Cuando empezaba a ser el amigo íntimo de Oscar Wilde, mi madre, que sentía por él una aversión instintiva, le escribió a míster Warren preguntándole si consideraba a Wilde como alguien con el cual yo pudiera trabar amistad sin peligro. El presidente le contestó, en una larga carta, haciéndole el más cumplido elogio de Wilde y poniendo por las nubes su talento y sus éxitos como estudiante y como escritor. Añadía, además, que yo podía considerarme dichoso de que una personalidad tan eminente se hubiera fijado en mí. Insisto sobre el particular no con ánimo de censurar indirectamente a míster Warren sino con el fin de que los lectores vean de qué reputación gozaba Wilde por aquella época, entre las eminencias de la Universidad.
Allí conocí también a Walter Pater20, al que me presentó Oscar Wilde la primera vez que vino a verme a Oxford. Wilde tenía en altísimo concepto a Pater y hablaba siempre de él con mucho respeto, como del primer prosista contemporáneo. Yo me esforzaba por estimar también a Pater, que personalmente me mostró siempre mucha deferencia; pero carecía del don de la conversación y a veces solía estar sentado durante horas sin soltar más que alguna frase sin importancia. Aparte esto, no he podido sentir por su tan cacareado estilo más que una parca admiración; siempre me pareció artificioso, presuntuoso y rebuscado; en una palabra, particularmente antipático.
Más grato me resulta evocar a míster (luego reverendo doctor) Bussell, amigo íntimo de Pater en Brazenose, pues era un músico consumado y profesaba culto por Haendel y Bach, lo que lo hacía muy simpático.
Inmediatamente después de Encombe, mi mejor amigo entre los estudiantes era el poeta Lionel Johnson21, un muchachito delgado, con la cara más agraciada y el corazón más bueno de toda la Universidad. Hablábamos de poesía —hacíamos versos en colaboración—, y Johnson fue quien me presentó a Wilde. Este último empezaba entonces a darse a conocer como literato. Había dejado atrás el esteticismo y acababa de escribir Intenciones y El retrato de Dorian Gray. Estaban ensayando su primera obra de teatro: El abanico de lady Windermere.
Un día de asueto, Johnson me llevó a casa de Wilde —Tite Street—, y fue en la mesa, durante la comida, cuando empezó esa amistad que había de serme tan funesta. Sea por lo que fuere, aquella noche Wilde hizo por mostrarse ingenioso lo que después no hizo en toda su vida. Aguzó tanto su ingenio y con tan evidente afán de no desperdiciar un solo efecto, que yo, que había ido allí con la disposición del admirador ciego, cuyo entusiasmo literario —rayano en el más craso infantilismo— llega a divinizar el objeto de su admiración, salí profundamente desilusionado, con la impresión de haber asistido a una farsa y haberme encontrado en presencia de una celebridad postiza.
Sin embargo, luego lo traté más y comencé a comprender, o por lo menos creí comprender, su actitud. No tardé en notar en él un continuo sarcasmo y entendí que no había que tomarlo muy en serio, pues, lejos de expresar su verdadero pensar, no se proponía otra cosa que decir frases originales, profundas o ingeniosas, pero sin pizca de sinceridad.
Más adelante descubrí que tenía conciencia no solo del valor de sus frases sino también del valor de las de los demás. Suponiendo que éste o aquél hubieran tenido una ocurrencia aguda, por ejemplo, el lunes, en el almuerzo, ya podía estar seguro de verla incluida por Wilde, al otro día, en el ensayo garrapateado aquella mañana con ayuda de algunos whiskies con soda y un ilimitado número de cigarrillos.
Debo confesar, sin embargo, que al poco tiempo de conocerlo ya me resultaba muy simpático, interesante y amable. Respiraba humor y amaba lo bello. Era hombre de una cultura prodigiosa; hablaba con igual maestría inglés y francés, y tenía una voz agradable y un lenguaje exquisito. ¡Brillaba muy por encima de la mayoría de los hombres de genio, o que pasan por tales!
En el transcurso del segundo año que pasé en Oxford publiqué en el Oxford Magazine, diario oficial de la Universidad, cierto poema que hubo de agradarle a todo el mundo menos a mí, y me valió una larga carta de elogios y parabienes del buenazo de míster Warren. Siento no tener a mano esa epístola, que de otra suerte quizás cediera a la tentación de transcribirla, aunque solo fuera para convencer a la Universidad de Oxford de que puedo dármelas de poeta. Fue aquel el primer poema de gran vuelo escrito por mí; hoy forma parte de la Ciudad del alma. También era colaborador de un diario de estudiantes llamado The Spirit Lamp, que pertenecía a alguien cuyo nombre no recuerdo y que vino a verme un día para explicarme que renunciaba a seguir publicándolo y que estaba dispuesto a cederme su propiedad, si lo deseaba, con tal de que me comprometiese a respetar lo que él, tímidamente, llamaba su alta tradición, y a poner en el empeño todas mis capacidades. Yo me comprometí a todo lo que el pobre chico quiso, y me quedé con The Spirit Lamp, A partir de aquella fecha se publicaron, bajo mi dirección, seis o siete números, cuyos ejemplares, raros hoy, se cotizan en el mercado a un precio considerablemente superior al original22. No tengo gran aprecio por mis producciones personales, aunque entonces fueran objeto de calurosa admiración por parte de esa clase de personas que prodigan a todo el que empieza una entusiasta admiración. Lo cierto es que tuve el honor de publicar en esa hoja algunos de los más bellos versos de Lionel Johnson y varias crónicas del difunto John Addington Symonds. También Wilde me ayudó con su colaboración, dándome, entre otros, sus poemas en prosa “El discípulo” y “La casa del juicio”, y un soneto, que considero el mejor de cuantos hiciera en su vida. Por aquel tiempo Wilde solía venir a Oxford con frecuencia, y más de una vez fue mi huésped en e1 piso de la calle Haute, que yo compartía con mi amigo lord Encombe.
Aunque durante toda mi carrera de estudiante me haya interesado vivamente por la poesía y las bellas letras en general, no pertenecía a ninguna escuela ni pensaba seguir la profesión de escritor. Mi apellido y mis tradiciones familiares me destinaban a la parte deportiva y mundana de la vida universitaria, antes que a un esfuerzo literario serio y continuo. Yo preparaba mis exámenes con amable negligencia, dedicándome, para romper la monotonía de los estudios obligatorios, a la equitación y al remo, frecuentando también las pruebas hípicas —por lo menos cuantas tenían lugar en un perímetro bastante cercano a lo que míster Ruskin llama su alma mater. Al mismo tiempo, toda la Universidad conocía mi vocación lírica y tenía fe en mi porvenir de poeta.
Nadie ignora que no hay estudiante capaz de hacer versos mediocres que no tenga la obligación moral de disputar el premio Newdigate. Muchas veces mis amigos me habían animado a concurrir a ese certamen, solo que ninguno de los temas propuestos, durante los tres primeros años de mi estancia en la Universidad, me había inspirado nada.
Si no me equivoco, fue un poema sobre Tombuctú lo que le valió a Tennyson ese premio. Pero semejante tema —interesante, no lo niego—, ¿qué puede sugerir a un poeta? A mi juicio, por lo menos, no excita el lirismo ni la imaginación, y, como acabo de decir, tampoco ninguno de los impuestos tres años seguidos despertaron en mí la menor emoción poética. Pero el cuarto año, el tema propuesto fue san Francisco de Asís y entonces supe que mi hora había llegado. Anuncié a mis camaradas que pensaba participar en el torneo, e inmediatamente me puse a trazar el plan del poema. Una noche, de sobremesa, hablé del asunto con Encombe, delante de lord Warkworth —luego conde de Percy—, que estudiaba a la sazón en Christchurch. Este declaró que iba a concurrir también al certamen, añadiendo que yo no podía hacerlo por hallarme en el cuarto año. Se ofreció entonces a enseñarme los estatutos, pero por desgracia no los tenía a la mano. Yo creí como artículo de fe lo que me dijera Warkworth, pensando que, de no estar muy seguro, no se habría arriesgado a afirmar aquello de modo tan categórico, y me olvidé de san Francisco. Lord Warkworth se llevó el premio Newdigate, y hasta después de su victoria no me enteré de que aquella famosa disposición era una solemne mentira. No pretendo poner en tela de juicio la buena fe de lord Wackworth, pero siento no haber consultado yo mismo los estatutos, pues,