Como contrapunto a este poder arbitrario del rey el Fuero Viejo de Castilla contemplaba algunas pautas relacionadas con el procedimiento de expulsión cuando «el rrey echa a algund rricoomne de tierra sin meresçimiento». Así, los plazos para abandonar el reino serían de «XXX días de plazo de fuero e después nueve días e después terçer día», mientras que entre los derechos que poseía el desterrado se encontraban que el rey le diese un caballo o que «quando oviere el rricoomne a salir de la tierra, dévele el rrey dar quil guíe por su tierra e dével dar vianda por sus dineros, e non ge la debe encaresçer más de quanto andava ante que fuese echado de la tierra» (I, 4, 2). Estos plazos fueron recogidos en algunas de las historias de España, identificándolos con el caso concreto del Cid.
Situación diferente se presenta con la acusación de traidor. Mientras que la caída en la ira regis, como acabamos de ver, se basaba en el arbitrio del rey y no suponía una mancha grave en la dignidad del vasallo, ahora, la declaración de traidor encerraba la deshonra más grave que podía recaer sobre un caballero medieval[73]. Pero el Cid no podía ser considerado como tal, porque en la Edad Media ese adjetivo se asociaba con Judas, estableciendo un paralelo entre la conducta del apóstol y la de aquellos que cometiesen un delito de esa naturaleza. Es de sobra conocido que, de acuerdo con los Evangelios, Judas entrega a Jesús a cambio de treinta monedas (Mt 26, 15-16), convirtiéndose así en el ejemplo por antonomasia de traidor (recordemos que la cabeza central, devorada por el diablo, de Dante es precisamente la de Judas). Si tenemos en cuenta que el Cid no llega a tiempo al sitio de Aledo, y en consecuencia no le presta la ayuda requerida a su rey, podría estar implícita en esa acción la idea de entrega. Al llamamiento al fonsado hecho por el rey tenían que acudir todos, pero también es cierto que bajo ciertas condiciones. Por supuesto, el hecho de no acudir o marcharse antes de cumplir con las condiciones impuestas equivalía a quebrar la fidelidad debida al rey. Aquilino Iglesia señaló, en este sentido, que Judas devino en traidor, es decir, infiel, al ser el prototipo de los traidores[74]. Se supera, por tanto, la conexión entre la idea de entrega y el acto que realiza Judas y pasa ahora a centrarse en la noción de infidelidad, ya que para cometer una traición es necesario entablar esa relación de fidelidad a la que nos referíamos antes, que suele formalizarse mediante un juramento que crea una serie de obligaciones mutuas entre las personas que lo suscriben.
Una crónica del siglo XII, la Historia Compostelana, refleja la preocupación que provocaba el posible empleo de la traición en el seno del arzobispado de Santiago de Compostela dirigido por Diego Gelmírez. Para ello, recordando el ejemplo de Caín, que cometió fratricidio sobre su hermano Abel, y, sobre todo, el del apóstol Judas, se obligó a todos los canónigos a jurar por Dios que «os seré obediente y fiel siempre en todo y que defenderé y ensalzaré vuestra vida, vuestras posesiones, y todo vuestro señorío, el que tenéis en la actualidad, y el que hayáis de tener, sin fraude ni mala fe»[75].
En principio, un personaje que aspiraba a convertirse en el arquetipo de buen caballero cristiano no podía vincularse de ninguna manera con Judas, ya que suponía un estigma demasiado grande en una sociedad como la hispana medieval. Además, en la Edad Media estar en la cumbre de la cultura equivalía a ser teólogo, que son precisamente los encargados, en la mayoría de ocasiones, de redactar las diferentes crónicas e historias generales. Por ello, y en consonancia con la doctrina católica, se entiende que no hubiese reservas a la hora de intentar separar totalmente los caminos de ambos personajes históricos. En efecto, la legislación de la época era contundente en cuanto al futuro que le cabía esperar al traidor: muerte y confiscación[76]. Aquilino Iglesia observó que la pena del traidor regio se configuró de acuerdo con la legislación goda contenida en el Liber 2, 1, 8[77], y es que, como ha analizado Javier Alvarado, el derecho castellano arranca de la tradición jurídica visigoda, basada esencial, aunque no exclusivamente, en el texto jurídico del Liber Iudiciorum[78]. No obstante, podríamos admitir esta opinión con ciertos matices, porque si bien el derecho oficial visigodo es el derecho común de los cristianos en los reinos septentrionales y en al-Ándalus, hay que subrayar que se va creando al mismo tiempo un derecho privilegiado, ejemplificado en los fueros o el derecho de frontera, así como unas prácticas que se adaptaban a las circunstancias de la época histórica.
Contamos con una serie de documentos que son útiles para corroborar esa cierta influencia que se advierte desde época goda. El Fuero Real contempla que «todo traydor muera por traycion que ficiere, è pierda, quanto ha, è hayalo el Rey, maguer que haya fijos de bendición, ò nietos, ò dende Ayuso» (IV, 21, 25). Las Partidas establecen que «qualquier home que ficiese alguna de las maneras de traycion (…) debe morir por ende, et todos sus bienes deben seer de la camara del rey, sacada la dote de su muger (…) et lo que hobiese manlevado fasta el dia que comenzó á andar en la traycion» (VII, 2, 2); indicando además que «deuen morir por ello, lo mas cruelmente, e lo mas abiltadamente que puedan pensar» (II, 13, 6). El Ordenamiento de Alcalá, por su parte, afirma que todo aquel que cometa traición «merece muerte de traidor, è perderia los bienes» (XXXII, 5). Esta legislación es interesante, pero no es posible desde el punto de vista histórico-jurídico juzgar por leyes posteriores, por leyes que en el momento de los hechos no estaban ni siquiera redactadas. Por eso mismo, y en un sentido estrictamente cronológico, sería más correcto remitirse a la versión romanceada del Liber Iudiciorum, esto es, el Fuero Juzgo. En él se recoge (II, 1, 6) que el traidor contra el rey debe morir y, en caso de que le perdone, tienen que quitarle los ojos. Además, los bienes del traidor serán para el monarca, quien podrá hacer con ellos lo que quiera.
La legislación decretaba, como acabamos de ver, la muerte y la confiscación. Es cierto que el Cid es despojado de sus bienes, pero de ningún modo se cumple con el primer precepto que mencionábamos. Cabría cuestionarse ahora por qué el Cid, cuando no llega a tiempo a Aledo en ayuda de Alfonso VI y es acusado formalmente de traición, no recibe su correspondiente castigo con la pena de muerte. Grassotti se ha planteado a este respecto si influyeron las razones políticas en el no cumplimiento de ciertas leyes como esa, mostrando otros casos como los de Osorio Díaz, Rodrigo Ovezquiz, el conde Gonzalo Peláez o el propio segundo destierro del Cid. Concluye Grassotti que la razón que explicaría esa ausencia de sanción sería que se trataba de personajes demasiado importantes para condenarles a muerte y por eso se optó por el destierro. Por lo que respecta al Cid, además de ser un caballero relevante, se hallaba fuera del alcance de la acción directa de Alfonso VI[79].
Encontramos, además, un tema muy importante, como es el de la naturaleza. El rey es el señor natural y los habitantes del reino, sus vasallos, son naturales, en este caso de Castilla. El castigo posiblemente más común de la ira regia fue la desnaturalización, es decir, el rey priva a uno de sus vasallos de su naturaleza, con lo que deja de ser su señor