El problema que me propongo investigar se inscribe en un escenario geográfico y social en el que históricamente han convivido tres idiomas: el culle, el quechua y el castellano. Así, la segunda parte de este capítulo buscará resumir los planteamientos disponibles en la literatura acerca de la presencia de estas tres lenguas en los Andes norperuanos. En primer lugar, resumiré lo que se sabe sobre la lengua culle, luego abordaré lo que se ha avanzado en la literatura sobre la presencia del quechua en los Andes septentrionales, para finalmente resumir el escaso trabajo realizado sobre el castellano de esta región. Debo adelantar que me concentraré en los planteamientos formulados en trabajos académicos, especialmente los inscritos en la lingüística andina, sin tomar en cuenta como material de revisión las monografías provinciales y otras publicaciones regionales de divulgación, que ameritarían un examen aparte, con su propia metodología y objetivos. Quiero advertir, también, que, en diversas ocasiones, al hablar de «Andes norperuanos», me estaré refiriendo, tal vez de manera demasiado generalizadora, a la región conformada por las provincias cajamarquinas surorientales de San Marcos y Cajabamba, las provincias serranas de La Libertad y la provincia de Pallasca en el departamento de Áncash8. Sin embargo, al abordar la presencia del quechua, será inevitable hacer referencia al valle de Cajamarca, en la actual provincia de Cajamarca, y a la región andina del departamento de Lambayeque. A pesar de la excesiva generalización que esto supone pensando en el territorio peruano, la denominación «Andes norperuanos» permite excluir claramente del marco geográfico de esta investigación el corredor andino ecuatoriano, cuyo castellano muestra una identidad dialectal bien definida que no abordaré en este libro y que solo tomaré en cuenta, de manera esporádica, en el capítulo 4 y en la discusión final9. Al momento de formular las conclusiones dialectológicas, tendré, por ello, el cuidado de restringir mis generalizaciones al área geográfica mencionada, mediante la denominación más específica «castellano andino norperuano de sustrato predominantemente culle». No obstante, usar esta versión, más precisa y correcta, a lo largo del texto, muchas veces oscurecería la exposición.
En cuanto a la noción de «sustrato», la empleo para referirme a la lengua o conjunto de lenguas sobre el cual se impone un idioma dominante (en este caso, el castellano). Sin embargo, siguiendo la sugerencia de Zimmermann (1995) para el ámbito latinoamericano, reservaré este término para las lenguas extintas y no lo aplicaré para aquellos idiomas indígenas que están en contacto actual con la lengua dominante. Este último es el caso del quechua y el aimara en el centro y el sur del Perú, para los cuales se utilizará el término «adstrato»10. Sin embargo, entiendo que, en el área estudiada, el quechua, al ser una lengua extinta, forma parte del sustrato, de la misma manera que el culle; hablaré, en este caso, de un «sustrato complejo». Los efectos de sustrato son un tipo de cambio inducido por el contacto en el pasado; más específicamente, un cambio motivado por la sustitución (shift-induced change), en la terminología de Thomason (2001). De este modo, con el fin de distinguirlo de desarrollos «internos» en la lengua dominante, empleo dos de los criterios sugeridos por Thomason (2001): por un lado, la existencia de estructuras paralelas entre la lengua fuente (o de sustrato) y la lengua receptora y, por otro, la inexistencia del supuesto efecto de sustrato en la lengua receptora antes de que entrara en contacto intenso con la lengua fuente. Así, en este estudio, la comparación interdialectal con otras variedades del castellano será muy útil.
Otra precisión terminológica es necesaria antes de empezar este capítulo, y concierne al hecho de que al referirme a «los Andes» en general, estaré aludiendo a un espacio geográfico-cultural al que la literatura suele referirse con más frecuencia como «los Andes centrales», y que incluye, en primer lugar, el sistema montañoso que recorre la sección occidental de Sudamérica a lo largo de tres países —Perú, Ecuador y Bolivia—, pero que, por razones histórico-culturales, alcanza, además de la cordillera, la costa y los piedemontes orientales de los mencionados tres países, con proyecciones claras hasta el norte de Chile y el noroeste de Argentina (Gade, 1999, pp. 33-35). La moderna jurisdicción política nacional del Perú me permitirá referirme con más comodidad, a lo largo de este estudio, a «los Andes sureños y surcentrales» de este país en oposición a «los Andes norperuanos». La primera denominación comprende la región histórico-cultural asociada a la cadena montañosa desde el departamento de Huancavelica por el norte hasta los departamentos de Puno y Tacna por el sur, mientras que con «Andes norperuanos» me referiré al territorio comprendido desde el norte del departamento de Áncash por el sur hasta el departamento de Cajamarca por el norte. De este modo, las indicaciones Sur, Norte y Centro deberán entenderse en este libro como referencias a una subdivisión nacional interna dentro del espacio tradicionalmente denominado «Andes centrales».
Notas sobre dialectología, sociolingüística y estudio del contacto de lenguas en el Perú
El interés por la variación regional de las lenguas es tan antiguo como el ser humano, pero el inicio de su estudio sistemático y pormenorizado puede ubicarse en el siglo XIX (Britain, 2010, p. 127), con la consolidación de la geografía lingüística como subdisciplina. Las técnicas y categorías tradicionalmente usadas por esta subdisciplina incluyen la representación gráfica de la variación lingüística a través de mapas y la noción de «isoglosa» entendida como una frontera que permite demarcar áreas dialectales. Estas técnicas llegaron a América para cobrar un desarrollo especialmente intenso en países como Colombia y México. En Colombia, José Rufino Cuervo (1907) inauguró, con Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano, una tradición de estudios filológicos serios con un claro horizonte dialectológico que, aunque, para algunos autores, no llegó a plasmarse del todo, dejó el camino abierto para el estudio sistemático de la variación regional (Guitarte, 1983). Otros, de manera más entusiasta, consideran a Cuervo como el fundador de la dialectología hispánica, hasta el punto de que Carrión Ordóñez afirma que él «representa para la dialectología castellana el equivalente de Diez para la romanística y el de Bopp para los estudios indoeuropeos» (Carrión Ordóñez, 1983a, p. 159). La creación del Departamento de Dialectología del Instituto Caro y Cuervo, en 1948, brindó el marco institucional apropiado para el surgimiento de un conjunto de trabajos descriptivos sobre los castellanos colombianos bajo el impulso de Luis Flórez (Montes Giraldo, 1996, p. 134). Esta dinámica desembocó en la preparación del Atlas Lingüístico-Etnográfico de Colombia (ALEC), publicado en seis volúmenes, «que muestra la distribución de 1500 fenómenos léxicos, gramaticales y fonéticos registrados en 261 localidades», además de haber recogido amplia información cultural asociada a la variación dialectal, lo que pone a Colombia en «una situación privilegiada dentro del conjunto de países americanos» (Fontanella de Weinberg, 1993, pp. 128-130 y 200). Posteriormente, la contribución colombiana al proyecto internacional del estudio coordinado de la llamada «norma lingüística culta» culminó, a diferencia de otros países, con la publicación de una serie de materiales sobre distintos rasgos caracterizadores de las principales variedades regionales colombianas (Montes, 1996, p. 134), lo que añadió profundidad al análisis ya avanzado por el ALEC11.
En México, el desarrollo de la dialectología se produjo principalmente en la
segunda mitad del siglo XX. También en este caso un factor impulsor fue la elaboración de un atlas, el Atlas Lingüístico de México, que atendió tanto a la variación geográfica como social, al distinguir los datos recogidos en función de los estratos sociales. Fontanella de Weinberg resalta, además, el hecho de que el proyecto interamericano sobre la «norma culta» tuvo en México un desarrollo especialmente intenso, dado que su director fue Juan M. Lope Blanch, quien ya había hecho avances significativos, desde la década de 1960, en la descripción dialectal del castellano mexicano (por ejemplo, Lope Blanch, 1964), aunque su comprensión del contacto entre el castellano y las lenguas indígenas, reacia al reconocimiento de cualquier influencia de estas últimas sobre el primero, ha sido minuciosamente criticada por Zimmermann (1995). También en México parece haber tenido un papel clave el aspecto institucional, con la fundación, en 1967, del Centro de Lingüística Hispánica, hoy Centro de Lingüística Hispánica Juan M. Lope Blanch, de la Universidad Nacional Autónoma de México (Fontanella de Weinberg, 1993, pp. 128, 177 y 215). No se debe olvidar la temprana publicación de trabajos descriptivos sobre léxico,