El incremento de la población en las provincias septentrionales como consecuencia de los requerimientos de mano de obra supuso un estímulo tanto para las actividades comerciales como para las agrícolas en Chile. Las primeras estuvieron dirigidas, en primer término, a suplir las necesidades de bienes básicos de la minería. La cal proveniente de Coquimbo, por ejemplo, tenía una segura demanda en Talcahuano153. En materia de alimentación se estableció un fluido intercambio con Tomé y Talcahuano para el abastecimiento de harinas, en tanto que las necesidades de charqui, grasa, legumbres, fruta seca y alcohol eran satisfechas por los valles de Atacama y Coquimbo.
El comercio al menudeo exhibió también un notorio repunte, como producto de una demanda en alza, aunque su desarrollo estuvo muy a menudo limitado por la carencia de circulante. El desarrollo de variados sistemas de crédito y la emisión de vales y fichas permitieron, en parte, suplir esas deficiencias. Era habitual la circulación de vales en los minerales, como ocurría en Condoriaco, mineral de plata próximo a Arqueros154, y en Quitana155.
Estos rápidos y notables cambios experimentados en Atacama y Coquimbo impulsaron modificaciones en la propiedad de la tierra y en los cultivos. En efecto, numerosos mineros y mercaderes, enriquecidos en la extracción y comercialización de la plata y del cobre, diversificaron sus inversiones y adquirieron tierras, ya sea en los valles de la región o, de preferencia, en la zona central156.
Debe advertirse que la necesidad de garantizar un adecuado abastecimiento a los yacimientos también impulsó el ingreso de los empresarios mineros a la actividad agrícola, la que, obligada a satisfacer las demandas de cientos y a veces de miles de operarios, llevó a la construcción de canales de regadío y de caminos, indispensables los primeros para aumentar y asegurar la producción y estos para extraer los frutos. Es posible que tal razón indujera a Miguel Gallo Vergara en 1828, antes de convertirse en el riquísimo minero de Chañarcillo, a adquirir el fundo Apacheta, en el curso superior del río Copiapó157. La compra de tierras en la zona central fue una tendencia sostenida de los mineros de las provincias del norte. Así, la familia Gallo adquirió en 1841 la hacienda Requínoa y, más adelante, las haciendas Gultro y Pichiguao, en la zona de Rancagua158. Todavía en 1880 un miembro de esa familia, Manuel Gallo Montt, adquiría las tierras de Manquehue, al oriente de Santiago159. José Santos García Sierra, natural de Combarbalá y minero de cobre y fundidor en Catemu, compró Vichiculén, en el valle del Aconcagua, y en 1875, al morir su cónyuge, heredó la hacienda un sobrino, José Letelier Sierra, también minero160. Este y su hermano Wenceslao compraron Aculeo a Patricio Larraín Gandarillas con el fin de aprovechar el bosque nativo para abastecer de combustible a una fundición de cobre161. Francisco Ignacio de Ossa Mercado, minero de Chañarcillo, fue dueño de las haciendas de Calleuque, Codao y Almahue, en Colchagua162. Ramón Subercaseaux Mercado, uno de los afortunados mineros de Arqueros, adquirió la hacienda de Pirque o Santa Rita, dividida tras su muerte en 1859 en seis hijuelas, más una chacra en el Llano de Maipo163. Hacia 1860 la hacienda de Machalí, en Rancagua, era propiedad del minero copiapino José Ramón Ossa Mercado.
Las modificaciones en la composición de las elites de Copiapó y La Serena fueron paralelas a otras protagonizadas por el bajo pueblo, de mucha mayor envergadura cuantitativa estas, pues significó el desplazamientos de grandes masas humanas hacia los establecimientos mineros, en torno a los cuales se improvisaron centros habitados, que desaparecían con el término de las faenas. Es lo que ocurrió con Arqueros, primero, y más adelante con Chañarcillo y Tamaya.
La imperiosa necesidad de contar con abundante mano de obra, base de una extracción minera muy primitiva y carente de elementos mecánicos que le asegurara mayor eficiencia, impulsó un vasto movimiento de trabajadores hacia los yacimientos de la provincia. Empleados como barreteros y apires, sus remuneraciones, aunque bajas, parecen haber sido superiores a las pagadas en el resto del país. Esto lo justificaba, por cierto, el durísimo trabajo físico que realizaban, en especial los apires. No está de más indicar que en 1866 se contabilizaron en Atacama 199 minas de cobre y 177 de plata en explotación164.
La escasez de operarios que se advertía a comienzos del decenio de 1850 obligó a la Junta de Minería de Atacama a poner en práctica una campaña para atraer a los posibles interesados, con el ofrecimiento de buenos salarios, puntualidad en el pago, alimentación y condiciones de estabilidad y seguridad. La Junta contó con agencias para enganchar a peones en Coquimbo, Valparaíso, Constitución, Talcahuano y Chiloé165. Pero el problema principal radicó no tanto en contratar trabajadores como en retenerlos166. Hay indicios de haberse practicado modalidades de retención de los trabajadores mediante las deudas en las pulperías167.
Sobre la forma de vida de los trabajadores los antecedentes disponibles indican, por una parte, la existencia de elevados salarios, como medio de atraer a la mano de obra, junto a deficiencias en materia de alojamiento y alimentación. Las malas condiciones sanitarias, agravadas por constantes epidemias de viruelas, que, por ejemplo, afectaron a la zona de Ovalle en 1839, 1863-1864, 1871, 1873, 1877-1878 y 1882, eran paliadas en algunos minerales con el establecimiento de lazaretos. Las enfermedades más habituales eran la difteria, la disentería y los cólicos, pero los mayores estragos obedecían a la tuberculosis168. Los accidentes del trabajo parecen haber sido numerosos, aunque se carece de información cuantitativa al respecto169. En los yacimientos coquimbanos los operarios ganaban, en promedio, 30 pesos al mes, con una ración consistente en una telera de pan, frejoles e higos secos. Cada tres o cuatro días el minero pedía un vale de dos o tres pesos para adquirir mercaderías en la pulpería del establecimiento. Cuando recibía su remuneración se dirigía a la placilla, “donde los salones llenos de vistosas damiselas, vestidas con trajes de diversos colores y con blanqueo o coloretes en la cara, esperan a los parroquianos, los que llegan pidiendo un vaso de ponche para refrescarse, y este vaso generalmente es un potrillo”170.
Sin embargo, el broceo de las minas o la reducción del precio de los minerales llevaba a la cesantía a los obreros, a quienes se les abrían pocas opciones: el retorno a sus lugares de origen, la emigración a los países vecinos o, simplemente, el vagabundaje. Son numerosas las denuncias de bandidaje en Atacama en el decenio de 1880, cuando ya habían concluido los ciclos de la plata y del cobre. En enero de 1886 el intendente de Atacama solicitaba al Ministerio del Interior fondos para establecer una patrulla rural en la zona de Freirina, por haber “muchos vagos en los caminos, lo que ha traído desconfianza de la gente para transitar por ellos”171. Y otra petición de auxilio extraordinario aludía con más detalle al problema: “La criminalidad