Como último deseo antes de su muerte, el Hospital General de Libertad le brindó a mi abuelo la oportunidad de elegir a un familiar para mostrarle algunos de sus más preciados recuerdos mediante el reproductor, y él me eligió a mí. En ese entonces, yo era el miembro más joven de toda la familia, con apenas diez años; el abuelo tenía setenta.
Lo ocurrido aquel día aún se siente fresco en mi memoria. Estábamos el abuelo, una enfermera y yo en la habitación. En una pared del cuarto había una pantalla plana que exhibiría los recuerdos seleccionados por él. La enfermera inició el procedimiento correspondiente del reproductor: conectó electrodos en las sienes, nuca y frente del abuelo, le puso una especie de casco plástico y blanco en la cabeza —que también cubría sus ojos— y encendió el dispositivo.
El abuelo se hallaba en sus últimos días de vida. Los únicos movimientos que podía hacer eran los involuntarios, como respirar agitadamente y toser con fuerza. Apenas podía mover sus párpados. Lloraba día tras día en hilillos intermitentes de lágrimas. Recuerdo que mamá solía decir que las lágrimas caían incontrolablemente por causa de la enfermedad, pero tiempo después me di cuenta de que él no lloraba por culpa del stevens: mi abuelo lloraba porque no quería abandonar este mundo sin haber cumplido sus sueños.
Los recuerdos que él me enseñó ese día eran bastante aburridos: escenas poco trascendentes de su infancia, de su adolescencia, de su adultez y de su vejez. Secuencias monótonas que se superponían unas tras otras, todas igual de grises y planas que las anteriores. Con los años, descubrí que el abuelo no me mostró esas escenas al azar…
Él quería advertirme de lo gris que podía ser la vida, del poco sentido que tenía.
David trae el reproductor de recuerdos. Conecta los correspondientes puertos en la pantalla gigante y enciende el objeto. La proyección de las montañas nevadas es sustituida por el menú de inicio del reproductor, y la imagen digital de una mujer de tez morena es proyectada a través de un holograma.
—Hola, David —saluda la mujer—. ¿A quién le mostrarás tus recuerdos esta noche?
—A Aaron —contesta David.
Mi nombre aparece escrito en la pantalla.
—Toca la pantalla, Aaron —me pide la mujer.
Hago lo que indica. Mi huella digital queda registrada en el panel y se desplaza hacia mi nombre.
—¿Quién será el anfitrión del procedimiento?
—Aaron —reitera David.
Toco la pantalla otra vez. Tengo los permisos necesarios para iniciar el procedimiento.
—Aaron, pon los electrodos en las sienes, nuca y frente de David —ordena la mujer holográfica.
David se sienta sobre un sofá ubicado cerca de la conexión del reproductor. Me acerco a él para conectarle los electrodos. Veo que su labio inferior tiembla y que en su rostro se refleja la preocupación.
Le pongo los respectivos electrodos en las sienes y en la nuca. Una vez que conecto el de la frente, él me mira a los ojos. Los suyos están lagrimosos, a poco de romper en llanto. Me queda claro antes de iniciar que David me mostrará recuerdos muy dolorosos para él.
—No tengas miedo —le digo—. Quiero decir, yo… olvídalo.
Él toma una de mis manos. Intento apartarla al instante, pero la mantiene con firmeza en la suya.
—Quiero que interrumpas el procedimiento si es que me veo demasiado agitado —me pide.
—Lo haré.
David acaricia mi mano antes de soltarla. De no ser porque me confiará parte de su memoria, lo habría regañado. No tiene derecho a tocarme así. Reprimo la ira, consciente de que, posiblemente, lo único que necesita ahora es apoyo.
Pongo el casco sobre su cabeza. Una luz blanca se enciende en el interior.
—Cuando el usuario esté listo para iniciar, el anfitrión debe oprimir la opción «inicio» en la pantalla. ¿Entendido?
Miro una vez más a David antes de continuar.
—Entendido. David, ¿estás listo?
—Sí —responde, aunque dudo que lo esté.
Activo el mecanismo y la mujer desaparece, pero su voz aún resuena en los parlantes.
—Iniciando la selección de recuerdos.
En una parte de la pantalla, gracias a una cámara, veo los ojos llorosos de David por debajo del casco. Una línea de luz ilumina su mirada y la hace resplandecer. Él luce cada segundo más asustado. Comienzo a sentir miedo de lo que vaya a mostrarme.
David cierra los ojos. Ha entrado en estado de trance. Está listo para seleccionar mentalmente entre todas sus memorias.
—Cargando la base de datos —anuncia la voz.
En otra parte de la pantalla se ve el porcentaje del proceso:
10%… 30%… 60%… 90%…
Y 100%.
El primer recuerdo aparece.
Todo lo que se ve en la pantalla es mostrado desde la perspectiva de David, como si tuviera cámaras en sus ojos. En la parte superior hay una barra de edad que indica los años que tenía en el recuerdo:
«David Wells: 16 años».
Él está en un salón de clases. A su alrededor hay chicos que tienen puesta su atención en la pantalla gigante del frente y en el maestro junto a ella. David mira en otra dirección: observa a un chico en especial. La cámara se enfoca justo en él. El chico se da la vuelta y sonríe al encontrarse con la mirada de David. No luce como una sonrisa burlona o amigable. No sabría decir por qué, pero es diferente.
El recuerdo desaparece. Uno nuevo lo sustituye: David camina por el Central Park de Libertad junto al chico del recuerdo anterior. A juzgar por las hojas amarillentas apiladas por todas partes, infiero que es otoño.
El chico cuenta un chiste sin sentido y la risa de David retumba en los parlantes. Ambos ríen a todo pulmón y se miran a los ojos. El viento revuelve el pelo del chico de tal manera que lo despeina por completo.
—Ahora sí luces como una estrella de televisión, Michael —dice David entre risas.
El chico de los recuerdos se llama Michael.
El recuerdo del parque acaba. Nuevos recuerdos aparecen: David y Michael navegando en lancha por Nueva Dubái, David y Michael en una sala de cine viendo una película preguerra llamada Lo que el viento se llevó; David y Michael arrojando piedras sobre el lago artificial de Libertad, David y Michael contemplando el atardecer desde una montaña…
Luego de muchos recuerdos graciosos y amistosos, uno diferente entra en escena: ambos están sentados sobre el suelo de una habitación. La barra de edad indica diecisiete años.
Michael sostiene la mirada de David. Se acerca cada vez más a él. Por un momento olvido que veo recuerdos ajenos y siento que Michael se aproxima a mí.
La imagen se aleja, lo que indica que David ha retrocedido. Al cabo de un rato, vuelve a acercarse de forma lenta y peligrosa.
El rostro de Michael predomina en la pantalla. Puedo ver cada uno de sus rasgos e imperfecciones. Sus ojos son de color avellana, casi de la misma tonalidad que los míos. Diminutas pecas se esparcen por su rostro como granos de café; contrastan con su tez pálida y con su cabello oscuro.
Michael se acerca hasta que la imagen se va a negro. No es porque viene un nuevo recuerdo: David ha cerrado los ojos. Están besándose.
Quedo