A partir de un análisis estadístico, Salomon y Grosboll observan «una fuerte implementación entre los seres humanos del sistema onomástico divino, durante y después de la cristianización» (Salomon & Grosboll, 2009, p. 18). Este sistema estaba organizado de manera simétrica para los géneros y de modo jerárquico según el orden de nacimiento de los hijos. Así, se establecían seis nombres para los hijos varones, desde el mayor hasta el menor —Curaca o Ancacha, Chauca, Lluncu, Sullca, Llata y Ami—, y una lista correspondiente para las hijas mujeres —Paltacha o Cochucha, Cobapacha, Ampuche, Sullcacha, Ecancha y Añacha o Añasi—. A partir de este examen, los autores descubren que los nombres de las deidades o huacas indígenas registrados en 1608 responden a principios onomásticos vigentes por lo menos desde 1530 y que este sistema se mantenía productivo en 1588; es más, encuentran que el uso de este sistema parece haberse intensificado alrededor de 1538. Una sorpresa importante del análisis es que el empleo de los nombres sagrados era muy desigual entre los sexos, pues muchos más varones llevaban en la «revisita» un nombre acorde con su orden de nacimiento. Sin embargo, identifican una contratendencia clave: si bien ninguno de los nombres femeninos anteriormente listados ocupó un lugar importante entre los más populares, otro nombre, mencionado en el manuscrito, fue el más común por amplio margen: Maclla (23,6% de las mujeres jóvenes y 24,8% de las adultas llevaba este nombre). Siendo Maclla la madre de las dos deidades principales de la mitología de Huarochirí —Pariacaca, la huaca masculina de las alturas y de las aguas, y Chaupiñamca, la huaca femenina de los valles y de la tierra—, la popularidad de este nombre habla de la necesidad de «compensar» de algún modo el poder perdido por el lado femenino de la sociedad andina después de la colonización hispánica. Los autores interpretan estos hechos así: «Es como si la población se hubiese mostrado renuente a asignar a las muchachas los nombres derivados de las huacas de mayor importancia que se encontraban aún vigentes y rodeadas de devoción. Pero en cambio daba a las hijas preferencia en la conmemoración del antiguo numen, fuente de todo lo divino en el pasado remoto» (Salomon & Grosboll, 2009, p. 47).
Se incluye el proyecto de Sisicaya en este recuento por dos razones básicas y una razón de fondo: el material con el que trabajan Salomon y Grosboll es un conjunto de hechos lingüísticos («artefactos», los llaman ellos, siguiendo una tendencia arqueológica). Este tipo de «artefactos» ha sido muy aprovechado en la lingüística andina, con lo que el trabajo gana representatividad para los fines de este recuento. Asimismo, al abordar su corpus, los autores tienen especial cuidado en tomar en cuenta enfoques propiamente lingüísticos, a partir de un conocimiento apropiado de las lenguas andinas, específicamente el quechua (no es la tendencia más frecuente entre los proyectos de investigación que implican cuestiones lingüísticas y que son desarrollados por arqueólogos y etnohistoriadores). La razón de fondo es que la pregunta que ellos se plantean integra intereses lingüísticos e históricos: les preocupa centralmente la interacción entre lenguaje, historia y cultura en los Andes coloniales; más específicamente, la forma como un sistema complejo de nombres se vincula con las respuestas de la sociedad indígena frente a la colonización. Encuentro pocos ejemplos que expresen con más claridad la aplicación a los Andes del proyecto de la sociolingüística histórica, si lo entendemos, como veíamos al inicio de este capítulo, como un espacio de interacción interdisciplinaria que busca aclarar las relaciones entre lenguas, variedades y fenómenos lingüísticos, por un lado, y la historia de los hablantes y sus poblaciones, por otro. Hay que mencionar, finalmente, que el enfoque etnológico y cuantitativo de Salomon y Grosboll (2009) ya había sido previamente aplicado con éxito y con preguntas similares al estudio de una región ecuatoriana multiétnica conquistada por los incas (1986). En ese antiguo proyecto, ellos ya habían podido enunciar con claridad la ventaja de los «artefactos» ofrecidos por la onomástica, en tanto registro involuntario de sistemas de categorización indígena que permite evitar los sesgos presentes en las declaraciones explícitas de los cronistas coloniales acerca de la cultura y la sociedad aborígenes.
Basado también en la integración entre onomástica, datos documentales e informaciones propiamente lingüísticas, Cerrón-Palomino (2013, pp. 203-220) ha estudiado el problema que supone identificar cuál fue la lengua oficial de los incas hasta el gobierno de Pachacútec, en el siglo XV de nuestra era, período que representa el apogeo del Imperio incaico. Para afrontar este problema, el autor parte del consenso en lingüística andina en torno a la difusión del aimara, idioma que habría tenido su origen en los Andes centrales para desplazarse en dirección sureste hasta alcanzar la región cuzqueña en tiempos preincaicos. De este modo, argumenta el autor, «al constituirse el señorío de los incas, el idioma natural del que se habrían servido los soberanos cuzqueños habría sido dicha entidad [el aimara], que más tarde adquiriría el estatuto de lengua oficial» (Cerrón-Palomino, 2013, p. 203). Esta propuesta —presente ya en trabajos previos, aunque en forma fragmentaria— se opone al tradicional planteamiento del «quechuismo primitivo», que supone que, habiéndose originado el quechua en el Cuzco, la lengua natural de los incas no habría podido ser otra que esta entidad idiomática.
Para defender el estatuto del aimara como lengua oficial de los incas hasta el gobierno de Pachacútec, Cerrón-Palomino analiza, en primer lugar, la toponimia de los Andes sureños, y se detiene sobre todo en la denominación de la propia ciudad del Cuzco y en el nombre de Ollantaitambo, uno de los principales sitios incaicos, ubicado en el Valle Sagrado, en la actual provincia de Urubamba. Para <Cuzco>, luego de recoger una narración reportada por el cronista Pedro Sarmiento de Gamboa sobre la fundación mítica de la Ciudad Imperial y contrastarla tanto con evidencia dialectal actual sobre variedades aimaras y quechuas periféricas como con la iconografía mítico-religiosa incaica, el autor propone el significado de ‘variedad de halcón’. Para <Ollantaitambo>, luego de separar el núcleo quechua <tambo> ‘mesón’ o ‘granero’ del modificador <Ollantay>, Cerrón-Palomino logra identificar los componentes aimaras de este último, aislando ulla– ‘mirar’, el sufijo direccional –nta– ‘hacia adentro’ y el localizador –wi (Ulla-nta-wi). Así, se deduce el significado de ‘mirador’ o ‘atalaya’ para un topónimo enteramente aimara, glosa que se aviene bien con la ubicación geográfica de la escarpada ciudadela incaica, cuyos restos arqueológicos, marcados por impresionantes andenes de piedra, se pueden recorrer hasta hoy. El componente Ollantay se relaciona con otros topónimos cuzqueños de importancia ritual, como los nombres de los nevados sagrados Lasuntay y Salcantay, que ahora se pueden interpretar, de manera muy directa, como palabras estructuradas desde la morfología aimara, pero con raíces quechuas: respectivamente, rasu– ‘nevado’ y sallqa– ‘puna’, con lo que tenemos las glosas ‘[lugar de] acceso a la puna’ y ‘[lugar de] acceso a las nieves’ (Cerrón-Palomino, 2013, pp. 207-211).
A la toponimia como evidencia de la cobertura aimara preincaica del territorio cuzqueño se suman las fuentes documentales, que incluyen las «Relaciones geográficas» del siglo XVI; la Doctrina Christiana, preparada por el Tercer Concilio Limense; y la Nueva Coronica, de Guaman Poma, fuentes que corroboran la presencia del aimara como antigua «lengua general» desde el antiguo «Guamanga» (hoy Ayacucho) hasta Chile y Tucumán, pero ya en competencia con el quechua chinchaisuyo diseminado desde la costa central del Perú (Cerrón-Palomino, 2013, pp. 211-213). Más ilustrativo que estas evidencias resulta el análisis de una canción triunfal de guerra que mandó componer el propio inca Pachacútec con el objetivo de celebrar su triunfo sobre los soras, un antiguo grupo étnico asentado en parte del actual territorio ayacuchano. El hecho de que la Suma y narración de los incas, de Juan de Betanzos (1987 [1551]), incluya