Las historias generales son un fiel reflejo de este modelo historiográfico que propugna la preeminencia de Castilla sobre el resto de reinos de la Península. Cuestión muy distinta es que los historiadores que estamos analizando viesen en el Campeador la figura portadora de unos valores castellanos que pudiesen ser válidos para el conjunto del territorio español. Frente a lo que pudiera parecer, al Cid no le fue encomendada esa función. En efecto, Mariano Esteban observó que Modesto Lafuente, enlazando con la tradición revisionista del siglo XVIII, estaba muy lejos de tomar al Cid como esa figura depositaria de unos valores esenciales castellanos[132].
En cambio, si tomamos como ejemplo lo que refiere Morayta, podemos percibir una cierta asimilación entre el Cid y las glorias castellanas que debía encarnar. Así, relataba este autor que ya en la guerra de Sancho I de Aragón aparecería el Campeador con las virtudes del valor, la serenidad, la astucia o la política. Pero Morayta es más explícito cuando reconoce que fue en Valencia donde «ganó Rodrigo su imperecedero renombre, y los títulos, por cuya virtud personificó todas las condiciones de la nacionalidad castellana»[133].
No obstante, va a ser Menéndez Pidal, de nuevo, quien marque el punto de inflexión en la creación de esta dualidad entre el Cid y Castilla. Para Pidal lo hispánico equivalía a una cultura unitaria cuyos principales elementos formativos eran, en expresión de Fox, una Castilla innovadora y democrática que rompía con el feudalismo tradicional leonés[134]. Suyas son las palabras que decían que «Castilla recibió las primeras condiciones necesarias para constituirse en directora de una vida nueva entre los pueblos de la Península»[135]. La consolidación del estereotipo historiográfico consistente en ver al Cid como símbolo de las virtudes castellanas y del alma española, al encarnar la lealtad, la valentía y un sentido de la justicia que tendría su fiel reflejo en el juramento de Santa Gadea, debe mucho a Menéndez Pidal. De hecho, la utilización de sus textos y del Cid como modelo ideal del nuevo ejército franquista fue analizada por María Eugenia Lacarra[136]. Utilización que se extendería hasta la literatura del siglo XXI, cuando el mito cidiano se desplegaría como un recurso narrativo de gran interés, convirtiéndose en un significante más que oportuno para enunciar, desde ese ámbito, algunas particularidades de la condición posmoderna[137]. En la elaboración pidalina del pasado hispano Castilla había sido unificada definitivamente por los Reyes Católicos. El Cid corporeizaba, según Fernando Wulff, los instintos democráticos y el carácter innovador de los castellanos, cuestiones que serían las claves de su hegemonía posterior[138].
[1] Deseo expresar mi agradecimiento a Pedro Ortego Gil, catedrático de Historia del Derecho de la Universidad de Santiago de Compostela, por sus utilísimas indicaciones y sugerencias bibliográficas.
[2] D. Alighieri, Divina comedia, A. Echevarría (ed.), Madrid, Alianza, 1995.
[3] M. Lafuente, Historia general de España, vol. 2, Madrid, Establecimiento Tipográfico de Mellado, 1850, p. 488.
[4] R. Menéndez Pidal, La España del Cid, vol. 1, Madrid, Plutarco, 1929, p. 184. Lo cierto es que sobre García de Galicia pesó siempre ese perfil de persona incapaz y siniestra, visión desmontada mediante un gran análisis diplomático y archivístico de E. Portela Silva, García II de Galicia, el rey y el reino (1065-1090), Burgos, La Olmeda, 2001.
[5] E. Falque Rey, «Traducción de la Historia Roderici», Boletín de la Institución Fernán González 201(1983), p. 334.
[6] A. Montaner y Á. Escobar (eds.), Carmen Campidoctoris o Poema latino del Campeador, Madrid, Sociedad Estatal España Nuevo Milenio, 2001, p. 13.
[7] F. J. Peña Pérez mostró que la llegada a la Península y la agresividad de los almohades contra los cristianos del norte desde mediados del siglo XII reavivó la imagen del Cid tras haber pasado una época de cierto olvido, «Gesta Roderici: El Cid en la historiografía latina medieval del siglo XII», e-Spania. Revue interdisciplinaire d’études hispaniques médiévales et modernes 10 (2010); «La construcción de un mito: el de “El Cid”», Torre de los Lujanes 62 (2008), pp. 129-130.
[8] J. A. Estévez Sola (ed.), Crónica Najerense, III, 16.
[9] L. de Tuy, Crónica, IV, LXV, 20-25. El Tudense fue siempre muy hábil en crear ciertas leyendas que adquirieron relevancia en el discurso histórico español. Sirva como muestra la ficción que ya hemos comentado y que culpaba a los judíos de la «pérdida de España»; Bravo López demostró que no era más que una invención del eclesiástico admitida de modo acrítico por los autores posteriores: «La “traición de los judíos”. La pervivencia», pp. 27-56.
[10] L. de Tuy, Crónica, IV, LXVIII, 25-30.
[11] R. Jiménez de Rada, Historia, VI, XX, 5-6.
[12] Alfonso X, Primera Crónica General de España, vol. 2, R. Menéndez Pidal (ed.), Madrid, Gredos, 1977, p. 519.
[13] Ibid., p. 519.
[14] G. Duby, Los tres órdenes o lo imaginario del feudalismo, Barcelona, Petrel, 1980.
[15] G. Dumézil, Mito y Epopeya I. La ideología de las tres funciones en los pueblos indoeuropeos, México, Fondo de Cultura Económica, 1996.
[16] J. C. Bermejo Barrera, «Crónicas, reliquias, piedras legendarias y coronaciones en la Edad Media», Cuadernos de Historia del Derecho 23 (2016), p. 39.
[17] J. de Mariana, Historia, vol. 1, p. 434.
[18] E. García Hernán, «Construcción de las historias de España», p. 165.
[19] J. de Ferreras, Historia de España, vol. 5, Madrid, Imprenta de Francisco del Hierro, 1720, p. 121.
[20] Ibid., p. 121.
[21] M. Lafuente, Historial, vol. 2, pp. 439-440.