A partir de la caída de Wilde, mi vida se ha desarrollado en condiciones que no le deseo a nadie. ¡Desde entonces he tenido que estar combatiendo siempre la pérfida insinuación que no dejaba de abrirse paso, secretando en la sombra, sobre mi honor, su odioso veneno!
En muchas ocasiones he tenido que adoptar medidas legales costosas, con el sencillo objeto de defenderme. Por lo general, las partes contrarias no eran sino testaferros, quienes, luego de que recibían la citación del juzgado, salían del paso presentándome excusas serviles o afirmando que no habían tenido jamás intención de decir lo que habían dicho. Yo he procurado siempre abstenerme de todos esos procedimientos judiciales, salvo en caso de absoluta necesidad. ¿Hice bien? Es asunto mío.
Al principio parece fácil refutar la calumnia. Solo aquellas personas que han sido blanco de diatribas abominables saben que no es así. Aparte de los muchos imbéciles “garrapateadores” que, sin el menor escrúpulo, se han dedicado a difamarme, he tenido también que defenderme, y durante años, de esas personas que tenían cartas que vender o que publicar y se hallaban dispuestas a entregar sus documentos y sus informes confidenciales a cambio de unas monedas. Yo me he limitado siempre a despreciar a esa ralea, que no ha podido sacarme un céntimo. Más tarde, un tal míster Arthur Ransome —que no sabía que yo conocía a Wilde y a quien yo tampoco conocía— tuvo el descaro de afirmar en un libro, presentado como un estudio familiar sobre Wilde, que este atribuía su infortunio a mi influjo, añadiendo que yo había vivido a sus expensas desde la época de su excarcelación, dejándolo luego en el más completo desamparo en cuanto se le acabaron los recursos. Esa fue la causa de que yo me querellara por difamación contra Ransome, sus editores y el Times Book Club.
Mi acción dio por resultado que los editores retiraran de circulación el libro de Ransome, dejando —lo mismo que al Times Book Club— que se defendiera él solo como pudiese. El jurado dio la razón a los defensores en el primer punto; pero declaró que su segunda acusación, a decir verdad, no era tal. Quizás les resulte interesante a las diversas partes de la causa saber que ése era exactamente el fallo que yo preveía. No está demás hacer notar que los pasajes difamatorios que yo objeté han sido suprimidos en la segunda edición. Míster Justice Darling y los abogados de la defensa no hacían sino preguntarse qué motivos podían haberme impulsado a apelar a los tribunales. El Consejo de la defensa dio lectura a una carta que Wilde me había escrito mucho antes de su detención y a otras escritas por mí. El juez, los abogados defensores y el jurado dieron muestras de creer que yo no me hubiera querellado de haber estado al tanto de la existencia de tales cartas. Pero se equivocaban; no solo conocía perfectamente su existencia sino que, antes de iniciar la causa, no faltó quien me advirtiera que mis enemigos iban a presentarlas en mi cargo y que en el banco de los testigos iba a quedar sencillamente lapidado. ¡Y me ofrecí a la lapidación como un corderito, con gran asombro de míster Justice Darling!
En el curso de las siguientes páginas expondré mis relaciones con Oscar Wilde. No pretendo escribir una defensa ni una apología. Pero tengo empeño en decir —en interés del público y por el bien de la posteridad— 1a verdad sobre Wilde, su carácter y sus escritos. Lo hago tanto por Wilde como por mí.
Durante su estancia en Reading le dieron licencia para servirse de una pluma, y parece que, para entretener las largas y lúgubres horas de su cautiverio, juzgó conveniente ponerse a escribir, encabezando con mi nombre unas ochenta mil palabras. Parece también que después de terminado el manuscrito, me enviaron una copia por correo... La mitad de esa copia se ha publicado, bajo la égida de míster Robert Ross, y el mundo entero la conoce hoy con el nombre de De Profundis. Esa obra no necesita comentario alguno. No ocurre igual con la parte inédita que, a decir verdad, no es más que una violenta requisitoria contra mí. No tuve en mis manos copia de ese libelo sino poco antes del proceso Ransome. Hasta entonces ignoraba completamente su existencia. En el expediente de la causa se supo que aquel cúmulo de morbosas injurias había sido entregado por míster Ross a las autoridades del Museo Británico, como regalo hecho a la nación, pero que no podría hacerse público hasta después de 1960, es decir en una época en que, probablemente, nadie de nosotros quedaría con vida18.
Es lamentable, en interés del propio Wilde, que míster Ross no haya comprendido hasta qué punto hubiera sido preferible destruir un escrito del que el propio míster Darling declaró que no puede redundar sino en descrédito de su propio autor. En cuanto a saber si ese manuscrito me pertenece, constituye un problema jurídico. Yo he pedido, pero infructuosamente, su restitución al Museo Británico. Es posible que el “regalo a la nación” de míster Ross se conserve, a buen recaudo de curiosos, en los legajos del Museo Británico hasta 1960.
He aquí el regalo que yo les hago a míster Ross y a los admiradores de Wilde. Todo el mundo puede abrirlo y enterarse de su contenido, desde hoy mismo y estando yo con vida. El gesto de míster Ross —si verdaderamente el Museo Británico ha de revelar, después de mi muerte, el contenido del manuscrito—, no surtirá más efecto que deshonrar al propio Wilde.
17. “Presumido”. En francés, en el original.
18. Tal como expresa Douglas, el original fue donado por Ross al Museo Británico en 1909 con la condición inapelable de que no fuera presentado al público hasta cumplidos los cincuenta años de la entrega. Como ya dijimos, cuando en 1960 el manuscrito fue revelado al público fue posible establecer que la copia dactilografiada contenía cerca de cien discordancias.
Capítulo I
Oxford
Al salir de Winchester, donde había ganado el steeplechase19 de la escuela y publicado un diario titulado The Pentagram —que fue, dicho sea de paso, la única de mis fantasías literarias que me ha redituado algo—, ingresé, según costumbre, en Oxford. Me matriculé en el Magdalen College y continué estudiando en la Universidad por espacio de cuatro años.
En aquella época, lo mismo que hoy, Magdalen era considerado como el colegio de moda. Wilde no perdía jamás ocasión de recordar que había estado allí. “Cuando yo estaba en Oxford...”, escribía a cada rato. Y en la conversación solía decir, todavía con más frecuencia: “Cuando yo estaba en Magdalen…”. Y, sin embargo, en mis tiempos Magdalen no tenía nada de extraordinario. El recuerdo que conservo de la vida que llevaba allí me resulta agradable, más que nada por haber disfrutado de la compañía de mi amigo, el difunto vizconde de Encombe, cuya prematura muerte, a los 28 años, me había causado profundo pesar. Por lo demás, en Oxford trabé amistad con cuantas personas gozaban de alguna reputación. Entre ellas figuraba míster Warren, actual presidente del Magdalen y del que recuerdo su barba negra y la amabilidad y solicitud que empleaba con todo el mundo. Era un profundo admirador de Matthew Arnold, cuya poesía me incitaba a estudiar e imitar. Profesaba también un imprevisible entusiasmo por las obras de John