Adondequiera que fuese, todo el mundo apreciaba a aquel joven, y eso era así desde su más tierna infancia. Cuando fue a parar a casa de su benefactor y educador, Yefim Petróvich, se ganó de tal modo el cariño de la familia que todos lo consideraban un hijo más. Pero él había entrado en esa casa cuando no era más que un crío, a una edad en la que es imposible esperar de un niño astucia calculada, malicia o habilidad para adular y engatusar, mañas para hacerse querer. Por tanto, aquel talento para ganarse un singular afecto lo llevaba en su interior, en su naturaleza misma, por así decir, de forma genuina y espontánea. Lo mismo le ocurría en la escuela, y ello a pesar de que cualquiera habría dicho que era, precisamente, uno de esos niños que despiertan el recelo de sus compañeros, suscitando en ocasiones sus burlas y acaso su odio. Solía, por ejemplo, quedarse pensativo, como si tratara de aislarse. Desde muy pequeño le gustaba retirarse en un rincón a leer libros; sin embargo, sus compañeros llegaron a tomarle tanto aprecio que podría muy bien decirse que fue el favorito de todos ellos mientras estuvo en la escuela. Pocas veces hacía travesuras, tampoco solía divertirse, pero todos, al mirarlo, veían enseguida que no era cuestión de tristeza; al contrario, era un muchacho equilibrado y sereno. Nunca quiso destacar entre los chicos de su edad. Tal vez por eso mismo nunca tuvo miedo de nadie, si bien los demás niños se daban cuenta de inmediato de que él no se jactaba de su valor, sino que parecía no ser consciente de su arrojo y su coraje. Nunca se acordaba de las ofensas recibidas. En ocasiones, apenas una hora después de que se hubieran metido con él ya respondía al ofensor o era él mismo quien le dirigía la palabra con tal confianza y franqueza que cualquiera habría dicho que no había habido nada entre ellos. Y en esos casos no daba la impresión de haber olvidado la ofensa por casualidad ni de haberla perdonado deliberadamente, sino que, sencillamente, no consideraba que se tratase de ninguna ofensa; eso era algo que, decididamente, cautivaba y rendía a los otros niños. Solo había un rasgo de su carácter que, en todos los cursos del gimnasio, desde los más elementales hasta los superiores, despertaba en sus camaradas un deseo constante de reírse de él, pero no como una burla maliciosa, sino porque les hacía gracia. Se trataba de un pudor y una castidad inconcebibles, asombrosos. Era incapaz de escuchar determinadas palabras y determinadas conversaciones en torno a las mujeres. Por desgracia, es imposible extirpar esa clase de palabras y de conversaciones de los colegios. Muchachos puros de alma y corazón, siendo aún casi unos niños, se complacen a menudo en hablar entre ellos en las clases, incluso en voz alta, de asuntos, cuadros e imágenes de los que a menudo no se atreven a hablar ni los propios soldados; es más, los soldados ignoran y no aciertan a comprender mucho de lo que en este terreno ya es conocido por los retoños, jovencísimos aún, de nuestra alta y cultivada sociedad. Probablemente no se trata aún de depravación moral; tampoco de auténtico cinismo, libertino, interior, sino de algo externo, considerado por los mismos chicos incluso como algo delicado, fino, propio de valientes y digno de imitación. Viendo que, cada vez que se ponían a hablar «de eso», Alioshka Karamázov se tapaba de inmediato los oídos con las manos, los compañeros se dedicaban a acorralarlo de vez en cuando y, apartándole a la fuerza las manos de las orejas, le gritaban obscenidades al oído, mientras él procuraba zafarse, se tiraba al suelo, se quedaba tendido, se cubría, y todo ello sin decirles una sola palabra, sin insultar a nadie, soportando la humillación en silencio. Al final, no obstante, acabaron por dejarlo en paz y se cansaron de meterse con él llamándolo «niña»; es más, a este respecto lo miraban con compasión. Por cierto, en los estudios siempre estuvo entre los mejores de la clase, pero nunca destacó como el primero.
Cuando murió Yefim Petróvich, Aliosha siguió dos años más en el gimnasio provincial. La inconsolable viuda de Yefim Petróvich, casi inmediatamente después de la muerte de éste, emprendió un largo viaje a Italia con toda la familia, compuesta en exclusiva por mujeres, y Aliosha fue a parar a la casa de dos damas a las que no había visto en su vida, dos parientes lejanas de Yefim Petróvich, si bien no sabía en qué condiciones iba a residir allí. Era otro de sus rasgos, y muy característico, el de no preocuparse jamás por saber a costa de quién vivía. En eso, era el polo opuesto de su hermano mayor, Iván Fiódorovich, que tantos apuros pasó en sus dos primeros años de universidad, alimentándose merced a su trabajo, y que desde su infancia ya había sentido amargamente que vivía del pan ajeno, en casa de su bienhechor. Pero, por lo visto, no convendría juzgar con excesiva severidad este extraño rasgo del carácter de Alekséi, pues cualquiera que lo hubiese tratado mínimamente, en cuanto se planteaba esta cuestión, llegaba a la conclusión de que Alekséi era, indudablemente, uno de esos jóvenes que tanto recuerdan a los yuródivye[17], de modo que, si hubiera caído de pronto en sus manos un gran capital, no habría tenido el menor reparo en entregarlo para una buena obra a las primeras de cambio o, sencillamente, en dárselo a cualquier taimado pícaro que se lo hubiera solicitado. Hablando en términos generales, era como si no conociese en absoluto el valor del dinero, aunque no en el sentido literal de la expresión, como es natural. Cuando le daban algo de dinero para sus gastos, aunque él nunca lo pedía, o bien se pasaba semanas enteras sin saber en qué emplearlo, o bien se despreocupaba por completo y el dinero le desaparecía en un santiamén. En cierta ocasión, Piotr Aleksándrovich Miúsov, un hombre sumamente escrupuloso en lo tocante al dinero y la integridad burguesa, después de haberse fijado en Alekséi, pronunció a propósito de éste el siguiente aforismo: «Se trata, posiblemente, del único hombre en el mundo a quien uno podría dejar solo y sin dinero en