Por otra parte, hubiera creído obrar en contra de mi deber combatiendo lo que aún pudiera subsistir de su reputación. Me engañaba acerca de aquel hombre; y antes de conocer enteramente el De Profundis todavía conservaba afecto para su memoria y me hacía, como otros muchos, vanas ilusiones sobre su moral. Mi afecto fue real, sincero y robusto hasta esa revelación del De Profundis, de suerte que me obstiné en defenderlo —aunque para ello tuviera que forzar mi conciencia literaria— en las columnas de The Academy, que yo dirigía, y compuse en su honor uno de mis mejores sonetos, que reproduzco a continuación:
I dreamed of him last night, I saw his face
All radiant and unshadowed of distress,
And as of old, in music measureless,
I heard his golden voice and marked him trace
Under the common thing the hidden grace,
And conjure wonder out of emptiness,
Till mean things put on beauty like a dress
And all the world was an enchanted place.
And then methought outside a fast locked gate
I mourned the loss of unrecorded words,
Forgotten tales and mysteries half said,
Wonders that might have been articulate,
And voiceless thoughts like murdered singing birds.
And so I woke and knew that he was dead.25
Compuse este soneto en 1901, pocos meses después de la muerte de Wilde, y lo incluí en mi libro de sonetos publicado en 1909. Ante estos versos me sería imposible —aunque quisiera— negar hoy mi profunda adhesión y el culto que por largo tiempo rendí a su memoria. Pero invocar sus razones me resulta imposible pues me estrello sin cesar contra el escollo de un recuerdo más reciente.
Más todavía: lo que antaño me movió a admiración en Wilde no me inspira hoy sino desprecio. Recuerdo que cuando lo conocí yo era joven, no solo de edad sino también de carácter... A decir verdad, era un niño. En este libro reproduzco un retrato que me hice en Oxford26, al segundo año de estar allí, precisamente el mismo año que conocí a Oscar; es el retrato de un adolescente, y ese adolescente era de una extraordinaria ingenuidad, sin pizca de sofisticación. Ahí están muchos de mis amigos y condiscípulos de la Universidad que corroborarán mi testimonio; a los 23 años parecía de 16, y aunque por aquella época no me hiciese gracia que me lo dijeran, mi carácter corría parejo con mi aspecto. Muy crédulo y confiado, fácil de engañar, era la presa indicada para una serie de artificiosas maquinaciones. A cada paso, viniera o no a tema, estaban recordándome mi origen; hijo de marqués, era lo que se dice un personaje decorativo. Yo me tenía por un consumado hombre de mundo y por muy culto, lo que contribuyó incluso más a hacer de mí el juguete y la víctima de aquellos que supieron herirme, con habilidad, en la fibra sensible de la literatura. Wilde tuvo ese acierto. Mis pocos años, mi sinceridad —y también, justo es reconocerlo, lo que él consideraba como mi importancia social—, eran otros tantos imanes que le atraían. Se aplicó a la empresa de cautivarme, y lo logró.
Wilde tenía entonces alrededor de cuarenta años27; era un conversador deslumbrante, según nadie ignora y hasta sus mismos enemigos deben confesar. Era muy distinto de cuantos seres había conocido hasta entonces. Poseía ese conocimiento luminoso de todos los problemas de la vida, que es como la compensación que los años ofrecen al hombre superior a cambio de la pérdida de tantas otras cosas. Tenía la costumbre de expresar los sentimientos más inmorales y subversivos con un aire de autoridad que, por fuerza, había de ser muy del gusto de un joven exaltado, propenso, como suelen serlo todos los jóvenes exaltados, a mil extravagancias. Lo esencial, a juicio suyo, era ser un chico guapo, emparentado con la aristocracia; que siendo así, todos los excesos resultaban disculpables, con tal de que se llevasen a cabo con amable elegancia. Esa sencilla y magnífica teoría resultaba muy plausible a mi natural inconsecuencia. Viniendo como venía de un individuo que gozaba de la alta estima y consideración del presidente de mi colegio, el cual se lo había recomendado a mi madre como una amistad muy de desear para mí, me pareció entonces la última palabra de la sabiduría. ¡Qué desprecio me inspiran hoy esas artimañas, empleadas por un hombre hábil para adueñarse del irreflexivo espíritu de un niño! Por poco que hoy recapacite en eso, el recuerdo de tantos artificios taimados me resulta triste y repugnante.
Si no me hubiera propuesto tratar, con toda la imparcialidad posible, la memoria de un amigo, por más culpable que sea, quizás cediera a la tentación de insistir sobre esos procedimientos de que él se valía cuando quería deslumbrar a los jóvenes. Pero eso no conduciría sino a realzar su reputación de cuco. Nada más fácil en este mundo que trastornar el juicio de un estudiantito de Oxford o de Cambridge. Tal hazaña está al alcance de cualquiera; basta con proponérselo y no tener escrúpulos. Ni siquiera hacen falta grandes dosis de ingenio ni una inteligencia superior. Son suficientes cierto descaro y un sentimiento muy raso del honor, cualidades que no se le podían negar a Wilde.
Quienquiera que conserve vivo el recuerdo de su juventud, comprenderá la táctica que Wilde siguió conmigo. Me hacía objeto de adulación constante. Mostraba una admiración excesiva por los pocos ensayos poéticos que yo había perpetrado y que, más tarde, en la época de la cárcel de Reading, calificó de “versitos de estudiante”. Cuanto yo decía o hacía le parecía magnífico. Me prodigaba toda clase de demostraciones de afecto. Él mismo ha insistido tanto sobre este punto que me evita el trabajo de hacerlo yo. Sin embargo, recordaré aquí —a fin de rendirle toda la justicia a que pueda tener derecho— que cuando por casualidad yo caía enfermo jamás dejaba de ordenar que me llevaran a la cama costosos racimos de uvas moscatel y periódicos ilustrados; que si al irme inopinadamente a pasar unos días al campo se me olvidaba llevarme cigarrillos y le rogaba que me los enviase, lo hacía de inmediato y en gran cantidad; que cuando comíamos juntos se acordaba siempre de mis platos favoritos; en una palabra, que desde muchos puntos de vista fue cuanto desear puede un corazón amante. Yo tomaba todas esas apariencias por el verdadero pan de la amistad; y como siempre tuve la mala costumbre de idealizar a mis amigos y atribuirles toda suerte de cualidades, concebí por aquel hombre un grande y perdurable afecto. Cuando cayó en desgracia, me obstiné en defenderlo contra viento y marea y sin pensar en el daño que a mí mismo me causaba.
Pero bastantes lágrimas