La apelación a la envidia como motivo de la aversión de los magnates de la curia real, y la mezcla de rencor del monarca derivado de la jura de Santa Gadea, actuó, en definitiva, como clave interpretativa de ambos destierros. La motivación del primer destierro no ofrece una razón objetiva que aclare la salida del reino del Cid, simplemente nos encontramos con una decisión que toma Alfonso VI, amparado en la potestad de la ira regis, influido o no por sus hombres más cercanos. Deducir, en este sentido, que el rey pudo haber sido manipulado por sus allegados implicaría aceptar cierta falta de carácter en su personalidad, algo poco probable, quizá, si tenemos en cuenta que fue capaz de investirse por primera vez con la dignidad de Imperator totius Hispaniae. Autores como Bernard F. Reilly se muestran muy críticos con aquellos historiadores que han aceptado la sustitución de las preocupaciones políticas del siglo XI por «las novelescas pasiones que a manos llenas brinda la literatura»[80]. Señala Reilly con respecto al segundo destierro, además, que más allá de las intrigas palaciegas pergeñadas por nobles, Alfonso no podía tolerar la perspectiva de que el Cid pudiese asumir una plena independencia de criterio, ya que, si lo hacía, equivaldría a reconocerle como un señor independiente[81].
La historiografía reciente coincide en desechar este esquema hegemónico que desde el padre Mariana hasta Menéndez Pidal dominó el relato de la biografía cidiana. Las fuentes de las que disponemos para conocer los avatares del caballero castellano no nos permiten en ningún caso arrojar ninguna certeza, sino más bien hipótesis que puedan ser corregidas por ulteriores investigaciones. Richard Fletcher consideró, con respecto al primer destierro, que Rodrigo Díaz había sido lo bastante imprudente como para dar a sus enemigos la oportunidad de ejercer su influencia sobre el monarca, y añade que se otorgó, a comienzos del verano de 1081, el cargo de armiger real a Rodrigo Ordóñez, hermano del conde humillado en Cabra, lo cual, a juicio de Fletcher, disponía todavía más a la corte real en contra del Cid[82]. Para el segundo destierro Fletcher optó, teniendo en cuenta la imposibilidad de conocer lo que sucedió, por aceptar que los enemigos del Campeador estarían, independientemente de la situación, dispuestos a acusarle y el rey a aceptar su culpabilidad[83]; es decir, se parte de una predisposición en contra de Rodrigo.
Gonzalo Martínez abogó en algunos lugares por valorar la tendencia a la envidia como una explicación demasiado simple. Según este autor, la personalidad de Alfonso VI era lo suficientemente fuerte como para haber dado un paso tan importante como el de arrojar del reino a uno de los primeros magnates, movido en exclusiva por las acusaciones de los cortesanos[84]. Aun así, a pesar de que no se puede determinar si el rey actuó movido por la ira o por razones políticas, Martínez no esconde que Alfonso con toda seguridad habría sufrido «gran dolor por la pérdida de un vasallo, cuyo valor y pericia conocía muy bien»[85]. Otro especialista, Ambrosio Huici, expuso que la causa del primer destierro no se podía encontrar en la «infantil creencia de que el Cid, con su intervención, más o menos meditada, iba a dejarlos morir a manos de los musulmanes», y alega razones políticas, como que el Campeador, con su cabalgada, perturbaba los pactos entre Alfonso y al-Qadir, señor del territorio toledano[86].
Decíamos al comienzo que la reconstrucción del pasado tiene que hacerse, forzosamente, de modo fragmentario. Como ha señalado Ermelindo Portela, tanto el Cid como Gelmírez se benefician de haber vivido tiempos de crisis, el medio idóneo para multiplicar las ocasiones de desarrollar al máximo sus cualidades personales[87]. Pero ello no se revela como un impedimento o un obstáculo; al contrario, es una gran ventaja, ya que la escasez de fuentes que suele caracterizar la vida de estos personajes permite difuminar la imagen del Cid, lo que, unido a un texto panegírico como el Poema, posibilita su mitificación.
En nuestro caso no es especialmente relevante el hecho de que los destierros se hubiesen debido a envidias propiciadas por una corte capaz de influir en las decisiones de Alfonso VI o a una actitud perniciosa del Campeador. Lo realmente interesante en estas páginas es conocer la forma en que se utilizan una serie de tópicos recurrentes contenidos en las historias generales al servicio de un único objetivo, que es el de exculpar de cualquier tipo de responsabilidad al Cid, dentro de un proceso más amplio, como es el de la construcción de la identidad nacional española, o, en expresión de George L. Mosse, de la nacionalización de las masas[88]. Para ello se rescatan, como hemos visto en el apartado anterior, fábulas como la Jura de Santa Gadea, o se omite en lo posible el término «traidor» en la mayoría de estas narraciones, y si finalmente se menciona es para corregir a continuación que se trata de una acusación motivada por la envidia por parte de ciertos nobles. El Cid se eleva, así, al panteón mitológico de los héroes nacionales, del que ya formaban parte personajes como Viriato, Sertorio o Fernán González.
EL CID COMO ARQUETIPO DE «ESPAÑOL»
El Cid poseía todos los elementos necesarios para erigirse en una figura esencial dentro de la construcción de la identidad nacional española. La tortuosa relación que mantuvo con Alfonso VI, la equívoca estancia en tierra musulmana que los destierros le habían propiciado, dando lugar a interpretaciones que servían tanto a defensores como a detractores, o su abrumador dominio militar en las tierras levantinas, fueron factores determinantes que nos permiten comprender la imagen del Campeador que llegó hasta nuestros días. Incluso entre las fuentes musulmanes se auguraba: «Sous un Rodrigue cette Péninsule a été conquise, mais un autre Rodrigue la délivera»[89]. Si a esto le sumamos que la leyenda y la literatura, de la que el alegórico Poema es la muestra más representativa, contribuyeron decisivamente a enriquecer los perfiles del Cid, facilitando una biografía más intensa y ejemplar, entenderemos la visión panegírica que se traduce de él en las historias generales.
Pero, ¿por qué el Cid es aceptado como un héroe nacional? Para comprender su proceso de mitificación habría que realizar una consideración previa que tiene que ver con el punto de inflexión que marca el siglo XIX en la tradición historiográfica española. No es que se aprecie un cambio significativo en el tratamiento que se le dispensa al Campeador entre las historias de España anteriores y las posteriores al siglo XIX, ya que en todas se presenta un esquema más o menos homogéneo, en el que el Cid es el paradigma de buen caballero. Esto es un hecho bastante frecuente en la historiografía española, que no se caracterizó nunca por poseer una especial originalidad, sino más bien por repetir, copiándolos de autores precedentes, los mismos tópicos que habían jalonado el discurso histórico. La narración no suele sufrir variaciones importantes en muchos de sus episodios o personajes fundamentales. Es el caso, por ejemplo, de la visión que se ofrece de las resistencias de Sagunto y Numancia, de las guerras cántabras o de las biografías de Viriato y Sertorio, cuyos presupuestos son perfectamente asumibles desde el siglo XV hasta el XX. Aun así, es cierto que tanto en las narraciones decimonónicas como en las de principios del siglo XX se entremezclan algunos niveles, sobre todo la enseñanza de la historia y la labor del historiador, que merecen nuestra atención, puesto que son dos factores que explican en gran medida la socialización de los héroes, que en otras épocas estaba más restringida a las clases cultas.
En el siglo XIX el historiador deja de ser el monje que escribía la crónica de su monasterio o el cronista de una ciudad. Al desaparecer ellos surge