sede de sus negocios: los cerros Alegre y Concepción. Ya desde el decenio de 1830 se iniciaron las obras de urbanización de esos cerros, con el pavimento y la apertura de calles y la canalización de los cauces que corrían por las quebradas. Las residencias, aisladas y con antejardín, le dieron a estos cerros un inconfundible aire anglosajón y sus propietarios vieron aumentar con rapidez el precio del suelo186. Anotó Ida Reyer que en el Cerro Alegre se encontraban las “más bellas quintas, con elegantes jardines y una vista al mar extraordinariamente hermosa”187. Para quienes estaban dispuestos a soportar viajes más largos, las grandes quintas de la subida de Las Zorras ofrecieron cómodas formas de vida semirrural188.
En los restantes cerros y en las quebradas se fueron instalando los sectores menesterosos, en deplorables condiciones higiénicas y con gran escasez de agua para el consumo doméstico. “Las chozas de los pobres son miserables”, anotó Ida Reyer, por lo que no mostró especial interés en conocer su interior, pensando que debía corresponder al exterior, “pero más tarde me sorprendí al ver no solo buenas camas, mesas y sillas, sino que a menudo elegantes y pequeños altares adornados con flores”. Y sus habitantes “estaban lejos de encontrarse mal vestidos”189. En las quebradas se habían alzado numerosos hornos de tejas y ladrillos, que contribuyeron a la desaparición de los arbustos que había en ellas para ser usados como combustible. Con esto se hizo irrefrenable el violento escurrimiento de aguas, lodo y piedras durante los temporales190.
Lugar de domicilio de compañías chilenas y extranjeras que intervenían en los negocios tanto en el país como en el exterior, Valparaíso había atraído a numerosos empresarios, comerciantes y empleados, y se convirtió en el centro de prósperos establecimientos mercantiles y fabriles. La llamativa presencia de foráneos le dio al puerto un sello del que carecía Santiago. Se estimó en 1827 en 20 mil el número