En el proceso Ransome se adujo contra mí la parte inédita del De Profundis. Para la historia de este manuscrito es mejor remitirle a usted el propio prólogo que Ross escribió a la primera edición del De Profundis, publicada en 1905 —del que yo hice aquel año una reseña para usted en su periódico The Candid Friend, sin que se me ocurriera en lo más mínimo pensar que se tratase de una carta dirigida a mí por Wilde—, donde dice que el manuscrito se lo entregó el propio Wilde el mismo día que salió de la cárcel. Ni él ni Wilde me dijeron jamás una palabra sobre eso. Yo no tuve la menor noticia de la existencia de tal manuscrito hasta 1912, año en que los procuradores Lewis y Lewis me enviaron una copia del texto completo, incluso de la parte hasta ahora inédita, como parte de los “documentos justificativos” de Ransome. Poco tengo que decir sobre esta obra de maldad calculada, de falsedad e hipocresía. No alcanzo a explicarme cómo un ser racional puede llegar a tales extremos. Ya le he probado que casi todas las palabras que contiene son otras tantas mentiras o deformaciones de la verdad, y como usted siempre tuvo de él una mala opinión, y nunca, según me ha dicho, se hubiera tragado ninguno de esos inventos si Ross no le hubiera ayudado a digerirlos, con sus propias mentiras y mixtificaciones, no necesito gastar más tinta para convencerlo. Las cartas que Wilde me escribió desde Berneval, a raíz de su excarcelación, y que se han publicado en América en una edición privada impresa por míster Williams Andrews Clarke, son suficientes para demostrar la falsedad y maldad de sus ataques contra mí en el De Profundis. Pero a esos alegatos —absurdos en su mayoría— ya doy contestación cumplida en mi libro Oscar Wilde y yo13.
Precisamente, eso es un ejemplo del modo cómo Wilde desfigura sistemáticamente la verdad. Dice Wilde en el De Profundis, página 555, apéndice: “Yo no hablo con frases de retórica exageración, sino en términos de absoluta verdad, al recordarte que durante todo el tiempo que estábamos juntos no escribí nunca una sola línea. Lo mismo en Torquay que en Goring, Londres, Florencia o cualquier otro sitio, mi vida, en tanto tú estabas a mi lado resultaba enteramente estéril e incapaz de creación. Y con pocos intervalos, siempre, lamento decirlo, estabas junto a mí”.
Porque lo cierto es —según afirmo en mi libro Oscar Wilde y yo— que Wilde planeó y escribió Una mujer sin importancia estando los dos juntos en casa de lady Mount Temple, en Babbacombe, Torquay —lady Mount Temple le había cedido su casa, y yo pasé allí con él, en compañía de un tutor, míster Dogson Campbell, ahora del Museo Británico, una temporada de dos meses— ; que escribió todo el manuscrito de La importancia de llamarse Ernesto estando yo con él en Worthing, y Un marido ideal, parte en Goring, estando juntos, parte en Londres, en el piso que ocupó en Saint James Place, adonde iba diariamente a verlo. También dio remate a la versión final de La balada de la cárcel de Reading en mi villa de Nápoles. ¡Y hasta el De Profundis es una carta dirigida a mí! Me la escribió desde Berneval y empieza “My own darling boy”, escrita justamente en vísperas de reunirse conmigo en Nápoles, y dice: “Comprendo que únicamente contigo soy capaz de hacer algo”.
Pues no menos falsa es la carta titulada De Profundis. Mentira, mentira y más mentira. Oscar Wilde le dijo a usted mismo que en la cárcel había padecido tremendas decepciones. Parece haber confiado al papel el registro de esas decepciones. La mayor parte de su carta me resulta sencillamente incomprensible. Escenas puramente imaginarias de Voisin y Paillard. El absurdo grotesco que hace de una disputa que tuvimos en Brighton y que suponía que ya habíamos olvidado una semana después de sucedida. Mis supuestas amenazas de suicidio y mi terrible desesperación al encontrarme separado de él en Egipto, donde, a decir verdad, pasé una temporada de tres meses hospedado por lord y lady Cromer en la Agencia Británica, temporada amable y jovial según podrían testificar Reggie Turner y F. E. Benson, que se encontraron allí conmigo y me acompañaron a remontar el Nilo. Sus monstruosas patrañas tocante a las supuestas sumas de dinero que pretende que yo le robé, patrañas que no podría probar con un solo cheque o nota de su libro de gastos. Toda la carta es un frenesí de lunático, de alguien enloquecido de rabia impotente y maldad, y poseído del maligno deseo de injuriar a toda costa al amigo que finge querer y con quien había reanudado relaciones amistosas al salir de la cárcel.
Y paso a lo sucedido después de fallarse en mi contra el proceso Ransome14. Mi mujer me abandonó; me quitaron a mi único hijo; mi hogar se deshizo y yo me encontré en la miseria, tanto social como económicamente. Me constaba que el autor de todo este desastre era míster Robert Ross. Sabía por experiencia, como les ocurre a miles de personas en Londres, que Ross era exactamente la misma clase de hombre, en su vida privada, que había sido Wilde. La diferencia entre Ross y yo consistía en que, si bien yo a la edad de veinte años, cuando era casi un niño, había sufrido el influjo de Wilde y me encontré metido entre la horrible gentuza que lo rodeaba, ya me había alejado de todo eso hacía mucho tiempo —más de doce años—, y me había casado poco más de un año después de la muerte de Wilde, viviendo a la sazón una vida feliz, sana y normal con mi mujer y mi hijo. Ross, en cambio, se había dejado dominar cada vez más por el terrible vicio que fue la causa de la perdición de Wilde. En este sentido, el manto de Wilde lo había cubierto de pies a cabeza. Era el Sumo Sacerdote de todos los sodomitas de Londres, y todo el mundo lo saludaba como al fiel amigo de Wilde —con cuyo culto se había agenciado una fortuna—, el noble y desinteresado amigo, el ser puro y santo, la antítesis del perverso y depravado Alfred Douglas, que luego de arruinar a Oscar Wilde lo había abandonado a su suerte.
No era posible sufrir vejación semejante, y al día siguiente del proceso Ransome me juré no descansar hasta desenmascarar públicamente a Ross.
No necesito prolongar demasiado esta carta y debo limitarme a tocar los puntos esenciales, con la mayor brevedad posible. Dos años tardé en hacerle cantar a Rose la palinodia. Y algo de milagroso tiene que pudiera lograrlo sin dinero y casi sin amigos en el mundo, exceptuando a mi madre.
Adopté para eso el mismo procedimiento que mi padre. Es decir, insulté públicamente a Ross hasta obligarlo a que entablara contra mí una demanda criminal. Me costó más tiempo traer a Ross a la liza del que fue necesario con Wilde. Empecé por denunciarlo a míster Justice Darling, el juez que fallara en el proceso Ransome. Míster Justice Darling hizo una referencia pública a mi carta, desde su escaño; la leyó en voz alta en el tribunal y luego se la entregó al abogado de Ross. Sin duda alguna pensaría que inmediatamente seguiría contra mí el procedimiento criminal. Pero Ross no dijo esta boca es mía. Solo después de haber insistido en mis denuncias, con cartas a sus amigos (míster Asquith y su esposa, ahora condes de Oxford y Asquith), y escrito y difundido dos folletos con la misma denuncia, fue cuando conseguí mosquearlo. Mi padre había acusado a Wilde de posar de sodomita15. Yo apliqué a Ross las mismas flores del lenguaje: “un incalificable bribón”, un “sodomita declarado”, un “corruptor de jóvenes” y, por si esto fuese poco, estafador.
Me detuvieron y pasé cinco días en la cárcel de Brixton, sin que me concedieran libertad bajo fianza. Pedí justificación, y cuando por último me la concedieron y salí de Brixton tuve cinco semanas para hacerme de suficientes pruebas a fin de justificar mis diatribas, corriendo el riesgo de incurrir en una pena que oscila entre seis meses y dos años de cárcel.
Yo no tenía más pruebas de las que sabía por las mías y que se basaban en el hecho de que Ross jamás intentó ocultar sus tendencias. Incluso se vanagloriaba abiertamente de cuanto había hecho en su vida.
Pero esto sin embargo no servía de nada o, en todo caso, de muy poco, para mi propia justificación. No puedo decirle a usted ahora —sería demasiado largo— cómo debí procurarme las pruebas necesarias. Creo firmemente que hallarlas fue algo sobrenatural, debido al hecho de que, habiéndome convertido por aquella época al catolicismo, me confié a la Providencia y le pedí ayuda en aquel desesperado trance. Precisamente una semana antes de verse la causa, y