Creía Menéndez Pidal que el individualismo y la falta de un sentimiento de colectividad se traducían en la envidia que caracterizaba España. La vida del Cid no era ajena a esta idea, más bien al contrario: representaba a la perfección la prueba de que ese carácter nacional[61] era real y mantenía una pervivencia más o menos continua desde el mundo antiguo. Parece claro que hallar concomitancias entre personajes a los que separan siglos, no ocupan la misma situación geográfica, ni cuentan con los mismos condicionantes políticos, sociales, económicos y psicológicos, e integrarlo todo en un discurso vertebrado en torno a España, podría llevar a un claro anacronismo. Decir que el Cid luchaba por una nación equivaldría a afirmar que los saguntinos o los numantinos habían dado su vida en una guerra de independencia contra cartagineses y romanos, creencia que dominó, por cierto, desde el padre Mariana hasta el primer tercio del siglo XX. José Álvarez Junco ha apuntado que España existió en el sentido de que el vocablo Hispania, sucesor del griego Iberia, fue acuñado por los romanos y pervivió en el romance medieval traducido como Espanna o España, pero durante mucho tiempo su único significado fue geográfico, no adquiriendo contenido político hasta hace quinientos años, cuando todos los reinos peninsulares, a excepción de Portugal, se reunieron bajo un solo monarca[62]. Por ello resulta interesante la siguiente cita de Menéndez Pidal, ya que nos permite comprender cómo veía él esa línea temporal que unía el destino de las sucesivas personalidades que protagonizaban la historia española:
Toda historia de hombre insigne español ha de ocuparse en esos entorpecimientos de la envidia, y la primera biografía aparte que en nuestra literatura se escribe, la del Cid, nos da ya repetidas noticias de este perpetuo duelo de la generosidad con la malevolencia. Al Cid envidian los grandes de la corte, le envidian sus propios parientes, le envidia el rey[63].
No hay duda de que tanto para Menéndez Pidal como para la mayoría de la tradición historiográfica española se urde toda una trama de intrigas que tienen como único objetivo el descrédito del Cid. En su obra de referencia sobre el Cid, Pidal había advertido que la envidia poseía un extraordinario poder, puesto que abundaban en la corte real los «mestureros» o «mezcladores», que «constituían una verdadera calamidad pública que perturbaba hondamente la vida social, en cuanto el rey flaqueaba por carácter débil o receloso»[64]. Lafuente ya había escrito un siglo antes alertando sobre las fatídicas consecuencias que la división provocaría especialmente en el siglo XI, señalando a su vez ese defecto del ser nacional como razón que también explicaría el asentamiento tan prolongado de los invasores. La cita merece leerse completa:
Si disuelto el imperio ommiada no acabaron de expulsar las razas mahometanas, culpa fue del heredado espíritu de individualismo y de sus incorregibles rivalidades de localidad. Las envidias se recrudecieron después del triunfo de Catal-Alazor, y los reinados de Sancho y García de Navarra, de Ramiro de Aragón, de Fernando, Sancho, Alfonso y García de Castilla, León y Galicia, todos parientes o hermanos, presentan un triste cuadro de enconos y rencores fraternales, en que parece haberse desatado completamente los vínculos de patria y borrado del todo los afectos de la sangre[65].
No es posible comprender lo que rodea el destierro del Cid sin tener en cuenta esta interpretación dominante de la historiografía española. En el capítulo correspondiente de su Historia general, cuando tiene que regresar sobre los pasos del Campeador, Lafuente no evita recordar de nuevo amargamente que la «desunión y la rivalidad, plantas indestructibles en el suelo de España, y causas perpetuas de sus males, vinieron tambien á entorpecer y diferir la grande obra de la restauración», y es por ello que merecen elogios monarcas como Fernando I, ya que bajo su mando se ve «al reino unido de Castilla y de Leon alcanzar una importancia, una solidez y una superioridad cual no había tenido nunca todavía»[66]. Unas páginas más adelante, Lafuente insiste sobre el mismo tema, pero esta vez relacionando el mal de la división con el mayor enemigo del cristianismo en época medieval, el islam: «¿Cómo no aprovecharon los árabes aquellas discordias de los cristianos para consumar su conquista? Porque ellos estaban á su vez mas divididos que los españoles»[67]. Esta actitud fue refrendada enérgicamente y casi del mismo modo por Miguel Morayta medio siglo después: «¡Cómo no habían de arraigarse en España los moros! Si la energía que empleaban Berenguer y Alfonso contra el Cid, y el Cid contra Berenguer, contra Alfonso y contra Rodrigo (…) la hubieran utilizado en combatir á los moros (…) Yusuf no se habría establecido en España»[68]. Esta visión cumple un doble objetivo. Por un lado, justificar la presencia musulmana en la Península en base a una falta de cohesión y no en virtud de una debilidad cristiana o un atraso militar; y, en segundo lugar, pero no menos importante, presentar al Cid como víctima de una persecución por parte de una serie de acólitos envidiosos de la corte real, que cumplía el propósito fundamental de eliminar el adjetivo «traidor» de la hagiografía cidiana.
El papel del Cid como traidor en las historias generales admitiría, no obstante, otro punto de vista. No cabe duda de que los cronistas reales eran, como ha señalado Richard L. Kagan, oficiales de la Corona en primer lugar, y, en segundo, historiadores, lo que equivale a decir que su narración debía ser acorde a los intereses de cada monarca y a los intereses morales imperantes, entre los que se encontraban mantener a Rodrigo Díaz como prototipo del ser nacional[69]. ¿Podrían, entonces, Mariana, Lafuente, Morayta o Menéndez Pidal atribuir al Cid el apelativo de traidor si ellos tenían el convencimiento de que en realidad se trataba de una conjuración en contra del caballero? En todas las historias se sostiene que la víctima había sido el Cid, a quien todos, incluso Alfonso VI, envidiaban sus aptitudes guerreras, su valor, su fortaleza o su defensa del cristianismo contra el invasor musulmán. Por ello, quizá los roles se tendrían que intercambiar y mostrar, de acuerdo con lo escrito en esos relatos, a unos cortesanos y un monarca traidores que destierran al Cid debido al rencor que les produce ser incapaces de igualar sus cualidades.
Una vez visto el retrato que dibujan las historias generales de los destierros del Cid, convendría ahora realizar algunas consideraciones acerca de la idea de traición y traidor en época medieval, así como de la noción de destierro, relacionándolo con algunos de los códigos legales más relevantes de la época. La diferencia esencial ya la hemos apuntado con anterioridad. A medida que el poder se va concentrando en una sola persona, el agravio pasará a ser contra el rey, tratándose de un hecho que envuelve, y esto es el punto elemental para entender esta noción de traición, la idea de un compromiso personal roto, lo que se suele denominar Treubruch o Infidelitas. Entre los peores crímenes que el traidor podía cometer contra su señor se encontraban la rebelión y, por supuesto, el asesinato. Lo cierto es que, aunque en Castilla en sentido jurídico no hay régimen feudal, sí hubo un régimen vasallático-beneficial en el que la fidelidad era esencial.
Pero antes de proseguir con el supuesto papel de traidor del Cid tendríamos que preguntarnos dentro de qué categoría podríamos encuadrar su primer destierro, ya que en ningún lugar se dice que el Campeador desarrollase una actitud traicionera en ese caso concreto, sino que más bien guardaría relación con la intención de Alfonso VI de arrojarlo del reino. Si queremos comprender mejor la capacidad del rey para decretar el destierro sobre alguno de sus vasallos habría que aludir a una de sus potestades más importantes: la ira o indignatio