—Quiero que me revele los crímenes cometidos por Maximiliano Cervantes y su familia. —Intento no sonar demasiado intrigada.
—¿Por qué tanto interés?
—Quiero saber quién es el desquiciado que me secuestró, eso es todo.
Richard sabe que miento, y lo disfruta.
—Maximiliano Cervantes es uno de los criminales cibernéticos más buscado del país —revela sin rodeos—. Maneja uno de los medios ilegales de información más peligrosos. Al igual que algunos miembros de su familia, él ha estado involucrado en movimientos terroristas.
—¿Por esa razón los asesinaron?
—Esa fue una situación que se nos escapó de las manos —asegura Richard, pero no le creo.
—Max tenía hermanos, o eso aprecié en las fotografías de su casa. ¿Qué culpa tenían ellos de lo que hicieron los adultos?
—Esos niños iban a ser criminales a futuro. —Hace una mueca de disgusto—. Créeme: los enviamos a una mejor vida.
Podría lanzarme sobre él y golpearlo una y otra vez. Este hombre es un sádico. Los protectores son sanguinarios. Este maldito sistema está errado. Lo peor de todo es que Carlos y yo no tendremos más opción que aprender a vivir con ello.
Finjo una sonrisa que no delate la ira que incinera mis adentros.
—No se preocupe, Alicia Scott —dice Richard al cabo de unos segundos—. Atraparemos a Maximiliano Cervantes… o como él suele hacerse llamar; Dragón Rojo.
CAPÍTULO 9
DAVID
El dolor que siento es poderoso y peligroso. No experimentaba este pesar desde hace mucho tiempo, tanto que apenas recordaba lo intenso que era. El fantasma de Michael ha regresado con fuerza y me tortura de tal forma que no puedo dejar de llorar ni de temblar. No será fácil reponerme tras desempolvar ciertos recuerdos que me esforcé en ocultar en el penumbroso lugar de mi mente al que no me gusta acceder. Cada trauma sale a flote, cada pesadilla vuelve a la vida.
Abrazo con fuerza a Aaron, el desconocido que hace algunas horas se alejaba de mí como si mi piel fuera tóxica y que ahora me aferra cual padre a un hijo aterrado. Sé que su repentina cercanía no es más que un resultado de la lástima que le provoqué, pero no me importa. Necesito su contacto.
Es inevitable no sentir la culpa en mis entrañas al pensar en la muerte de quien tanto amé. Debí ser yo quien recibiera una bala, no él. No la persona que arriesgó su vida con tal de rescatarme cuando intentaron transformarme. No la persona que me salvó de un futuro que, probablemente, no me habría hecho feliz.
No obstante, ¿soy feliz ahora? ¿Lo soy sin él? No.
Cada día desde su partida ha sido una lucha contra la infelicidad. Últimamente creía que estaba superado. Pensé que había logrado escapar del abismo, pero hoy volví en caída libre hacia el fondo.
El llanto se intensifica al darme cuenta de que también han vuelto los pensamientos suicidas que me acompañaron desde la partida de Michael. Aaron, consciente de mi sufrimiento, aumenta la presión de su abrazo y susurra palabras que apenas puedo escuchar. Aunque no comprendo qué dice, su apoyo amaina mi tormento. Poco a poco mis temblores se detienen y la oscuridad se disipa.
Sin embargo, al abrir los ojos y observar la pantalla gigante de la pared, el dolor retorna. La imagen de las montañas nevadas me mortifica. Me resulta imposible no pensar en el motivo por el que decidí establecerla como fondo de pantalla.
Todo sucedió hace aproximadamente cinco años, en uno de esos días en los que mi destino se vio definido. Michael y yo nos encontrábamos dentro de la cámara de realidad virtual de su casa. Estas son tan costosas que no cualquiera puede adquirirlas, pero, a pesar de ello, los arkanos las compramos para proyectar fantasías visuales que quizá nunca se harán realidad.
La habitación tenía pantallas gigantes en las paredes, en el techo y sobre el suelo. Cuando la cámara estaba apagada, las paredes lucían como simples telas negras y, cuando se encendían, parecía no haber bordes ni muros. Aunque no podíamos ir más allá de los límites del cuarto, podíamos imaginar que nos hallábamos en un espacio diferente. La cámara simulaba los olores, la temperatura y muchos otros aspectos que entregaban una sorprendente ilusión de realidad.
La vida parecía simple en el interior de la cámara de realidad virtual, pero no todo era paz entre Michael y yo. Se aproximaba el día de las reproducciones sexuales obligatorias y eso significaba que tendríamos que renunciar a nuestro amor y olvidar lo que sentíamos el uno por el otro.
Llorábamos juntos la mayor parte del tiempo. Nuestra relación había cambiado lo suficiente como para que yo notara que algo estaba mal. Michael se había vuelto frío y distante; en ese entonces, no sabía si era porque el noviazgo acabaría pronto o porque me ocultaba algo importante. Actuaba de forma sospechosa, se puso un tanto fornido y escondía secretos que, por más que yo insistía, él se negaba a contar.
Ese día, dejé de lado mis inquietudes y me dispuse a gozar de un par de horas de tranquilidad junto a mi amado. Nos encontrábamos en el claro de un valle virtual libre de contaminación, sentados sobre una manta junto a una canasta de frutas coloridas y un par de hamburguesas de carne no artificial. Las frutas y la carne olían tan bien que me apenaba que no fuesen más que emulaciones, y el ambiente era tan pacífico que deseaba poder volverlo real y pasar mis días allí, junto a Michael, incluso si no estábamos solos en el claro. Muchas familias celebraban días de campo a unos cuantos metros de distancia. Niños corrían de un lado a otro, aves reales volaban por el cielo y una brisa sin toxicidad revolvía el cabello de los presentes. Lo más maravilloso era que Michael y yo nos besábamos y a nadie le importaba. Era nuestra propia utopía, una que deseaba con todo mi corazón.
—¿Qué tal si cambiamos a un ambiente un poco más solitario? —propuso Michael de repente. Me miraba con una expresión pícara.
Puse los ojos en blanco y reí.
—¿Qué quieres ahora? ¿Cita en un café de París o en algún bosque de la Patagonia?
—Quiero el paisaje de las montañas nevadas —respondió junto a una sonrisa.
Era su paisaje favorito, y se convirtió también en el mío desde entonces.
Tomé el control de la cámara, deslicé un dedo por la pantalla táctil del dispositivo y busqué el paisaje virtual que él tanto amaba. En cuestión de segundos, el ambiente cambió y nos transportamos hacia lo alto de una montaña. Parecía que hacía frío, así que ajusté la temperatura de la cámara y la dejé un poco más baja de lo normal para no perder la sensación de estar realmente allí.
—¿Por qué amas tanto este lugar? —le pregunté a Michael mientras contemplábamos el horizonte anaranjado. Pronto llegaría la noche.
Él meditó con ojos cerrados. Pensé que no había escuchado mi pregunta, hasta que respondió:
—Porque no existe lugar más libre en el mundo que en lo alto de una montaña. Aquí todo es soledad, brisa, silencio y calma. En el mar hay olas y estruendo. En el bosque hay insectos y animales, ¡y ni hablar de la ciudad! Aquí, en cambio, no hay nada. Solo somos tú y yo perdidos en lo alto de la Tierra.
Me gustaba su forma de ver el mundo. Las piezas del rompecabezas llamado «vida» parecían encajar cada vez que él hablaba.
De pronto, Michael llevó las manos a la cara para ocultarse de mí. Lo obligué a descubrirse el rostro y noté lágrimas en sus ojos.
—¿Qué ocurre? —Limpié sus mejillas.
—Tú sabes. —Se lanzó a mis brazos