—¿Sabías que un hermoso árbol murió para que tuvieras este mueble? —Recalco el disgusto en mi voz.
—En mi defensa, puedo decir que no lo he creado yo. —Cristián alza las manos como disculpa.
—¿Y de dónde lo sacaste?
—Estás en el G, chica elegante. —Emite una risa sarcástica—. Aquí puedes conseguirlo todo.
—Te pido por favor que no vuelvas a llamarme así. —Me exaspero.
—Lo siento, yo… perdóname. No acostumbro a hablar con chicas como tú.
—¿Chicas como yo?
—Ya sabes… de clase alta. —Lleva una mano a su nuca, in-
cómodo.
—No sé qué idea tienes sobre las personas de clase alta, pero créeme: no soy como ellos.
—Me alegra saberlo. —Sonríe.
Me duele que me encasillen solo por ser de Athenia o por ser la prometida de un futuro gobernador de la… Oh, no. ¡Carlos!
—¿¡Dónde está Carlos!?
—Te habías tardado. —Cristián esboza una mueca burlona—. Él duerme en la estancia. No te preocupes, está sano y salvo… y drogado hasta los pies.
Me apresuro a ingerir las pastillas antiinflamatorias con un sorbo de agua. Guardo mi teléfono en un bolsillo y me pongo de pie a pesar del dolor de cabeza.
—Espera. —Cristián me detiene antes de salir—. ¿No vas a comer?
—Después, necesito ver cómo está Carlos.
—Como quieras. —Se encoge de hombros—. Te llevaré a la estancia.
La casa de Cristián es, como imaginaba, bastante pequeña y sencilla. Me sorprende que, a pesar de ser una casa del G, se aprecia una vibra acogedora y que varios cuadros familiares decoran una pared. Cristián aparece solamente en una de las imágenes, sonriendo junto a personas que tampoco aparecen en las demás fotografías. La familia en la foto de Cristián luce feliz y rebosante de vida, a diferencia de la mía o de cualquier otra de Athenia.
—Tienes una hermosa familia —felicito—. ¿Dónde están? ¿Están dormidos?
Cristián no contesta mis preguntas, solo guarda silencio. Decido no insistir más al respecto y concentrarme en mis propios asuntos.
Carlos duerme sobre un sofá añejo en el fondo de la estancia. Suspiro con alivio al verlo. Está vivo, y yo también. Le debemos mucho a Cristián.
—Helo aquí tu elegante y predilecto príncipe drogado —bromea.
Me acerco a Carlos y me siento a su lado en el sofá. A simple vista luce bien, con el rostro tan falsamente angelical como de costumbre. Tomo su mano y la aprieto con fuerza. Hoy pude haberlo perdido. Sé que no es perfecto. Sé que no es la clase de hombre con el que me gustaría pasar la vida. Y sé que no podrá hacerme feliz. Pero, en el fondo, lo quiero. No puedo evitar hacerlo.
—Si supieras por todo lo que me hiciste pasar hoy —mascullo, aunque él no pueda oírme.
Cristián carraspea a mi lado.
—Descuida, puedes dormir a su lado si quieres —ofrece con ironía—. El sofá es grande.
—¿Dónde lo encontraste? —pregunto, señalando a mi prometido.
—Como dije, lo encontré a unas cuantas calles de aquí. Estaba inconsciente en el suelo, pero eso no me sorprende.
—¿Por qué no?
—Tu novio acostumbra a merodear por el G al menos una vez cada dos semanas. Suele meterse en problemas y… disculpa, creo que estoy hablando de más.
—No te preocupes —suspiro—. Conozco bien a mi futuro esposo.
Cristián agacha la mirada. No sé si es por incomodidad o por lástima.
—Él debería tener más cuidado —increpa—. Es un futuro gobernador de la nación y una figura pública. Por más que se esfuerce en mantener su privacidad, pronto el país entero acabará por descubrir su verdadero comportamiento. Tú también serás reconocida en unos años, así que…
—¿Crees que no lo sé? —Alzo la voz—. ¿Crees que no soy consciente de lo mal que estamos? Todo apesta, y no tengo más opción que aprender a vivir con ello.
—Siempre hay opciones —musita Cristian. Su voz suena casi esperanzadora—. Siempre hay una salida.
Antes de decir algo en respuesta, golpes frenéticos resuenan en la puerta principal. Mi latido se acelera de golpe. Cristián palidece y lleva un dedo a sus labios.
—¡Max, soy yo! —grita alguien en el exterior—. ¡Abre la maldita puerta!
Cristián corre en dirección a la entrada. El sujeto que gritaba entra con presura y cierra la puerta en un instante. Ambos deben tener la misma edad aproximada. El recién llegado tiene el cuerpo robusto, brazos gruesos y la tez oscura. Nos escruta a Carlos y a mí en el sofá y frunce el ceño con asombro.
—¿Son… Scott y su novia? —inquiere con voz jadeante, tal vez por haber corrido hasta aquí.
—¿Qué rayos está pasando, William? —pregunta en respuesta Cristián junto a un asentimiento—. ¿Por qué esa urgencia?
—¡Redada! —anuncia William.
—Mierda. —Cristián lleva una mano a su boca.
—Se llevaron a varios —informa William, abatido—. Se los llevaron, se los llevaron…
—¡Calma! Me contarás lo que sucedió cuando lleguemos al refugio. Ayúdame a cargar a Scott; iremos en mi automóvil.
Cristián se me acerca y posa sus manos en mis hombros.
—Alicia, debemos huir de aquí —susurra.
—¿Qué sucede? No entiendo nada. ¿Adónde se supone que debemos huir?
Luces rojas iluminan la estancia a través de la ventana: son naves del Cuerpo de Protección.
—¡Ya están aquí! —exclama William.
—No hay tiempo para ir al refugio, nos esconderemos en el sótano —resuelve Cristián—. Alicia, si no quieres meterte en problemas, te aconsejo esconderte con nosotros.
Asiento. Estoy muy asustada para hacer preguntas. Cristián se pone de cuclillas y levanta una alfombra del suelo. Una puertecilla se revela bajo ella, y la abre con rapidez.
—William, toma a Carlos de los pies y ayúdame a bajarlo —le ordena Cristián—. Alicia, tú vas primero —me dice.
Me dispongo a bajar las escaleras con prisa, pero todo es oscuridad allí abajo. Saco mi móvil del bolsillo y pronuncio el comando de voz correspondiente que enciende la potente linterna del dispositivo. Cuando logro ver con mayor claridad, noto que escaleras repletas de polvo conducen hacia un sótano sucio, maloliente y repleto de telarañas en los rincones.
Desciendo los últimos peldaños con Cristián y William cargando a Carlos a mis espaldas. Una vez abajo, lo sientan contra la pared del fondo, detrás de una pila de cajas añejas. Cristián vuelve a subir las escaleras para cerrar la pequeña puerta de entrada al sótano mientas que William y yo nos escondemos tras las cajas, junto a Carlos, quien no parece despertar a pesar de todo el movimiento y del estruendo. Mejor así.
—Alicia, apaga la linterna —pide Cristián cuando se halla junto a nosotros en el escondite.
Asiento y quedamos a oscuras. Un poco de luz roja se filtra por una ventana en lo alto de la pared lateral y brinda al sótano un aspecto mucho más escalofriante. Por desgracia, la ventanilla no es lo suficientemente amplia como para