El proceso de Old Bailey duró ocho días. Desde el primero salió para mí de maravillas. Después de que sir Ernest Wild K. C. —hoy registrador en Londres— abriera fuego con un discurso en favor de Ross, pintándome con los más oscuros colores, el jurado hizo sentar a Ross en el banquillo. El interrogatorio al que lo sometió Comyns Carr fue tan sensacional como el de Wilde por Carson. A partir de entonces ya tenía ganado el proceso. El presidente del jurado me contó después que todo era tan claro, que é1 y muchos de los jurados hubieran firmado, a renglón seguido del interrogatorio de Ross, un veredicto de inocencia a mi favor. Sin embargo uno de ellos —el mismo que ocasionó la disconformidad del jurado— no adhirió a tal propuesta, de suerte que prosiguieron las declaraciones. Yo mismo me senté en el banquillo y aguanté un interrogatorio de sir Ernest Wild que duró varias horas, aduciéndose en mi contra las cartas que me fueron robadas. En honor a la verdad, debo decir que surtieron muy poco efecto. Desde entonces han sido presentadas dos veces, una en el proceso Pemberton Billing, cuando yo apreté fuerte y ayudé a ganar el veredicto, y la otra en mi proceso contra el Evening News, en 1921, por haberme difamado diciendo que tenía “signos marcados de degeneración”, durante el cual fui interrogado por sir Douglas Hogg, el procurador general, por espacio de seis horas, obteniendo entonces un veredicto a mi favor y una declaración del jurado expresando la opinión de que sacar a relucir continuamente esas cartas resultaba desdichado y que debían devolvérmelas o destruirlas.
Testigo tras testigo, todos depusieron en forma terminante contra Ross, y el juez, míster Justice Coleridge, arremetió contra él en forma cortés aunque tremenda.
En realidad, los cargos que yo había formulado contra Ross —cargos específicos con indicación de nombres de las víctimas, fechas y toda clase de pormenores— quedaron plenamente probados. El testimonio del inspector West, con veinticinco años de servicio en Scotland Yard y Vine Street, hubiera resultado suficiente para justificar mis acusaciones. Dicho inspector, que compareció ante el tribunal por su propia iniciativa, juró que en su calidad de detective —durante quince años patrulló por las inmediaciones de Vine Street (Picadilly, etc.), por las noches— “conocía a Ross como compañero habitual de sodomitas y de individuos dedicados a la prostitución masculina”.
Sin embargo, el jurado, después de estar reunido unas tres horas, volvió a la sala y declaró que no podía dictar veredicto, de modo que quedé nuevamente en libertad bajo fianza, con obligación de comparecer en las próximas sesiones. Al retirarme de la sala me encontré con nueve miembros del jurado, incluso el presidente, esperándome afuera. Me expresaron su profundo pesar por el resultado y me dijeron que era debido a que uno de los jurados se había negado a que se dictara veredicto contra Ross. Pero todos me dieron la mano y me felicitaron. Añadieron que al principio estaban contra mí, pero que luego quedaron sorprendidos al ver cuánto derecho me asistía y qué distinto era yo de cómo me habían imaginado.
A todo esto, los periódicos de Londres no habían querido decir palabra de este sensacional proceso. En vez de aquellas columnas y más columnas que dedicaron al proceso Ransome, cuando salí perdiendo, ahora apenas le dedicaban una media columnita o a lo sumo unas cuantas líneas. El público se quedaba en ayunas de lo sucedido, y míster Blumenfeld, director del Daily Express, al quejarme del modo vergonzoso como me habían tratado en su periódico, me dijo que aquello no era debido a prejuicio u hostilidad hacia mí ya que, según decía, “hablando en serio, yo no tengo la menor idea de cómo ni por qué ha salido usted absuelto ni de por qué ha sido imputado”.
Pero el Relato de este proceso, probablemente el más sensacional de cuantos se hayan visto en Old Bailey, redundó en provecho de la prensa. El trato de que fui objeto entonces destruyó hasta el último vestigio de aquella fe en el British Fair Play —juego limpio inglés— que había sobrevivido a mis anteriores experiencias. Sin embargo, ni la prensa pudo salvar a Ross. Su abogado propuso primero presentar un nolle prosequi16 con mi consentimiento, pagando cada parte sus costas.
Yo me negué y manifesté mi resolución de pasar a las próximas sesiones y ser nuevamente juzgado, añadiendo algunos testimonios más a mi legajo de justificación. Esta respuesta le dio a entender a Ross cuáles eran mis propósitos. Lo dejé boquiabierto. Su abogado, Ernest Wild, vino todavía a proponerme que consintiera en el nolle prosequi, es decir, que me aviniera a suspender la continuación, y Lewis y Lewis, a expensas de Ross, pagaría mis costas y demás gastos —unas seiscientas libras—. Tal desenlace resultaba favorable para mí, que a la sazón me encontraba sin un céntimo; de suerte que acepté de buena gana la oferta, quedando archivado mi expediente de justificación, según lo convenido, en el Tribunal Central de lo Criminal, donde se halla a disposición de cualquiera.
Por otra parte, el desacuerdo del jurado salvó a Ross de un proceso criminal que casi con seguridad se hubiera seguido si el jurado hubiese dictado veredicto contra mí.
Fue a todo esto míster Forest Fullon, abogado de Ross e hijo del difunto registrador de Londres, quien le indicó a míster Bell, mi procurador, que la obtención de un nolle prosequi en favor de Ross había constituido una victoria todavía mayor para mí que un veredicto, por la obvia razón de que un nolle prosequi obtenido en tales circunstancias es una confesión de culpabilidad y equivale a la condena del demandante.
Solo tengo que añadir, para terminar de una vez para siempre con todo este odioso asunto de Ross, que unos tres meses después de haber sido publicado en la prensa el resultado de mi proceso en Old Bailey, Ross fue objeto de un testimonio público de adhesión y de un obsequio de 700 libras. El mensaje, que expresaba el mayor afecto, amistad y admiración a Ross como un fiel amigo y un distinguido hombre de letras, salió de la pluma de míster Edmund Gosse, que, junto con míster H. G. Wells, dieron testimonio del carácter de Ross en mi proceso. Ambos declararon, con el consiguiente asombro del juez y del jurado, que eran amigos de míster Ross hacía años y que le profesaban gran afecto, teniéndolo por el alma más pura que hubieran conocido.
El mensaje de referencia llevaba 350 firmas, entre ellas las del primer ministro míster Asquith y su señora, una docena de Pares, un obispo protestante y muchas personas más o menos distinguidas en el mundo social, literario y artístico.
A raíz del proceso, Ross tuvo que dimitir el lucrativo cargo de asesor para la tasación de cuadros en la Cámara de Comercio que le había conseguido míster Asquith, puesto que le valía un sueldo de 1.500 libras anuales. Pero no lo obligaron al ostracismo ni se vio seriamente quebrantado en su posición social. Los Asquiths continuaron recibiéndolo; un año después el gobierno lo designó para otro cargo y, al morir, el Times le dedicó una necrológica entera, ponderándolo como modelo de nobilísimo caballero inglés.
El tema no necesita comentarios. No he acertado nunca a comprender la actitud de esas personas que hacen de Ross un héroe, del mismo modo que jamás pude explicarme la vileza de aquél. Conviene recordar que al justificarme contra Ross tuve que demostrar que, además de ser un adepto a los vicios de Wilde, era también un estafador. Yo probé tanto una cosa como la otra. Si los Asquiths y los señores Gosse, Wells y compañía simpatizan con esas cosas, allá ellos; pero hay algo oscuro en todo este asunto. Yo me he devanado demasiado los sesos buscándole explicación; ahora dejaré a usted y a sus lectores seguir inquiriendo la clave, en caso de que se decida a incorporar esta carta a su Vida de Oscar Wilde revisada.
De usted, etc., etc.
Alfred Douglas
P.D. Ahora caigo en la cuenta de que he omitido decir algo sobre el cargo que me hace en su libro, respecto de lo que dije en París o en Chantilly, cuando le manifesté que Oscar Wilde era una vieja prostituta. Bueno: ahora que usted ya conoce la verdad acerca de cómo me esquilmaba de un golpe cientos de libras mientras que a otros les decía que yo no le daba ni un céntimo y escribía cartas injuriosas contra mí en secreto, ¿pensará usted todavía que aquella expresión —cuando precisamente acababa de tener con él un encuentro en el que me había lloriqueado para sacarme más de cuarenta libras— es indicio de que mi genio es tan terrible? Yo estaba muy triste cuando nos vimos. Wilde acababa de mostrarse, y no por primera vez, bajo una luz odiosa. Había descendido a simas de bajeza inéditas, para mí, en un ser humano, y a usted le dije