Por supuesto, la labor del historiador no estaba exenta de condicionantes políticos, sociales o morales. Friedrich Nietzsche analizó en la segunda de sus Consideraciones intempestivas la figura del historiador, estableciendo una categorización tripartita que se correspondería, a su vez, con las clases del saber histórico y que, en palabras de Bermejo, sería válida tanto para el siglo XIX como para la actualidad. Según Nietzsche, se podría distinguir una historia monumental, una historia anticuaria y una historia crítica. No se trata de realizar un estudio exhaustivo acerca de esta cuestión, porque ni la naturaleza ni la extensión de este trabajo lo permitirían, aunque sí sería pertinente decir que los dos primeros tipos de historiadores estarían detrás de la mitificación de personajes como el Cid. En primer lugar, porque el papel del especialista monumental quedaría reducido al de un propagandista cuyo objetivo es movilizar a las masas, siendo su historia aquella que se dirige a la grandeza del pasado, donde lo grandioso se perpetuaría. Sería, por tanto, el prototípico historiador nacionalista. Mientras, el anticuario se encargaría, de acuerdo con Nietzsche, de preservar y venerar el pasado. Se trataría, según Bermejo, de esos «ideólogos sin ideología, técnicos de la Historia que justifican el Estado sin rostro en nombre del sentido histórico»[92].
El Estado liberal le encomienda al historiador explícitamente y de modo institucional la tarea de cimentar los fundamentos del sentimiento de identidad patriótica en una época en que el nacionalismo y el romanticismo se encuentran en auge[93]. Esto se produce porque la historia está en buena medida al servicio de la ideología y los historiadores al servicio de un Estado. Decía ya Aristóteles (EN, 1094b2) que «la política es la responsable de definir qué conocimientos son precisos en las ciudades, y qué y cómo debe aprender cada persona», lo que llevaba al Estagirita a concluir que la educación era, básicamente, una disciplina política. En el caso español, la interpretación de la historia nacional respondía básicamente a dos intereses que se correspondían con las corrientes sociales e ideológicas del liberalismo español, es decir, la moderantista y la progresista. Las posibles diferencias entre ambas tendencias no interferían en la integración de un relato sólido y unitario, porque, como ha señalado Inman Fox, compartían los ideales básicos del liberalismo decimonónico, incluyendo una afiliación a la revolución liberal de 1834, así como una afinidad con la España castellana del siglo XVIII y sus orígenes en la España de los Reyes Católicos[94].
El concepto de historia general sería, según Jover, la «ejecutoria de una conciencia nacional escrita madura que exige un testimonio escrito, fehaciente y literariamente organizado, de sus orígenes y de las grandes etapas de su desarrollo», pero ello no quiere decir que este género historiográfico sea una obra destinada a eruditos o un tratado universitario, sino que sería más bien «una especie de biblia secularizada, llamado a ocupar un lugar preferente en despachos y bibliotecas de las clases media y alta»[95]. El historiador tendría crédito al seguir un determinado método que le conferiría esa credibilidad, porque de lo contrario ese relato que definía lo que la nación era a través del devenir temporal no podría ser implantado mediante la educación, perdiendo la eficacia, que se va a explicar en base a su capacidad para que haga surgir la identidad política del ciudadano[96].
La importancia que se le tenía reservada a la educación en este contexto no era menor que la labor del historiador, ya que en el siglo XIX se configura como educación nacional. La enseñanza de la historia era un eslabón más de todo ese edificio que se había construido en torno al nacionalismo. Se trataba de una asignatura patriótica, obligatoria en los niveles de primaria y secundaria. El sistema escolar pasó a ser uno de los cauces conscientemente utilizado desde el poder, siguiendo los comentarios de López Facal, para promover valores patrióticos compartidos, y todo ello en virtud de un potente enfoque nacionalista[97]. En el caso que estamos analizando se recurre al Cid, como se recurría a Viriato y a Sertorio en la Antigüedad, porque estos tipos históricos poseían un gran poder de normalización. Nietzsche lo expresó en otros términos, al decir que la historia «tiene necesidad de modelos, de maestros, de confortadores, que no puede encontrar en su entorno ni en la época presente»[98]. Por eso hay que recurrir al pasado, porque es ahí donde se encuentran los caracteres modélicos que permiten el progreso como nación.
Los personajes heroicos, de los que el Cid era uno de los ejemplos por excelencia, o los grandes hechos históricos, como las resistencias a la conquista romana, dotaban al pasado nacional de una connotación positiva que infundía al lector orgullo y exaltación[99]. Se producía, en consecuencia, una asimilación de los valores que habían personificado los protagonistas de esas gestas, ya que los alumnos se creían herederos de sus hazañas. A pesar de lo que pudiese parecer, el uso de la enseñanza de la historia no tuvo los resultados esperados por una serie de causas estudiadas por Carolyn Boyd, entre las que sobresale la competición institucional y la lucha ideológica, traduciéndose en la imposibilidad de construir un discurso hegemónico en torno a la historia y la identidad nacionales[100].
El Cid pertenece al mundo de las imágenes, los mitos y los símbolos. Si queremos que un mito sea eficaz debe ser conocido y compartido por una comunidad, y qué mejor instrumento que la enseñanza de la historia para socializarlo. Es ahí, precisamente en este ámbito, en el que la evocación desempeña un papel elemental; los jóvenes eran los encargados de apropiarse del pasado glorioso español para asegurar la continuidad del carácter que fundía sus orígenes en el mundo antiguo. Boyd reconoció que los héroes nacionales tradicionales, como el Cid o Santiago, ejemplificaban virtudes cada vez más anacrónicas[101], aunque pese a ello continuaban siendo útiles. En todo caso, los textos debían trazar esos paralelos entre el pasado y el presente para que los estudiantes de la época se sintiesen partícipes de las gestas que estudiaban.
Sin embargo, la falta de originalidad que acusaba la enseñanza de la historia, limitada a repetir los tópicos que las historias generales consignaban, mereció las críticas de varios intelectuales. Entre ellos destaca Rafael Altamira, una personalidad clave en este ámbito que, en su fundamental libro La enseñanza de la historia, publicado a finales del siglo XIX, y donde expuso con brillantez su doctrina metodológica, alertaba de «dos gravísimos inconvenientes» que tenían el manual o «libro de texto». El primero de los problemas radicaba en que, por lo común, era obra «de tercera o cuarta mano, escrita deprisa, sin escrúpulo y con fin comercial, más bien que científico»; y, en segundo lugar, el «carácter dogmático, cerrado y seco con que pretende contestar a las preguntas del programa»[102].
En otro texto elemental, recogido a partir de un discurso leído ante la Real Academia de la Historia, Altamira rechazaba el libro único, pero, eso sí, abogaba por la vigilancia y la intervención «en cuanto a las condiciones científicas de esos libros, siempre que se trate de aplicarlos a la enseñanza»[103]. Sobre estas recomendaciones regresó Altamira treinta años después, al observar que los problemas derivados de la utilización del libro de texto no se corregían. Con el propósito de cambiar la situación,