—Tranquilo, estoy bien. Te explicaré luego.
Max se acerca a nosotros.
—¿Estarás bien? —pregunta cerca de mi oído.
—Nos las ingeniaremos. —Le sonrío—. Gracias por… tú sabes.
Él, al igual que yo, esboza una sonrisa.
Una arriesgada parte de mí siente tristeza de no volver a verlo. Suena tan absurdo que me río de mí misma, pero la sensación de tenerlo cerca es tan peligrosa y excitante a la vez que no quiero perderle el rastro.
Tengo una idea.
Me acerco a él y le doy un abrazo, aunque no es eso lo que quiero en realidad. Ignoro las quejas de Carlos a mis espaldas, saco mi teléfono del bolsillo y lo guardo en el de Max. Por fortuna, mi prometido no se ha dado cuenta, de lo contrario ya habría protestado al respecto.
Max advierte lo que he hecho. Finjo que llevo una mano a la cara y pongo un dedo en mis labios.
—Tenemos que irnos —anuncia William.
Max me mira por última vez. Asentimos el uno al otro. Se da la vuelta con William, corren en dirección a un pasillo de la casa y se pierden en la oscuridad.
—¡Están huyendo! —exclama Carlos a mi lado.
—Déjalos ir —le imploro—. Uno de ellos salvó mi vida.
—¿De qué hablas?
—Te dije que te explicaré más tarde.
Carlos se limita a poner rostro receloso y acercarse a mí para envolverme en sus brazos. Recuesto mi cabeza contra su pecho. Ruego que William y Max puedan escapar sin percances.
—¡Ya pueden subir! —anuncia Carlos.
Los protectores ascienden las escaleras y se nos acercan para verificar que estemos bien. Finjo mi mejor expresión de miedo y de desconcierto.
—¿Se encuentra bien, Alicia? —me pregunta Richard.
—Eso creo… fue una experiencia horrible. —Intento sonar estremecida—. Quiero irme a casa.
Richard entrecierra los ojos. Desvío la mirada antes de que esta me delate. Él no se ha tragado por completo la historia del secuestro; eso puedo asegurarlo.
—¡Oigan todos! —Llama la atención del grupo—. Llevaremos al futuro gobernador y a su prometida al Centro de Seguridad. Necesitamos registrar sus testimonios sobre lo ocurrido. Les pido que sean cautelosos en que nada se filtre a la prensa, no hasta tener esclarecidos los detalles de lo sucedido.
Richard me mira otra vez. Asiento. Carlos está aterrado, o eso aprecio en su rostro.
Los protectores nos encaminan fuera de la casa y nos dirigen a una aeronave. Antes de subir la escalerilla y entrar, vuelvo la mirada y descubro que hay fuego en el interior del hogar de Max.
—¿Qué hacen? ¡No quemen la casa! —grito, horrorizada.
—Es territorio rebelde, señorita —dice uno de los protectores—. Nuestro deber es destruirla.
Intento mantener la calma, aunque quiero protestar. ¡Están quemando el hogar de Max! Se irán sus pertenencias, sus fotografías, sus recuerdos y muchas otras cosas sentimentalmente importantes para él. No puedo permitir que suceda.
Corro hacia la casa. Esquivo a un par de protectores que intentan detenerme en los costados. Me detengo frente a Richard, quien ve la propagación del fuego con una sonrisa espeluznante.
—¿Qué demonios está haciendo? —Pierdo la poca calma que había logrado—. ¡Vi fotografías familiares dentro! No puede quemar el hogar de esas personas, ellos no tienen la culpa de lo que sea que haya hecho Maximiliano.
—Señorita, déjenos hacer nuestro trabajo —reprende Richard—. Hace mucho tiempo que esta casa dejó de ser familiar: la familia de Maximiliano Cervantes murió.
Mi desesperación aumenta. De ser cierto que los familiares de Max murieron, los protectores están destruyendo los únicos recuerdos que le quedan de ellos. Quiero golpear con fuerza a todos los que me rodean.
—¿Por qué hacen esto? —pregunto, incapaz de ocultar mi tristeza—. ¿Qué es eso tan malo que hizo Maximiliano para que ustedes actúen de esta manera?
Richard ríe en tono siniestro.
—Maximiliano Cervantes es uno de los terroristas más peligrosos y buscados de todo el país —revela—, y el único miembro de su familia en no ser eliminado todavía.
Un terrorista…
Debí imaginarlo.
Y no es eso lo que más me descoloca de lo que acaba de decir Richard.
—¿A qué se refiere con «eliminado»?
Él acerca su rostro al mío y ensancha su sonrisa.
—Matamos a toda su familia —susurra entre dientes—, y pronto lo mataremos a él también. Bienvenida al mundo real, Alicia Scott.
Mis ojos se abren a más no poder.
Nunca antes he sentido tanto miedo.
Los protectores son más despiadados de lo que había imaginado.
Estamos a bordo de la aeronave. Desde la cabina diviso que la casa de Max se ha consumido por completo. Fue un incendio perfectamente controlado.
No quiero pensar en cómo ha de sentirse Max en estos momentos. Quizá no sabe lo que ha sucedido, solo corre junto a William en busca de un lugar donde esconderse.
La aeronave emprende el vuelo. Veo el Sector G en toda su extensión. Es tan inmenso que no parece un simple asentamiento sin gobernar; apostaría que es igual de gigantesco que Libertad. ¿Por qué un lugar tan grande es desconocido por la mayoría de los ciudadanos oficiales de la nación? ¿Por qué no estamos al tanto de lo que sucede aquí? Supongo que los gobernadores quieren hacernos creer que el país entero está bajo control a pesar de contar con un asentamiento carente de vigilancia. Quieren demostrarnos que tienen poder absoluto sobre el G, cuando en realidad es tan grande e incontrolable que, en cualquier momento, su gente podría invadir las calles de las ciudades oficiales y realizar manifestaciones caóticas.
La aeronave se aleja del límite aéreo del G. Sobrevolamos las llanuras que se extienden desde el sector que acabamos de abandonar hasta Nueva Madrid, la ciudad más cercana. Uno de los protectores anuncia que descenderemos en el Centro de Seguridad de aquella ciudad. En el Centro de Libertad las noticias se esparcen con rapidez. Es una suerte que no nos lleven a él. No puedo permitir que el gobernador Scott se entere de lo que sucedió. Más bien, no puedo dejar que nadie se entere.
Carlos duerme sobre mi hombro. Por momentos olvido que ya es un adulto y lo sigo viendo como a un niño que necesita contención. ¿Cómo sería él de haber nacido en una familia diferente? No es difícil de imaginar. Tal vez sería un joven correcto y sin grandes complejos o inquietudes; sus únicas problemáticas serían elegir una carrera rentable o una en donde se sintiera cómodo y feliz.
Él no ha elegido la vida que tiene, y yo tampoco. Lamentablemente, no podemos escoger los rumbos que tomaremos a futuro. Nuestros destinos están designados y escritos con tinta permanente, no hay nada que podamos hacer para escapar de nuestras responsabilidades. Seremos un dúo poderoso que vivirá bajo la crítica y el escrutinio constante de toda una población.
Quizás, aunque me duela pensarlo, nuestros hijos serán igual de infelices que nosotros.
Un protector entra en la cabina e interrumpe mis pensamientos sobre una vida miserable.
—Señorita Robles, hemos