En el Perú, el enfoque dialectológico y el interés por la variación diatópica del lenguaje no se implantó con el mismo ímpetu ni la misma profundidad. Si nos fijamos en la lexicografía de fines del siglo XIX, la cobertura del Diccionario de peruanismos, de Juan de Arona (1938), se centró en Lima, pues se enfatizan los limeñismos y las voces de uso más general, pero quedan de lado la Amazonía y el conjunto de ciudades de los Andes, salvo Arequipa, que era tierra natal del padre de Arona; Moquegua, a la que Arona también estaba ligado por razones familiares; Cañete, donde se ubicaba la hacienda familiar, y, muy esporádicamente, Tarma (Tauzin & Castellanos, 2015; Carrión Ordóñez, 1983a, p. 150). De este modo, con todas sus virtudes, la obra fundacional de la lexicografía peruana no recogió el ambicioso proyecto de abarcar las voces «municipales en las más provincias del Perú» que algunos de sus antecedentes se habían propuesto, en particular, el «Diccionario de algunas voces técnicas de mineralogía y metalurgia», preparado por la Sociedad de Amantes del País y publicado en el primer volumen del Mercurio Peruano (Carrión Ordóñez, 1983a, p. 157). Ricardo Palma, por su parte, legó en sus Neologismos y americanismos, de 1896, y en sus Papeletas lexicográficas, de 1903, un conjunto de avances lexicológicos que tienen, a decir de Rivarola, el valor de ser «obra de un excelente literato y estilista, aficionado a asuntos gramaticales y léxicos, pero no de un filólogo» (Rivarola, 1986, p. 38). Se deberá esperar hasta Peruanismos (Hildebrandt, 1969) y hasta el estudio de Carrión Ordóñez sobre las voces recogidas en Arequipa por el sacerdote Antonio Pereira y Ruiz (Carrión Ordóñez, 1983b) para que el Perú alcanzara la madurez lexicográfica (Rivarola, 1986, p. 38).
En cuanto a la tarea dialectológica propiamente dicha, recién a mediados de la década de 1930 se publicó una primera propuesta de zonificación del castellano del Perú sobre la base de datos propios: Benvenutto Murrieta, en 1936, planteó que el territorio peruano se podía dividir en cuatro zonas, tomando en cuenta la fonología: la región del litoral norte; el litoral centro y sur; la región serrana, que comprendía el litoral sureño; y la región de «la montaña» o la selva. Rivarola afirmó que «su propuesta obedecía a una intuición parcialmente acertada, pero carecía de sustentación» (Rivarola, 1986, p. 31); de hecho, en términos geográficos, es bastante equivalente a la zonificación posterior de Alberto Escobar (1978). Con todos los aciertos y avances que supuso El lenguaje peruano, se debe mencionar que, además de la falta de fundamento lingüístico que Rivarola menciona, dicha zonificación no estuvo basada en una recolección directa del material lingüístico en el campo, sino principalmente en contactos epistolares y en el testimonio siempre indirecto de las obras literarias. Así tenemos muchas veces, a lo largo de la obra, impresiones lingüísticas mediadas por la percepción de los corresponsales de Benvenutto, algunos de ellos profesores e intelectuales regionales de indudable conocimiento, pero que entregaban informes inevitablemente mediados por sus propias categorías y su ubicación social en el entramado regional. De cualquier forma, la obra de Benvenutto Murrieta ha sido considerada con justicia en un panorama historiográfico reciente como «un giro descriptivo» en la caracterización del castellano peruano (Heros, 2012, p. 84).
Una revisión de la minuciosa bibliografía preparada por Carrión y Stegmann (1973) muestra que hasta principios de la década de 1970 no se presentó, después del planteamiento de Benvenutto Murrieta, una propuesta de zonificación alternativa del castellano del Perú que aprovechara los enfoques y categorías de la dialectología o de la geografía lingüística. Aunque el Instituto Superior de Filología y Lingüística de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM) se había fundado en 1936 y, en 1947, habiendo retornado de Buenos Aires, Luis Jaime Cisneros había creado el Seminario de Filología en el Instituto Riva-Agüero de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), los intereses de ambos equipos no se orientaron centralmente hacia la descripción dialectal. Las secciones universitarias de lingüística se crearon oficialmente recién en 1970. En la UNMSM se formó el Departamento Académico de Lingüística y Filología a partir del instituto antes mencionado, que, durante unos breves años de transición, a fines de la década de 1960, había inscrito los cursos del área en la sección de literatura. En la PUCP se creó el mismo año la sección de Lingüística y Literatura, que formaba parte, como hasta ahora, del Departamento de Humanidades. Paralelamente, sin embargo, empezaba a tomar cuerpo un interés por las cuestiones del idioma fuera del ámbito académico, en el marco político e ideológico del gobierno militar de Juan Velasco Alvarado.
En 1972 se creó, en el Ministerio de Educación de ese gobierno, el Instituto Nacional de Investigación y Desarrollo Educativo (Inide), con el filósofo y educador Augusto Salazar Bondy como director, «con miras a promover la investigación científica y tecnológica de la Educación y editar textos especializados» (Ministerio de Educación del Perú, 2012). En este contexto, se inició el proyecto «El lenguaje del niño hispanohablante», destinado a conocer la base lingüística con la que contaban los menores de siete años en diferentes ciudades del país para, con este fundamento, producir textos más apropiados para su realidad lingüística y cultural. Aunque el proyecto no tenía entre sus objetivos la descripción dialectal, sino principalmente fines pedagógicos, dio lugar a estudios clásicos sobre el castellano infantil de los Andes y, a partir del amplio material recabado, generó acercamientos descriptivos no solo al léxico regional (Minaya, Abugattás & Cuba, 1978) sino también a la variación fonológica (Mendoza Cuba, 1976) y sintáctica (Minaya con Kameya, 1976). Aunque por provenir de niños de siete años, cuya competencia lingüística no se halla necesariamente consolidada, este material fue mirado siempre con recelo como evidencia para proponer generalizaciones dialectológicas (Rivarola, 1986, p. 33), era la primera vez que se aplicaban, a partir de datos recogidos en el campo, conceptos básicos de la dialectología estructural, como la idea de que la zonificación dialectal debe basarse en un limitado número de isoglosas entendidas como fronteras entre rasgos sistemáticos, permanentes y de considerable abstracción, como había estipulado Rona (1964) para el ámbito hispanoamericano. En el nivel fonético-fonológico, Mendoza (1976) identificó, por ejemplo, la manera de aplicar este principio, más allá de los repertorios de fonemas y variantes fonéticas, atendiendo a las diferencias en la base articulatoria de los distintos castellanos investigados, como ha resaltado Arrizabalaga (2010). Rivarola también reconoció que el estudio de Mendoza había «sacado a luz numerosos fenómenos de gran interés» y afirmó que «tendrá que ser punto de referencia para investigaciones ulteriores» (Rivarola, 1986, p. 33).
Ahora bien, a inicios de la década de 1970, se encuentra paralelamente, en las lenguas indígenas peruanas, en particular en el quechua, un elemento simbólico desatendido por las generaciones previas. Así, junto con la reivindicación de las demandas campesinas y la implementación de la reforma agraria por parte del gobierno militar —representadas icónicamente por el rostro de Túpac Amaru—, en el ámbito académico se produjo una serie de estudios gramaticales y lexicográficos enfocados en el quechua, que culminaron, como resultado de un esfuerzo conjunto con el Instituto de Estudios Peruanos y con el lingüista Alberto Escobar como director del proyecto, en la publicación de doce diccionarios y gramáticas que ofrecieron un panorama amplio y detallado de la diversidad dialectal de esta familia lingüística12. Este conjunto de publicaciones permitía profundizar los avances realizados en la investigación de la dialectología histórica del quechua por parte de Parker (1963) y Torero (1964, 1968, 1972 y 1974) desde la década de 1960. Los trabajos de estos dos autores supieron combinar la descripción dialectal con una reflexión histórica de largo plazo y con el establecimiento muchas veces de conexiones ambiciosas con los datos arqueológicos sobre las formaciones sociales prehispánicas. Esta tendencia teórica de trabajar