Cuando ingresamos al edificio los protectores nos conducen a un elevador. Descendemos hasta la primera planta de la construcción, en donde todo es movimiento y vanguardia. En el centro del lugar se alzan cientos de pantallas planas que muestran imágenes en vivo de la ciudad. Protectores deslizan sus dedos por paneles táctiles y les indican a las cámaras espía los movimientos que deben efectuar para tener una perspectiva completa y detallada de las zonas que transmiten. Recordar que somos observados de igual manera en las calles de Libertad me produce escalofríos. Es una suerte que Esperanza y el Sector G no cuenten con tal nivel de vigilancia o habría sido descubierta por el Cuerpo de Protección apenas descendí del taxi en la entrada del G.
Recorremos los pasillos en camino a la sala de testimonios. Los protectores nos conducen a Carlos y a mí con una delicada mano en nuestras espaldas, diferente a cómo seríamos tratados de ser criminales: nos arrastrarían como animales sin ninguna preocupación por nuestro bienestar.
No debería ser tratada de buena forma. Hoy cometí un acto criminal, ayudé a dos terroristas a escapar de las autoridades. De haber sido descubierta, y de no ser la prometida de un futuro gobernador, recibiría el mismo trato que los delincuentes del país.
Llegamos a las afueras de la sala. Carlos es el primero en entrar, así que me toca esperar en uno de los asientos acolchados del pasillo. Dos protectores se sientan junto a mí y me preguntan en todo momento si estoy bien. Me limito a guardar silencio y fingir que sigo estremecida por lo ocurrido en el G. En el fondo, estoy nerviosa por lo que sea que haya sucedido con Max.
Miro en todas las direcciones del pasillo. Busco lo que sea que me distraiga. Junto a la puerta de la sala de testimonios hay un afiche sobre la importancia de curar la enfermedad prohibida. A lo largo de mi vida, no he sabido de muchas personas que la porten, pero sé que han de vivir un infierno. ¿Cómo será sentirse atraída por una persona indebida? Ha de ser una tortura.
Otro cartel en la pared anuncia el famoso y esperado día de las reproducciones sexuales obligatorias, y uno a su lado recuerda la importancia de procrear en nuestra sociedad «pequeña». Algo capta mi atención a la distancia: un protector me hace señas al final del pasillo. Si no me equivoco, quiere que vaya en secreto hasta él. Algo me dice que tiene algo peligroso e importante que decirme.
La curiosidad vence. Me arriesgaré.
—Disculpen, ¿podría ir al baño? —le pregunto a los protectores que están a mi lado—. Es urgente.
—Claro, la acompañaremos si lo desea —ofrece uno de ellos.
—No es necesario, puedo ir sola.
—¿Está segura? —inquiere el otro protector.
—Sí, estoy bien.
—Procure volver cuanto antes, en cualquier momento le tocará ser interrogada.
Me encamino al final del pasillo y doblo en la esquina. El protector avanza un poco más. Lo sigo hasta llegar a una zona vacía en la que quedamos a solas. Allí, examino al extraño: tiene el pelo rubio y ojos claros, es alto y de semblante serio. No ha de tener más de veinticinco años.
—¿Alicia Scott? —pregunta en susurros.
—Robles, no Scott.
—Disculpa, yo…
—¿Qué quieres? ¿Por qué tanto misterio?
El protector comprueba los alrededores con indudable nervio-
sismo.
—Tengo un mensaje de Max para ti —musita.
—¿De Max?
—¡Shhh! Baja la voz, por favor. Hay micrófonos de vigilancia cerca de aquí.
—¿Por qué tienes contacto con Max? —demando, también en susurros.
—Soy…
—¿Eres?
—Soy un rebelde infiltrado —dice él.
Es imposible no asombrarme. Nunca pasó por mi mente la remota idea de que un rebelde podría formar parte del Cuerpo de Protección. ¿Hay más infiltrados como él? ¿Qué tan reducido es el número de supuestos terroristas en realidad?
—¿Qué haces en un lugar como este? —pregunto—. ¿Sabes que podría hacer que acaben contigo en un abrir y cerrar de ojos?
El miedo invade su rostro.
—Max dijo que podía confiar en ti —confiesa el infiltrado.
No sé por qué esas palabras me hacen sentir bien. Max confía en mí sabiendo que soy la prometida de un futuro gobernador. Tal vez pudo percibir que soy diferente a los de mi círculo social.
—¿Cuál es el mensaje? —inquiero sin más.
—Él quiere que sepas que está a salvo. Me llamó apenas tuvo oportunidad y me rogó que te dijera que buscará refugio en casa de uno de los nuestros.
—¿De los suyos?
—También dijo que te explicaría más adelante —agrega—. Quiere que ustedes se reúnan.
¿Que nos reunamos? Esa es una propuesta suicida, no debe hablar en serio.
Aunque, siendo sincera, una parte de mí desea volver a verlo.
—¿Señorita Robles? —La voz de uno de los protectores que me custodiaba en los asientos irrumpe en el pasillo. El rebelde infiltrado escapa por el lado contrario y me deja a solas con el protector.
—¿Está todo bien? —pregunta él.
—Sí, me perdí mientras buscaba el baño. —Fuerzo una risa—. Un amable protector me ayudaba, pero usted puede ayudarme en su lugar.
—Tendrá que ir al baño más tarde, porque ya es hora de dar su testimonio.
Regresamos al pasillo de la sala de testimonios. Carlos está de pie junto a la puerta en compañía de unos cuantos protectores. Richard sonríe al verme.
—Es su turno, Alicia —anuncia.
Solo él y yo entramos en la sala. En su interior no hay más que una mesa de vidrio con dos sillas metálicas en lados opuestos y una cámara de múltiples lentes en un costado de la habitación. El lugar está iluminado con luz incandescente similar a la de un cuarto de hospital.
—Tome asiento, por favor —ofrece Richard en tono cordial, casi irónico.
Nos sentamos frente a frente. La cámara emite el ruido característico de enfoque. Miro en su dirección: una luz verde titila sobre uno de los lentes, lo que indica que está encendida.
—Creo que no queremos que esta sesión sea grabada —dice Richard, sarcástico—. Cámara, apágate.
La luz verde de la cámara se apaga apenas reconoce el comando de voz. Trago saliva. Espero estar equivocada, pero creo que Richard desconfía de mí.
Decido tomar ventaja.
—Quiero pedirle algo —mascullo.
Él arquea las cejas.
—¿Qué?
—Quiero que me prometa que nadie se enterará de que fuimos raptados, ni siquiera los señores Scott.
Richard ríe con sorna.
—¿Por qué debería hacer lo que me pide?
Me armo de valor. Aquí voy.
—Porque, en unos años más, mi novio será el gobernador de la nación. Y, como primer mandato, voy a convencerlo de ordenar que usted acabe enterrado en una zanja de excremento de