¿A qué había venido Iván Fiódorovich? Recuerdo que ya por entonces me hice yo esta pregunta casi con cierta inquietud. Aquella aparición tan fatídica, que tantísimas consecuencias tendría, fue luego para mí durante mucho tiempo, casi para siempre, un asunto poco claro. Juzgándolo a grandes rasgos, resultaba extraño que un joven tan instruido, tan orgulloso y precavido en apariencia, se presentara de pronto en aquella casa tan indecente, ante un padre que no había querido saber nada de él en toda su vida, que no lo conocía ni se acordaba de él, un padre que, aunque no habría dado dinero por nada del mundo si un hijo suyo se lo hubiera pedido, había vivido siempre con el temor de que también sus hijos Iván y Alekséi se presentaran en alguna ocasión con esa intención. Y resulta que ese joven se instala en casa de su padre, pasa con él un mes y otro mes, y los dos acaban entendiéndose a la perfección. Esto sorprendió a mucha gente, no solo a mí. Piotr Aleksándrovich Miúsov, de quien ya he hablado antes, pariente lejano de Fiódor Pávlovich por parte de su primera mujer, estaba por entonces de visita en nuestra ciudad, en su finca de las afueras, llegado de París, donde se había establecido definitivamente. Recuerdo que él, precisamente, se sorprendió como el que más al conocer a aquel joven, que había despertado en él un enorme interés y con quien rivalizaba a veces en conocimientos, no sin cierto resquemor. «Es orgulloso —nos decía de él entonces—, siempre sabrá ganarse la vida, ahora dispone de dinero para salir al extranjero… ¿Qué se le ha perdido aquí? Todo el mundo tiene claro que no se ha presentado en casa de su padre para pedirle dinero, porque en ningún caso se lo iba a dar. No es aficionado al alcohol ni a las juergas, pero resulta que el anciano no puede pasarse sin su hijo, ¡hasta tal punto se han hecho el uno al otro!» Era verdad; el joven ejercía incluso una influencia apreciable en el viejo; éste, aunque era extraordinariamente caprichoso, cuando no maligno, empezó casi a obedecerlo, y hasta a comportarse a veces con más decencia…
Solo más tarde llegó a aclararse que Iván Fiódorovich había venido a la ciudad, en parte, a petición de su hermano mayor, Dmitri Fiódorovich, a quien prácticamente vio por primera vez en su vida en aquellos momentos, con ocasión de aquel viaje, pero con quien ya había establecido correspondencia antes de venir de Moscú, con motivo de un asunto importante que afectaba sobre todo a Dmitri Fiódorovich. Qué asunto era aquél ya lo sabrá el lector con todo detalle llegado el momento. De todos modos, incluso cuando yo ya me había enterado de esa especial circunstancia, Iván Fiódorovich siguió pareciéndome enigmático y su llegada a nuestra ciudad, a pesar de todo, inexplicable.
Añadiré además que Iván Fiódorich daba entonces la impresión de actuar como mediador y conciliador entre el padre y el hermano mayor, Dmitri Fiódorovich, el cual estaba tramando un grave conflicto e incluso una demanda judicial contra el padre.
La familia, insisto, se reunió por primera vez al completo en aquella ocasión, y algunos de sus miembros ni siquiera se habían visto nunca. Tan solo el hermano menor, Alekséi Fiódorovich, hacía ya cosa de un año que vivía entre nosotros, de modo que había venido a parar a nuestra ciudad antes que sus hermanos. Es de Alekséi de quien me resulta más difícil hablar en este relato introductorio, antes de hacerlo salir a escena en la novela. Pero es imprescindible escribir también acerca de él unas palabras preliminares, al menos para aclarar de entrada una circunstancia muy extraña: me refiero, concretamente, al hecho de que me veo obligado a presentar a los lectores, desde la primera escena de la novela, a mi futuro protagonista vestido con hábito de novicio. Sí, hacía ya cosa de un año que vivía en nuestro monasterio y, aparentemente, se estaba preparando para encerrarse en él de por vida.
IV. Aliosha
, el tercer hijo
Solo tenía entonces veinte años (su hermano Iván pasaba de los veintitrés, y el mayor, Dmitri, se acercaba a los veintiocho). Diré en primer lugar que este joven, Aliosha, no era de ningún modo un fanático ni, en mi opinión al menos, un místico. Expresaré desde el principio mi parecer sin reservas: era sencillamente un filántropo precoz y, si se había adentrado en la senda de la vida monástica, eso se debía tan solo a que era en aquel tiempo la única que le había impresionado, la única en la que veía, por así decir, un ideal, una salida para su alma, ansiosa de abandonar las tinieblas del mal del mundo y ascender hacia la luz del amor. Y esa senda le sedujo por la sencilla razón de que había encontrado en ella a un ser que, en su opinión, resultaba excepcional: el célebre stárets