Prohibidos. Matías García. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Matías García
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9788418013133
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las manos a su rostro, limpia sus lágrimas y lo acaricia con desesperación.

      —No llores, por favor —implora—. Todo estará bien, todo estará bien…

      Con el que al parecer es su último aliento, Michael pronuncia lo siguiente:

      —Quiero que seas feliz.

      Y, como era de esperarse, sus ojos permanecen abiertos y fijos hacia el cielo. Ya no se oye su respiración agitada. Ya no se aprecian señales de vida.

      Está muerto.

      Los protectores lo han asesinado.

      Lloro a mares. Mi corazón se hace añicos. Puedo sentir el dolor de David como si fuera propio.

      Escucho un llanto desgarrador que me hace volver a la realidad. Descubro que David está atrapado en el trance generado por el reproductor. Me acerco con rapidez a la pantalla para tocar la opción para terminar con el procedimiento.

      —Muchas gracias por tus recuerdos, David —despide la mujer virtual del reproductor—. Buenas noches.

      La pantalla se va a negro, y regresa la imagen de las montañas nevadas. David se quita el casco y los electrodos, luego se lanza al suelo para darle puñetazos. Verlo tan abatido me destruye por dentro.

      Me agacho junto a él y, por un instante, olvido la enfermedad. Olvido lo que está bien y lo que está mal; lo que es normal y lo que no. Lo único que veo es a un hombre dolido que necesita un abrazo.

      Lo envuelvo con fuerza, ambos sollozamos por el recuerdo de una persona que murió a causa de algo que no podía controlar. A él, lo sucedido le duele más que a mí.

      Me doy cuenta de que aquello que David y Michael sentían no era producto de una enfermedad. Lo que ellos sentían era amor. El amor más puro y honesto que pudiera existir en la Tierra.

      David tiene razón: no estamos enfermos.

      CAPÍTULO 8

      Alicia

      El pánico me hará desvanecer.

      No muevo ningún músculo; ni siquiera parpadeo. Los pasos de los protectores se vuelven más y más audibles y la amenaza es cada vez más latente.

      Imagino los posibles sucesos futuros: Carlos y yo nos meteremos en problemas, pero no tan graves como los que tendrán William y Max. Si los protectores son capaces de traer consigo aeronaves y un escuadrón numeroso para atraparlos, es porque han de ser peligrosos.

      A pesar de las dificultades que enfrentaremos, Carlos tiene influencia y poder. Los protectores no se arriesgarán a ponerlo de mal humor. Podremos negociar un acuerdo y salir de esta, pero los demás no contarán con la misma suerte.

      Le debo mucho a Max. Tengo que ayudarlo.

      Y ya sé lo que haré.

      —Max, tengo una idea —susurro en su oído.

      —¿Qué idea? No es buen momento —musita.

      —Hágannos pasar por sus rehenes.

      —¿Qué?

      —Es la única alternativa que tienen para escapar —afirmo—. Es eso o ir a prisión.

      Max duda. No hay tiempo; debe decidir qué hacer. Los protectores se aproximan a nosotros y encienden una luz casi cegadora que ilumina el sótano de rincón a rincón.

      —Hecho —acepta, y le susurra algo a William en su oído. Ambos asienten.

      Es hora de actuar.

      —¡Alto! —grita William—. ¡Tenemos secuestrados a Carlos Scott y a su prometida!

      William se pone de pie con precaución. Levanta a Carlos de un brazo y le apunta la pistola en su sien derecha.

      —¡Lancen las armas al suelo o mataré a su futuro gobernador!

      Max saca una pistola del cinturón y repite la maniobra: me levanta con un brazo alrededor de mi cuello y apunta el arma en mi cabeza. Aunque confío en que no va a herirme, me estremece tener un objeto letal tan cerca de mí.

      Los protectores nos miran como si no creyeran lo que ven.

      —¿Son realmente Carlos Scott y su prometida? —pregunta uno de ellos.

      Me adelanto a Carlos.

      —¡No disparen, por favor! ¡Somos nosotros! ¡No nos maten! —confirmo con falsa desesperación—. ¡Bajen las armas! ¡No quiero morir! ¡Hagan lo que dicen, por favor! —ruego e intento fingir llanto.

      Me esfuerzo en mostrarme aterrada. Los protectores se miran unos a otros sin saber qué hacer. Un hombre alto, de aspecto intimidante y de no más de cuarenta años entra en el sótano. Lo reconozco como Richard Tenns, uno de los líderes del Cuerpo de Protección.

      —Bajen sus armas —ordena a los protectores.

      Ellos obedecen. Percibo odio en la voz y en la mirada de Richard. Su desprecio por William y Max es notorio.

      —Todos a la pared de la izquierda —exige William a viva voz—, o le volaré los sesos a este idiota mucho antes de que alguno de ustedes intente algo apresurado.

      Los protectores miran a Richard como si esperaran instrucciones. Él asiente. Los uniformados se agrupan contra la pared del lado izquierdo y dejan sus armas en el suelo.

      —No saldrán vivos de esta —amenaza el líder.

      Max tiembla por un segundo, pero retoma su faceta imperturbable de inmediato.

      —Si caemos, el gobernador y su novia caerán con nosotros —amenaza en respuesta.

      La tensión en el ambiente es electrizante. Avanzamos lentamente por el sótano. William y Max apuntan sus pistolas de un lado a otro entre los protectores, Carlos y yo.

      —¡Que bajen los protectores que están arriba! —ordena William en voz alta.

      Los protectores de la primera planta descienden las escaleras y se amontonan junto a los demás. Casi resulta gracioso que obedezcan a un par de jóvenes armados.

      Entiendo la extrema precaución y la obediencia del Cuerpo de Protección: Carlos es valioso. De sucederle algo malo, se desataría el caos en el país.

      —Subiremos al primer piso —informa William—. Ustedes se quedarán aquí hasta que Carlos y Alicia les anuncien que pueden subir, o un par de cabezas volarán en un abrir y cerrar de ojos. ¿Entendido?

      Los protectores asienten. Richard, por su parte, sonríe. Creo que, en el fondo, sabe que William y Max no tienen oportunidad de escapar.

      Ascendemos a la primera planta. Ya no hay protectores aquí, pero sí los hay afuera. Las luces rojas de las aeronaves tiñen la casa a través de las ventanas como un manto de sangre sobre las paredes. Los protectores del exterior no han de saber lo que sucede aquí dentro. De lo contrario, ya estarían apuntando sus armas desde las afueras de la construcción.

      —¿Qué harán ahora? —les pregunto a William y Max—. Afuera está lleno de protectores. No podrán escapar sin ser descubiertos.

      —¿Por qué rayos ayudas a estos secuestradores? —demanda Carlos en voz demasiado alta—. ¿Te has vuelto lo…?

      William vuelve a cubrir su boca, esta vez se lo agradezco en mis adentros. No quiero pensar en qué pasará si el Cuerpo de Protección se entera de que decidí ayudar a dos criminales.

      —Escaparemos por una puerta secreta de la parte trasera —me dice Max—. Debes quedarte aquí con Carlos.

      William libera a Carlos