26. Se trata del retrato incluido en la página 6 de esta obra.
27. “Cuando Wilde conoció a Bosie en el verano de 1891, Wilde tenía 36 años, y Bosie, 20. Ninguno de los dos recordaría con precisión cómo se conocieron, y Wilde complicó las cosas cuando escribió, en 1897, que ‘nuestra amistad empezó realmente’ cuando Bosie le escribió pidiéndole que lo ayudara con un intento de chantaje (que para la mayoría de los biógrafos incumbe a una estafa de orden sexual por parte de un ‘muchacho de alquiler’). Alegaba que antes de esto no conocía a Bosie, que solo lo conoció durante dieciocho meses en los que lo vio solamente cuatro veces, sin ninguna intimidad. Esto se contradice con la versión de Bosie de que Oscar se prendó violentamente de él a primera vista” (Richard Ellmann, op. cit).
Capítulo III
Wilde en sociedad
Los que han tomado a pecho crear y fomentar la leyenda de Oscar Wilde, gustan de presentarlo como un hombre a la moda, de condición elevadísima; acaso resulte interesante que yo también intente estudiarlo desde el punto de vista de su mundanidad. Aparte de sus pretensiones a la notoriedad literaria, se consideraba, efectivamente, como un dandi y como una importante personalidad social.
En sus escritos gusta de emplear frases como “los hombres de nuestra jerarquía, las personas de nuestra posición”. Jerarquía era un término feliz, y Wilde lo emplea de modo que da a entender que había nacido en buena cuna. Podía hablar de su madre diciendo lady Wilde, y en cierta ocasión lo escuché designarla con las palabras “her ladyship”28, lo que naturalmente surtía gran efecto. Muchos habrán creído que se trataba de una dama de copete, señora de feudos y castillos y con una muchedumbre de siervos a su disposición. En cambio, “papá Wilde” no salía tanto a relucir, sin duda por no poder calificárselo de “his lordship”29. Como fuese, Wilde no habría podido darse más importancia de la que se daba, aun si hubiera sido hijo y único heredero de un duque y par del reino. Declaraba que un noble debe afectar siempre aires de nobleza, y que a tal fin necesita no solo mantener su jerarquía en la conversación sino también encarnar, vestir y, en cuanto sea posible, vivir su papel. Wilde tenía la firme convicción de aventajar, en cuanto al físico, a todos los literatos de su tiempo. Ya podía Tennyson ponerse hopalandas30 y sombreros desmesurados; adoptar Swinburne el talante de un hombrecito muy apañado, lo que en realidad era; y dárselas Pater de profundo dilettante, de cavilosa frente; y Bernard Shaw de inquietante revolucionario con patillas, y ser Arthur Symons un ángel rubio y Beardsley un delicado artista, con largas piernas de araña; a pesar de todo, Wilde estaba profundamente persuadido de soplarles a todos la dama en lo que respecta al nacimiento y a la pureza de sus facciones. Gustaba de compararse con los emperadores romanos. Tenía la cara ancha, pero, como tantas veces ha dicho y repetido él mismo, “delicadamente cincelada”; y si algún escultor le hubiera propuesto servirle de modelo para un busto de Nerón, le habría parecido de perlas. Solía decirme que “los sombríos ingleses” consideraban poco menos que un crimen hablar de la hermosura masculina, así propia como ajena; pero que, sin embargo, la superioridad física era el arma principal del individuo en la lucha social. Claro que yo me reía en su cara, diciéndole que no fuera presumido, pero él lo pensaba con la mayor seriedad y no había nada que pudiera enojarlo tanto como que alguien insinuara que tenía la boca algo grande o que una mandíbula excesiva echaba a perder la armonía de su rostro. Cuidaba mucho su piel, y no he visto a nadie que se pasara el cepillo con más frecuencia por la cabeza durante todo el santo día.
Adolecía de un defecto, que era su desesperación por no haber alcanzado el arte dentario, en aquel tiempo, el grado de perfección actual. Pero no quiero insistir sobre este punto31.
Me maravilla que la parte impresa de De Profundis no tenga algunos magníficos y patéticos fragmentos sobre los trajes. Cosa que pasma, ya que Wilde fue durante mucho tiempo la hechura de su sastre. Si hubiera vivido en nuestros días, en esta era de gabanes sombríos y sombreros insignificantes, acaso jamás hubiera llegado a ser célebre. Su excentricidad suntuaria fue el comienzo de su notoriedad; pero más tarde, a medida que se encumbraba en alas del arte, se dedicó a predicar lo que él llamaba la correcta elegancia. El Wilde que yo conocí consistía en una chistera de seda, una levita impecable, pantalón a rayas y zapatos de charol. Añadan a esto un bastón con puño de oro y unos guantes de Suecia, grises, y tendrán al hombre completo. Entre nosotros, yo creo que no le hacía mucha gracia ese disfraz, sobre todo durante la época de los calores; solo que se atenía a él como un troyano. Nadie en Londres ha podido ufanarse jamás de haber visto a Oscar Wilde vestido de otro modo que como para hacer visitas, desde las once de la mañana hasta las siete de la tarde; ni de otra suerte que con camisa planchada y frac de noche, desde las siete y media de la tarde hasta... vaya usted a saber qué hora de la madrugada.
Fuerza creer que, en su calidad de romano, observaba los hábitos y costumbres de los patricios, pues siempre me dio la impresión de estar eternamente vestido con la expectativa del duque reinante o del príncipe heredero que algún día habría de sucederle.
Tenía una turquesa ornada de brillantes que yo le regalé en un momento de expansión, un día que habíamos entrado ambos a una joyería. Cumplía años aquel día y yo lo había llevado para que él mismo eligiera su regalo. Sus ojos se fijaron en esa piedra azulenca, con su cenefa de brillantes, y al joyero no se le ocurrió enseñarle otra cosa. Wilde se ponía aquella alhaja por la noche, encima de la corbata, con una dignidad verdaderamente regia. Yo le había puesto por mote “la luz azul” y también “el nudo de la esperanza” (hope knot), aludiendo al famoso brillante Hope, que era, a la sazón, tema de todas las conversaciones.
Naturalmente, en el campo se permitía modos un poco menos incómodos de vestir; pero aun allí se empeñaba en seguir la moda, cuando no se le anticipaba. Sus gorras debían hacer juego con sus trajes, con su aristocrático calzado y con el resto de su indumentaria, de suerte que quien lo viese pensase que poseía, en algún lugar del planeta, por lo menos sus diez mil hectáreas de propiedades.
En el fondo, todo esto no pasaba de ser una distracción bucólica, pues tenía buen cuidado de no dejarse retratar sino vestido de tiros largos. En todos sus retratos oficiales aparece con una levita, de ser posible bordada, o con sacos de piel, sin que faltase jamás el detalle de la chistera colocada en segundo término, sobre un veladorcito.
El menor indicio de bohemia le crispaba los nervios. Quería parecer un noble, un noble de jerarquía y no otra cosa. Y ciertamente lo lograba, pues cuando se encontraba en presencia de los grandes de este mundo —lo que dicho sea de paso solo muy rara vez ocurría— siempre, según creo, se sintió cohibido y a disgusto. Se desvivía por ponerles la mano en el hombro familiarmente a ciertas personas, aunque no siempre se atreviese a hacerlo.
Con las mujeres tenía más éxito que con los hombres; ante estos últimos se ponía muy serio o cohibido, sus saludos pasaban inadvertidos y sus sentencias caían en el vacío, sin que nadie las celebrara. Yo creo que las señoras lo apreciaban porque todo le parecía siempre bonito y delicioso y porque, pese a su fama de brillante conversador, lo cierto era que dominaba perfectamente el arte de escuchar. Al final de una reunión, luego de que el buffet hubiera surtido su efecto, Wilde rompía el fuego y se ponía a charlar por los