Pero se trataba de apreciaciones innecesarias, no porque careciesen de sentido, sino porque aceptarlas equivaldría a revisitar muchos de los mitos que habían poblado el pasado nacional, con el peligro que eso conllevaba. Las sucesivas generaciones de españoles, al contrario, tenían que saber quién había sido el Campeador y qué valores representaba, en fin, qué atributos debían reunir para convertirse en buenos patriotas españoles. Y es que, como decía Immanuel Kant en unas lecciones recogidas y publicadas por su alumno en la Universidad de Königsberg Friedrich Theodor Rink, el hombre es lo que la educación hace de él[105].
La vinculación entre el modelo de las historias generales y la enseñanza de la historia en España produjo, según Pilar Maestro, varios efectos entre los que se deberían destacar tres[106]. Por un lado, contribuyó a estructurar y fijar el conocimiento histórico en los diversos ámbitos educativos. En segundo lugar, favoreció la creación de una imagen específica de la historia española y, por tanto, de la imagen propia de España, a través de los tópicos permanentemente repetidos, entre los que el arquetipo cidiano es una buena muestra de ello. Por último, benefició la fijación y mantenimiento de una concepción de la historia como forma de conocimiento y de sus categorías fundamentales. Lo que estas consideraciones encierran es, en realidad, la total influencia en los planes de estudios de las páginas que escribían los historiadores responsables de narrar, con los condicionantes ideológicos y políticos correspondientes en cada época, el discurso histórico de la nación española.
El siglo XIX alumbró también las peores corrientes de lo que Menéndez Pidal dio en llamar «cidofobia», cuyo único objetivo sería poner en peligro o discutir la integridad moral de Rodrigo Díaz. En 1844, en la ciudad de Gotha, Dozy encontró el pasaje correspondiente al historiador musulmán Ibn Bassam en el que hablaba, aunque no de modo demasiado favorable, del Cid. Pero este historiador no fue el primero en proporcionar una imagen adversa del héroe español; había conocimiento ya de otros autores, como Joseph Aschbach, Charles Romey, Eugène Rosseeuw Saint-Hilaire o el propio Masdeu, en los que el Campeador no era un ejemplo de conducta, por lo que Dozy debió, según Menéndez Pidal, experimentar más de una amargura. Dozy dedicó buena parte de sus Recherches a desacreditar la figura de un Cid portador de todos los valores que debían acompañar al buen caballero medieval mediante la revelación de deslealtades, maldades y traiciones. Es bien sabido que Menéndez Pidal revisó la biografía cidiana en parte gracias a las acusaciones vertidas en las Recherches, aunque lo hacía «de mala gana (…) porque repugno profundamente el papel de apologista», resignándose de ese modo «a parecer un exculpador sistemático»[107]. En los volúmenes de Dozy se encontraban pasajes tan ofensivos para el honor patrio, merecedores de la atención del filólogo español, como el siguiente: «Un chevalier espagnol du moyen âge ne combattait ni pour sa patrie ni pour sa religion: il se battait, comme le Cid, “pour avoir de quoi manger”, soit sous un prince chrétien, soit sous un prince musulman, et ce que le Cid a fait, les plus illustres guerriers, sans en excepter les princes du sang, l’ont fait avant et aprés lui»[108].
Esta afirmación de Dozy vendría a despojar al Cid de sus virtudes, sin ideales por los que luchar, presentándolo simplemente como un mercenario al que solo movía el interés por sobrevivir, independientemente de si lo hacía del lado cristiano o del musulmán. En primer lugar, el Campeador defensor del cristianismo desaparecía si esa sentencia era cierta, puesto que el prototipo de buen cristiano que exaltaban autores como Mariana[109] o Colmeiro[110] no podía, aunque su rey lo desterrase, ayudar a mantener la presencia musulmana en la Península. Además, el Cid podría ser considerado traidor al haber entrado en combate con los ejércitos a los que antes pertenecía y haciéndolo, para más deshonra, al servicio del principal enemigo de la fe católica. Y por último, aceptar que el Cid había sido un mercenario desacreditaba no ya en el plano individual al mismo personaje, sino a un nivel más general, un jalón esencial del carácter nacional. Pero Dozy no escribía nada que no hubiese afirmado Masdeu casi un siglo antes. En su Historia crítica cuestionaba las acciones de Rodrigo Díaz en la misma dirección que el erudito holandés: «¿Cómo podían darse estos elogios á un guerrero profano, para el qual, segun los mismos romances, tanto era vivir entre moros, como entre christianos, y tanto el hacer guerra á los primeros, como á los segundos? Aunque fuese verdad lo que se dice de Rodrigo; el decirlo es un papel, que va en su nombre, y lleva su firma, no era cosa propia ni natural»[111].
Para Menéndez Pidal estas acusaciones de Dozy y Masdeu no tenían fundamento, porque cualquier «caballero desterrado se iba a tierra de moros; se puede decir que casi no tenía otro medio de vida». Por otro lado, ejemplos como el de Alfonso VI, que había sido destronado y expatriado, junto con el de su hermano García de Galicia, teniendo que irse con sus mesnadas a servir a los reyes de taifas de Toledo y de Sevilla, servían de precedentes. Además, si el Cid padecía una suerte similar a la de su señor, nadie mejor que él para comprender que no le quedaba otra alternativa que partir hacia tierras musulmanas. Lejos de ser un agravio o una traición, Pidal creía que la intervención del Campeador en las guerras de los musulmanes no era exclusivamente un medio de vida, sino «un desgaste y debilitación del enemigo y una extensión de la influencia cristiana»[112]. Esto provoca, según el filólogo español, que el Cid de Dozy vaya por un lado, mientras el Cid real ande por otro.
El caso de Masdeu no fue único entre la historiografía española. Modesto Lafuente, en el «Juicio crítico del Cid Campeador», no describía una imagen mucho mejor en este sentido, aunque ello no quiere decir que el palentino negase que «Castilla iba á verse bien pronto privada del robusto brazo del mas ilustre de sus guerreros» o «el valor, la serenidad, la astucia y la política»[113]. Se le censuraba principalmente sus alianzas con los musulmanes, a las que Lafuente se refería así:
Duélenos tambien sobremanera que el brioso capitan, el batallador invicto, el campeador insigne, el que humilló é hizo tributarios tantos reyes mahometanos, el que venció á tantos poderosos príncipes, hiciera alianzas con los sarracenos contra los monarcas cristianos; que amigo y confederado del emir de Zaragoza, combatiera y aprisionára al conde barcelonés, que sirviendo á los Beni-Hud enrojeciera con sangre cristiana los campos de Aragon é hiciera á las madres catalanas llorar á sus hijos cautivos con mengua de la caballería y menoscabo de la cristiandad[114].
Altamira ofrece también la nota discordante del discurso al relatar que, una vez el Cid es expulsado de su patria con la pena del primer destierro y «rodeado de su no muy numerosa tropa, busca riquezas y honores cerca de otros reyes, á cambio de ayudarles con su espada». Prosigue Altamira manifestando que «al cabo, como muchos nobles castellanos y leoneses habían hecho antes que él, se pone al servicio del reyezuelo musulmán de Zaragoza, Almoctadir»[115]. Las palabras de Altamira se volvieron más gruesas al tratar el tema del gobierno valenciano del Campeador, donde, según el historiador