David Wasserstein definió al Cid, en la línea que lo habían hecho Masdeu, Dozy y Altamira, como el paradigma de mercenario cristiano. Su comportamiento, de acuerdo con este autor, respondería, aunque visto en muchas ocasiones desde la perspectiva de un ideal de héroe de la Reconquista, al prototipo de señor de la guerra en el periodo de taifas[117]. En contra de lo que defendía Menéndez Pidal, Wasserstein interpretó la conducta del Campeador no tanto como un cristiano que pretendía desgastar a los musulmanes, sino más bien como un guerrero que con sus métodos logró conseguir el éxito personal, ya que no hizo intento alguno de incorporar, por ejemplo, la ciudad de Valencia al territorio de Alfonso VI. F. J. Peña sostuvo que el Cid supuso una excepción por su capacidad para adaptarse a los postulados básicos de ambas culturas, donde supo desenvolverse con soltura al margen de cualquier pronunciamiento radical sobre la supuesta superioridad moral de cualquiera de ellas, lo que le valió el apelativo de personaje transfronterizo[118]. Así, los objetivos de Rodrigo Díaz, más cercano a la ambición personal y material, se deberían apartar del lugar común con el que frecuentemente se le asoció, la Reconquista.
Otra cuestión que contribuyó a engrandecer la figura del Cid es que siempre se negó a guerrear contra Alfonso VI. Así lo atestiguaba el padre Mariana, quien explicaba que ante cualquier invitación a ir contra territorios de su señor o a entrar directamente en contienda, el Cid se excusaba «con que estaua debaxo del amparo del rey don Alonso su señor; y le seria mal contado si combatiesse aquella ciudad sin su licencia, o le hiziesse qualquier desaguisado»[119]. Lafuente remite un pretexto similar para no blandir la Tizona contra Berenguer: «El Cid, el cual no quiso atacarlos por consideracion al parentesco que unía a Berenguer de Barcelona con Alfonso de Castilla, su soberano»[120]; mientras que Morayta alude a que «el Cid, agradecido á las atenciones y regalos que le hizo Cadir, dice al emir de Zaragoza que siendo Cadir aliado de Alfonso VI, y él, como castellano súbdito suyo, hacer la guerra á Cadir era hacérsela á su propio señor», por lo que «no quiso combatirlos, por ser su conde pariente de Alfonso VI»[121]. Colmeiro hace lo propio y justifica la estoica actuación del Campeador. Según el académico, el Cid combatió con los musulmanes, pero no en contra de su señor; en otras palabras, lo que Rodrigo Díaz perseguía era guerrear «con los Moros en su servicio como fiel vasallo, para hacerle señor de toda la tierra que conquistase» y solo «la lealtad debida á D. Alonso VI, de quien siempre se tuvo por vasallo, pudo impedirle ceñir á sus sienes una corona y fundar una dinastia sobre las ruinas del islamismo en la España oriental»[122].
Estas acciones fueron entendidas por la historiografía española como una muestra de nobleza y, a la vez, un deseo del Campeador de volver con Alfonso VI[123]. El objetivo era eliminar el apelativo de «mercenario», tal como había sucedido con el de «traidor». Menéndez Pidal, firme defensor del Cid, subrayó que esta cualidad era reveladora porque la legislación medieval amparaba al caballero, es decir, le reconocía el derecho de hacer la guerra contra quien quisiera, incluido su antiguo señor. En este asunto Menéndez Pidal se dejó llevar por esa dualidad que consistía en ver al Cid con la exaltación acostumbrada en toda su obra y a Alfonso VI, por el contrario, con un perfil más bien bajo y manipulable. Se trata de una contraposición entre el héroe y el antihéroe, donde el caudillo tiene una categoría moral superior a la del monarca. Menéndez Pidal pone el ejemplo, basándose en el Poema, de que el Cid ni siquiera se dirigía a Sevilla, Badajoz, Toledo o Granada por temor a tropezarse con el rey que le desterraba[124]. El maestro español, con el propósito de que no se pensase que el caso del Campeador fue único, trae a colación el del conde Gonzalo de Asturias, quien, desterrado por Alfonso VII, parte con su mesnada hacia Portugal y combate a su antiguo rey, entrando en Galicia y Asturias[125].
A la luz de lo expuesto hasta el momento da la impresión de que, mientras el Campeador se caracterizaba por ser un desecho de virtudes[126] con una conducta intachable, el monarca era un personaje envidioso, capaz de dejarse llevar por los insidiosos comentarios que un grupo de nobles difundían por la corte. Ahora bien, ¿por qué existe esa ambivalencia tan acusada entre las figuras del Cid y del monarca? Andrés Gambra ha señalado la indiscutible influencia de un «aparato cronístico exclusivo cuya naturaleza y estilo, unidos al halo con que la épica y la tradición historiográfica han rodeado al Campeador, incitan insensiblemente a la apologética»[127]. Recordemos aquel célebre verso del Poema que, en definitiva, contribuyó a crear y mantener esta interpretación: « ¡Dios, que buen vassalo! ¡Si oviesse buen señor!»[128].
EL CID Y CASTILLA
El último punto que vamos a tratar es el que tiene que ver con la asimilación entre Castilla y el Cid, en caso de que existiera. En efecto, en contra de lo que pudiese parecer, esa vinculación no la tenemos tan clara a lo largo de la historia. No se produce una asunción desde los albores de la Reconquista de la personalidad del Cid como prototipo de la imagen de Castilla. Aun así, es innegable que la impronta castellanista en la interpretación del pasado español fue esencial, a pesar de que su imagen llegó hasta nosotros distorsionada y manipulada por diversos intereses que no tienen que ver exclusivamente con el nacionalismo español[129].
El momento de máxima identificación se produjo entre finales del siglo XIX y comienzos del XX. Ayudaron decisivamente a ello el fuerte sentimiento regeneracionista derivado de las fatales consecuencias del año 1898 y la irrupción política del catalanismo[130]. Por supuesto, este proceso no recayó únicamente sobre los historiadores; otros intelectuales, ya fuesen filósofos, literatos o poetas, influyeron notoriamente en la idea del castellanismo como vertebrador de España. Son bien conocidos los casos de Joaquín Costa, Azorín, Antonio Machado, Miguel de Unamuno, Rafael Altamira o el propio Menéndez Pidal, estos últimos muy vinculados al Centro de Estudios Históricos, creado por la Junta para Ampliación de Estudios. Aunque tal vez quien más rotundamente reflejó esta noción que formaba parte de una tradición historiográfica de varios siglos, en la que se sostenía que Castilla había llevado a la creación de España, fue José Ortega y Gasset en su España invertebrada. En el libro Ortega muestra su preocupación ante el proceso de desarticulación que estaba sufriendo el país, ambiente en el que Castilla ofrecía un poder unificador que se podría resumir del modo siguiente:
Porque, no se le dé vueltas: España es una cosa hecha por Castilla, y hay razones para ir sospechando que, en general, sólo cabezas castellanas tienen órganos adecuados para percibir el gran problema de la España integral. Más de una vez me he entretenido imaginando qué habría