Prohibidos. Matías García. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Matías García
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9788418013133
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vecino, solía besarse con su amigo en el jardín trasero de su casa, bajo la luz de la luna y cuando casi todos dormían. Yo los espiaba a través de la ventana de mi cuarto con una excitación que me asustaba y que me gustaba al mismo tiempo.

      El sonido de las bocas unidas de David y de Michael se oye en los parlantes. Al principio, siento la misma repulsión que las primeras veces que espiaba los besos nocturnos de Andrew y Ben. Poco a poco la repulsión por los besos de mi vecino y su amigo se convirtió en deseo. Deseaba besar y ser besado como ellos. Soñaba con sentir la misma pasión que se reflejaba en aquellos amantes prohibidos y refugiados en la oscuridad de la noche o en la seguridad de un cuarto cerrado.

      Alejo la mirada de la pantalla y miro a David. Él luce abatido. Respira entre jadeos y empapa su playera de sudor.

      La imagen regresa. Michael observa a David como si fuera el objeto más valioso en la Tierra. A juzgar por ello, adivino que él lo quería. Todo indica que ambos se amaban de forma genuina, a pesar de la enfermedad y de las mil restricciones que jugaban en contra.

      Un nuevo recuerdo aparece. Se hallan en la misma habitación, pero en un mes diferente. Ambos están desnudos, o eso alcanzo a ver.

      David lleva una mano al rostro de Michael y acaricia su mejilla con suavidad.

      —¿Estás seguro de que quieres hacer esto? —Oigo que pregunta.

      —Nunca estuve más seguro de algo —responde Michael.

      Se besan con pasión. Cierro los ojos hasta que la curiosidad me vence y me obliga a abrirlos. Michael y David se acarician tal como yo he intentado hacer con Caroline, con la diferencia de que su unión no es una farsa: lo de ellos es real. Ellos se desean. Ellos sí se quieren.

      La imagen es reemplazada de nuevo. Esta vez no veo a Michael, sino que diviso a una familia sentada en torno a una mesa. Es la familia de David. Los reconozco por las fotografías que vi en la pared de su cuarto. Sus padres lo escrutan con miedo en sus rostros y su hermano menor juega con un hámster robótico en una esquina de la habitación.

      —¿Qué es eso tan importante que debes decirnos? —inquiere la madre de David—. Dilo de una vez, nos tienes muy preocupados.

      —Yo… yo…

      —Vamos, habla —exige su padre en tono severo.

      David mira de un lado a otro. Creo saber lo que está por decir.

      —Tengo la enfermedad prohibida —confiesa de sopetón.

      Sus padres lo miran con asco y con temor a la vez. El hermano de David luce como si no entendiera lo que sucede.

      —¿Hace cuánto tienes la enfermedad? —demanda el padre. Parece esforzarse por mantener la calma.

      —La tengo hace… hace…

      —¡Responde!

      —Hace más de dos años —dice por fin.

      El padre se levanta de su asiento y abofetea a David hasta hacerlo caer de espaldas. David dirige la mirada al techo. Su papá se agacha junto a él y lo golpea una y otra vez.

      —¡Escondiste tu asquerosa enfermedad por más de dos años! ¿Qué tienes en la cabeza? ¡Ahora sabrás lo que es sufrir las consecuencias de tus actos!

      La imagen se ve borrosa porque David está llorando. Oigo también los sollozos de su madre y de su hermano, quienes le imploran al padre que deje de golpearlo. David no dice nada, ni siquiera se queja de los golpes. Se limita a llorar sin defenderse. En un intento por evitar que siga golpeando a David, su hermano menor se arroja sobre su padre para detenerlo, pero el hombre lo lanza al instante contra una pared. El niño llora. Su madre corre en su dirección para abrazarlo.

      Yo también estoy llorando y, cuando observo a David en el sofá, descubro lágrimas sobre sus mejillas.

      El espantoso recuerdo es sustituido por el que seguro es peor: David se encuentra en un quirófano. Él escudriña su cuerpo y me permite ver que está atado del tórax a los pies contra una camilla. Se mueve con fuerza de un lado a otro para liberarse, pero no logra hacerlo. La imagen vuelve a verse difusa debido a las lágrimas.

      Adivino lo que pasará: van a someterlo a la Cura.

      Un enfermero enmascarado y vestido de blanco acerca una jeringa al brazo de David. En su interior se aprecia un líquido verdoso que supongo es la Cura. Justo antes de que la aguja sea introducida en su brazo, un pitido resuena en los parlantes. Es tan molesto que debo cubrir mis oídos. Aparentemente, el pitido hace caer dormidos a los enfermeros y médicos del quirófano.

      Una persona irrumpe en el cuarto: es Michael. Llegó para rescatar a su novio.

      Me es inevitable sonreír. Pude sentir la desesperación de David como si fuera yo quien estuviera a punto de ser curado. Me alegra que lo salvaran a tiempo.

      —Prometí que nunca te abandonaría —le dice Michael.

      —Te amo, te amo, te amo… —repite David.

      Michael corta con una navaja cada uno de los amarres del cuerpo de su amado. Cuando ya está liberado, David lo atrae hacia él para besarlo. Si bien sentí cierta repulsión hace minutos, ahora la imagen me conmueve.

      David y Michael se encaminan hacia la puerta del quirófano. Tres hombres armados los esperan en el pasillo.

      —No te preocupes, ellos vienen conmigo —le informa Michael a David.

      ¿Qué hace alguien tan joven como Michael acompañado de hombres armados? Definitivamente debo preguntar al respecto cuando la reproducción de recuerdos acabe.

      David, Michael y sus acompañantes escapan por los pasillos del hospital. Una ensordecedora sirena genera estruendo, luces rojas tiñen los pasillos y una gran cantidad de personas corren despavoridas por todas partes.

      El grupo escapa hacia una salida de emergencia. Tras abrir la puerta metálica y abandonar el edificio, veo un aeromóvil a través de los ojos de David. Este sobrevuela la escalera de emergencia y, al parecer, está ahí para rescatar al grupo.

      David y los demás abordan el aeromóvil. El piloto enciende motores y aleja la nave a toda velocidad por el cielo nocturno. Michael y David se vuelven a besar, felices por haber huido.

      Me siento inexplicablemente contento. Sé que la sociedad asegura que se trata de una enfermedad, pero en los ojos de Michael se refleja un amor incuestionable.

      La escena acaba. Muchos recuerdos felices le siguen: Michael y David corriendo libres por el campo; Michael y David sentados junto a una hoguera; Michael y David en las aguas de un río; Michael y David riendo a carcajadas bajo un cielo estrellado, y varias otras escenas igual de conmovedoras que las anteriores.

      Viven momentos felices y llenos de amor. Momentos que yo nunca he vivido.

      Un recuerdo diferente aparece luego, también una nueva edad: veinte años.

      David y Michael corren por unos callejones sucios, oscuros y llenos de basura. No hay callejones así en Libertad, ni siquiera en Esperanza.

      Han de estar en el Sector G.

      —¡Corre! —grita Michael—. ¡Nos alcanzarán!

      Me estremezco al oír disparos. David voltea su cabeza mientras corre. En la pantalla se ven protectores armados que los persiguen.

      Los amantes prohibidos corren en zigzagueos. Las balas los rozan a escasos centímetros. De un segundo a otro, Michael cae al suelo y David se detiene. Logro descubrir a través de la visión de David lo que hizo caer a su amado: una bala le atravesó la espalda.

      —¡Basta! —ruega David—. ¡Deténganse!

      Los protectores pausan, pero no por la petición de David: balas llueven sobre ellos. David es rescatado otra vez. Él cubre a Michael con su cuerpo y lleva los brazos a la cabeza para evitar ser impactado por alguna de las balas de sus salvadores u oponentes.

      —Por favor, no me abandones —le suplica