Los hermanos Karamázov. Федор Достоевский. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Федор Достоевский
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9782377937080
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preliminar,[13] o, mejor dicho, su cara externa. Pero, antes de abordar esa novela, aún es preciso referirse a los otros dos hijos de Fiódor Pávlovich, los hermanos de Mitia, y explicar cómo fueron sus comienzos.

      III. Segundo matrimonio y segundos hijos

      Muy poco después de haberse quitado de encima a Mitia, que tenía por entonces cuatro años, Fiódor Pávlovich se casó en segundas nupcias. Este segundo matrimonio duró unos ocho años. A su segunda mujer, Sofia Ivánovna, también muy jovencita, la tomó en otra provincia a la que había viajado para ocuparse de un negocio de poca monta, en compañía de un judío. Por muy juerguista, bebedor y escandaloso que fuera, Fiódor Pávlovich nunca dejó de ocuparse de sus inversiones, y siempre le iba bien en sus pequeños tratos, eso sí, valiéndose por lo general de artimañas. Sofia Ivánovna era una «huerfanita», privada de sus padres desde la niñez; hija de un oscuro diácono, había crecido en la rica casa de su protectora, educadora y torturadora, una anciana distinguida, viuda del general Vorójov. No conozco los detalles, pero sí oí decir que, por lo visto, a la protegida, una niña modesta, ingenua y callada, en cierta ocasión le habían retirado del cuello una soga que ella misma había colgado de un clavo en la despensa; hasta tal punto se le hacía difícil aguantar los antojos y los continuos reproches de aquella vieja, que al parecer no era mala, pero sí, por culpa de la ociosidad, insoportablemente despótica. Fiódor Pávlovich pidió su mano; hicieron gestiones para saber de él y lo echaron, pero he aquí que él, una vez más, como con el primer matrimonio, le propuso a la huérfana el expediente del rapto. Es posible, pero que muy posible, que ella no se hubiera casado con él por nada del mundo de haber conocido a tiempo más detalles suyos. Pero era de otra provincia y, además, ¿qué podía entender una muchachita de dieciséis años, más allá de que era preferible arrojarse a un río que seguir en casa de su protectora? De ese modo cambió la pobrecilla a una protectora por un protector. Fiódor Pávlovich no sacó en esta ocasión ni cinco, porque la generala se enfadó, no dio nada y, para colmo, maldijo a los dos; pero él tampoco contaba con obtener nada esta vez, sencillamente se había visto atraído por la notable belleza de la inocente chica y, sobre todo, por su aspecto candoroso, que impresionó a un hombre lujurioso como él, a un vicioso que hasta entonces solo se había fijado en la tosca hermosura femenina. «Aquellos ojillos ingenuos me atravesaron el alma como una navaja», solía comentar más tarde, acompañándose de sus repugnantes risitas. En todo caso, en aquel hombre lascivo solo podía tratarse de una atracción carnal. Sin haber obtenido ninguna gratificación, Fiódor Pávlovich no se prodigó en cumplidos con su mujer y, aprovechándose de que ella era, por así decir, «culpable» ante él y de que él prácticamente la había «librado de la soga», aprovechándose, además, de su colosal mansedumbre y sumisión, pisoteó hasta las reglas más básicas del matrimonio. En presencia de su esposa, acudían a su casa mujeres indecentes y se organizaban orgías. Diré, como rasgo característico, que el criado Grigori, hombre triste, necio y testarudo, que en su momento había odiado a la primera señora, Adelaída Ivánovna, en este caso tomó partido por la nueva ama: la defendía y discutía por ella con Fiódor Pávlovich en un tono casi inadmisible en un criado, y en cierta ocasión llegó a acabar por la fuerza con una orgía, ahuyentando a todas las desvergonzadas que habían acudido. Posteriormente, la infeliz joven, que había vivido aterrada desde su más tierna infancia, sufrió una especie de dolencia nerviosa femenina, que se da más a menudo entre las humildes aldeanas, a las que llaman «enajenadas» cuando padecen esta enfermedad. Por culpa de este mal, con sus terribles ataques de histerismo, en ocasiones la enferma llegaba a perder el juicio. A pesar de todo, le dio a Fiódor Pávlovich dos hijos, Iván y Alekséi: aquel nació en el primer año de matrimonio; su hermano tres años después. Cuando murió su madre, el pequeño Alekséi no había cumplido aún los cuatro años y, por raro que parezca, sé que la recordó durante toda su vida, como entre sueños, desde luego. Tras su muerte, a los dos niños les ocurrió prácticamente lo mismo que al primero, Mitia: fueron totalmente olvidados y abandonados por su padre, y quedaron al cuidado de Grigori, quien los llevó consigo a la isba de la servidumbre, como había hecho con su hermano. Fue en esa isba donde los encontró la despótica generala, protectora y educadora de su madre. Aún seguía viva y en todo aquel tiempo, en aquellos ocho años, no había podido olvidar la ofensa recibida. A lo largo de esos ocho años había obtenido, bajo cuerda, cumplida información de la existencia cotidiana de su Sofia y, al enterarse de que estaba enferma y del ambiente escandaloso que la rodeaba, dos o tres veces les comentó en voz alta a las mujeres que vivían acogidas en su casa: «Le está bien empleado; Dios la ha castigado por su ingratitud».

      A los tres meses justos de la muerte de Sofia Ivánovna, la generala en persona se presentó de pronto en nuestra ciudad y se encaminó sin demora a casa de Fiódor Pávlovich. Apenas estuvo en la ciudad una media hora, pero fue mucho lo que hizo. Era ya por la tarde. Fiódor Pávlovich, a quien no había visto en esos ocho años, salió a recibirla algo achispado. Cuentan que ella, nada más verlo, de buenas a primeras, sin dar explicaciones, le soltó un par de rotundas y sonoras bofetadas y le tiró tres veces del tupé, de arriba abajo, tras lo cual, sin añadir palabra, se dirigió a la isba donde estaban los dos chiquillos. Al advertir, de un simple vistazo, que estaban sin lavar y llevaban ropa sucia, le propinó inmediatamente otra bofetada al propio Grigori y le comunicó que se llevaba a los dos niños; acto seguido los cogió tal y como estaban, los arropó con una manta de viaje, los subió al coche y se los llevó a su ciudad. Grigori encajó aquella bofetada cual esclavo sumiso, no se le escapó una sola palabra ofensiva y, cuando acompañó a la anciana señora hasta el coche, hizo una profunda reverencia y dijo con aire imponente: «Dios sabrá premiarla por los huérfanos». «¡Si serás tarugo!», le gritó la generala al partir. Fiódor Pávlovich, tras considerar todo el asunto, concluyó que no era mala solución y más tarde, al formalizar su consentimiento para que sus hijos se educaran en casa de la generala, no se mostró disconforme en ningún punto. En cuanto a las bofetadas que había recibido, él mismo fue contándolo por toda la ciudad.

      Sucedió que, poco después, la propia generala falleció, si bien lo hizo después de haber anotado en su testamento que dejaba mil rublos a cada uno de los dos pequeños, «para su instrucción, y para que todo este dinero sea necesariamente gastado en ellos, con la condición de que les llegue hasta su mayoría de edad, pues es una cantidad más que suficiente para tales niños; no obstante, si alguien lo desea, siempre puede rascarse el bolsillo», y así sucesivamente. Yo no he leído el testamento, pero sí he oído decir que especificaba algo de ese tenor, un tanto extraño, expresado en un estilo excesivamente peculiar. El heredero principal de la vieja resultó ser, no obstante, un hombre honrado: Yefim Petróvich Polénov, decano provincial de la nobleza. Después de haberse escrito con Fiódor Pávlovich y comprendiendo desde el primer momento que no iba a sacarle el dinero para la educación de sus hijos (si bien Fiódor Pávlovich nunca se negaba abiertamente a nada, sino que en tales casos se dedicaba a dar largas; a veces incluso se deshacía en manifestaciones de sentimiento), decidió intervenir personalmente en el destino de los huérfanos y se encariñó en particular con el más pequeño, Alekséi, el cual se crió, de hecho, durante largo tiempo en el seno de su familia. Ruego al lector que tenga esto presente desde el principio. Si estaban en deuda con alguien para toda la vida aquellos dos jóvenes, por su educación y formación, era precisamente con ese Yefim Petróvich, hombre de gran nobleza y humanidad, de los que pocas veces se encuentran. Conservó intactos los mil rublos que la generala había dejado a cada uno de ellos, de modo que, cuando alcanzaron la mayoría de edad, gracias a los intereses acumulados la cantidad ascendía ya a dos mil rublos; el propio Yefim Petróvich costeó su educación y, por supuesto, gastó en cada uno mucho más de mil rublos. No voy a entrar en este momento en un relato detallado de su infancia y su juventud, sino que me limitaré a mencionar las circunstancias más relevantes. Del mayor, Iván, diré únicamente que creció como un adolescente sombrío, encerrado en sí mismo; no es que fuera tímido, ni mucho menos, pero fue como si ya a los diez años hubiera llegado a la conclusión de que, de todos modos, se estaban criando en una familia extraña y gracias a la caridad ajena, y que su padre era un tal y era un cual, alguien de quien hasta daba vergüenza hablar, y todo eso. Este niño empezó muy pronto, prácticamente en su infancia (al menos, así me lo contaron), a mostrar unas aptitudes para el


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Dostoievski vuelve a aludir a su proyecto de escribir una segunda novela, de la que Los hermanos Karamázov constituiría una suerte de «introducción».