El stárets Zosima tenía unos sesenta y cinco años, y procedía de una familia de terratenientes; en otro tiempo, en su juventud, había sido militar y había servido en el Cáucaso como oficial. Indudablemente, alguna de las cualidades peculiares de su alma había impresionado a Aliosha. Éste vivía en la celda del propio stárets, que le había tomado mucho afecto y lo admitía a su lado. Hay que señalar que Aliosha, aunque residía entonces en el monasterio, aún no estaba atado en ningún sentido, podía ir a donde quisiera, incluso durante días, y, si llevaba hábito, lo hacía de forma voluntaria, para no destacar en el monasterio. Aunque, evidentemente, era algo que le complacía. Es posible que en la imaginación juvenil de Aliosha hubieran ejercido una poderosa influencia la fuerza y la gloria que envolvían sin descanso al stárets. Muchos contaban de él que, habiendo admitido durante años a cuantos se acercaban hasta él para confesarse, sedientos de consejo y de consuelo, eran tantas las revelaciones, las muestras de congoja, las confidencias que había acogido en su alma que había acabado por adquirir una perspicacia extraordinariamente sutil, de modo que le bastaba con una simple mirada al rostro del desconocido que se presentaba ante él para adivinar qué era lo que lo había llevado hasta allí, qué era lo que necesitaba e incluso qué clase de tormento desgarraba su conciencia; así, asombraba, desconcertaba y casi asustaba al recién llegado haciéndole ver que conocía su secreto antes de que pronunciara una sola palabra. Pero, además de eso, Aliosha pudo advertir casi siempre que una gran parte, por no decir la totalidad, de quienes se acercaban al stárets por primera vez, con ánimo de hablar con él a solas, acudían temerosos e inquietos, pero se marchaban casi siempre radiantes y dichosos, y hasta el rostro más lúgubre se tornaba en un rostro feliz. A Aliosha también le llamaba poderosamente la atención el hecho de que el stárets no fuera nada severo; al contrario, casi siempre se mostraba afable en el trato. Los monjes decían de él que, precisamente, se sentía espiritualmente más unido a quienes más pecaban, y era al mayor de los pecadores a quien amaba por encima de todos los demás. Entre los monjes, no faltaban quienes odiaban al stárets y le tenían envidia, incluso cuando se hallaba ya próximo al final de su vida, pero su número había menguado y preferían guardar silencio, si bien había entre ellos algunos individuos de notable fama e importancia en el monasterio; era el caso de uno de los monjes más veteranos, el cual observaba con todo rigor el voto de silencio y era un estricto ayunador. De todos modos, la inmensa mayoría había tomado partido, sin duda alguna, por el stárets Zosima, y eran muchos quienes lo querían de todo corazón, fervorosa y sinceramente; algunos, incluso, lo veneraban casi con fanatismo. Éstos decían abiertamente, aunque en voz no muy alta, que era un santo, que no cabía al respecto la menor duda, y, previendo su muerte ya cercana, esperaban sus milagros en cualquier momento y contaban con que en un futuro muy próximo el monasterio alcanzaría una fama inmensa gracias al difunto. El propio Aliosha creía ciegamente en la fuerza milagrosa del stárets, del mismo modo que creía ciegamente en la historia del ataúd que había salido despedido de la iglesia. Veía cómo muchos de los que acompañaban a niños o a parientes enfermos, y que le suplicaban que les impusiera las manos y rogara por ellos, regresaban al poco tiempo, algunos incluso al día siguiente, y, cayendo de rodillas ante él con lágrimas en los ojos, le daban las gracias por la sanación de sus enfermos. Si se trataba de una auténtica sanación o solo de una mejoría natural en el curso de la enfermedad, eso era algo que Aliosha no se cuestionaba, pues él creía ya sin reparos en la fuerza espiritual de su maestro, y la gloria de éste era como un triunfo propio. Pero el corazón le temblaba con especial intensidad y todo él parecía radiante cuando el stárets salía al encuentro de la multitud de peregrinos que esperaba su aparición junto al portal del asceterio, gente humilde que acudía
Автор: | Федор Достоевский |
Издательство: | Bookwire |
Серия: | |
Жанр произведения: | Языкознание |
Год издания: | 0 |
isbn: | 9782377937080 |
en un célebre eremitorio, la Óptina de Kozelsk[26]. No sabría decir cuándo ni quién estableció el stárchestvo en el monasterio situado a las afueras de nuestra ciudad, pero se estimaba que en él se habían sucedido ya tres startsy, de los que el último era el stárets Zosima, si bien éste estaba ya en las últimas, a causa de la debilidad y las enfermedades, y no se sabía quién podría sustituirlo. Se trataba de un problema importante para nuestro monasterio, que hasta entonces no había destacado en ningún sentido: no había en él reliquias de santos venerables ni iconos aparecidos de forma milagrosa; por no haber, ni siquiera había leyendas gloriosas asociadas a nuestra historia, ni podía presumir el monasterio de hazañas históricas o de servicios a la patria. Si floreció y gozó de fama en toda Rusia fue, precisamente, gracias a los startsy: para verlos y oírlos acudían en masa los peregrinos desde miles de verstas de distancia. En definitiva, ¿qué es un stárets? Un stárets es alguien que toma vuestra alma y vuestra voluntad en su alma y en su voluntad. Al elegir un stárets, renunciáis a vuestra voluntad y se la entregáis en un acto de absoluta obediencia, renunciando por completo a vosotros mismos. El predestinado acepta de buena gana este noviciado, esta terrible escuela de vida, en la esperanza de vencerse a sí mismo tras la larga prueba, de dominarse hasta el punto de ser capaz de alcanzar finalmente, por medio de la obediencia de por vida, la libertad perfecta, esto es, la libertad frente a uno mismo, evitando la suerte de quienes han vivido toda la vida sin haberse encontrado a sí mismos. Esta invención, o sea, el stárchestvo, no es algo teórico, sino que surgió en Oriente a partir de una práctica que es ya milenaria en la actualidad. Las obligaciones hacia el stárets no se limitan a la habitual «obediencia», que siempre ha regido en nuestros monasterios rusos. Se acepta la confesión permanente al stárets de todos sus adeptos y el vínculo inquebrantable entre el que ata y el que es atado. Cuentan, por ejemplo, que una vez, en los primeros tiempos del cristianismo, uno de esos novicios, tras incumplir cierta obligación que le había impuesto el stárets, huyó de su lado y abandonó el monasterio, marchándose a otro país, de Siria a Egipto. Aquí, después de prolongados y enormes sacrificios, se hizo digno de afrontar grandes padecimientos y morir como mártir por la fe. Mas, cuando en la iglesia estaban enterrando su cuerpo, venerándolo ya como a un santo, al proclamar el diácono: «¡Que se adelanten los catecúmenos!», el ataúd donde yacían los restos del mártir cayó de su sitio y salió despedido del templo. Y así hasta tres veces. Por fin descubrieron que aquel santo que había sufrido martirio había roto la obediencia y había abandonado a su stárets, por lo que sin permiso de éste no podía ser absuelto, a pesar incluso de sus enormes proezas. Solo cuando el stárets, al que habían llamado, lo dispensó de su obediencia, fue posible proceder a su entierro. Desde luego, todo esto no es más que una antiquísima leyenda, pero he aquí un suceso reciente: un monje contemporáneo nuestro se había retirado al monte Athos, y de pronto su stárets le ordenó que abandonara aquel lugar, que amaba con toda su alma como santuario, como refugio seguro, y que marchara en primer lugar a Jerusalén, a honrar los Santos Lugares, y regresara después a Rusia, dirigiéndose al norte, a Siberia: «Allí está tu sitio, no aquí». Desconcertado y abatido por la tristeza, el monje se presentó en Constantinopla ante el patriarca ecuménico y le rogó que lo dispensara de la obediencia, pero el arzobispo le respondió que no solo él, patriarca ecuménico, no estaba en condiciones de concederle esa dispensa, sino que en toda la tierra no había ni podía haber autoridad capaz de liberarlo de tal obligación, toda vez que le había sido impuesta por su stárets, salvo la autoridad del propio stárets que se la había señalado. Así pues, el stárchestvo está investido, en determinados casos, de un poder ilimitado e inescrutable. De ahí que, al principio, en muchos monasterios rusos fuera objeto casi de persecución. Por el contrario, entre el pueblo los startsy gozaron desde muy pronto de un gran respeto. A ver a los startsy de nuestro monasterio acudían, por ejemplo, tanto las gentes sencillas como las personas más distinguidas, con intención de postrarse ante ellos, confesarles sus dudas, pecados y padecimientos y pedirles consejo y exhortación. Al ver aquello, los detractores de los startsy, entre otras acusaciones, clamaban que así se degradaba arbitraria y caprichosamente el sacramento de la confesión, y ello a pesar de que las ininterrumpidas confesiones, en las que desnudan su alma, de los novicios o de los laicos al stárets se producen al margen de cualquier carácter sacramental. En todo caso, el stárchestvo pudo preservarse y poco a poco se va asentando en los monasterios rusos. Aunque también es posible que este instrumento probado y ya milenario de regeneración moral del hombre, a quien hace pasar de la esclavitud a la libertad y al perfeccionamiento espiritual, llegue a convertirse en un arma de doble filo, llevando a algunos, no a la humildad y al dominio perdurable de sí, sino al más satánico de los orgullos; es decir, a las cadenas, no a la libertad.
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Monasterio situado en las inmediaciones de la localidad de Kozelsk, en la región de Kaluga, al sudoeste de Moscú. El propio Dostoievski visitó este monasterio en 1878, en compañía del filósofo Vladímir Serguéievich Soloviov (1853-1900).