Un grupo de hombres me mira a la distancia. Murmuran y ríen sin despegar sus ojos de mí, aumentando mis temores. Si bien deseo que Cristián me encuentre cuanto antes, no sé por qué espero su llegada. ¿Qué me hace pensar que es confiable? ¿Cómo saber si rescató a Carlos y no lo secuestró en realidad? Quizá todo es parte de una trampa o de una emboscada. Estoy metida en un gran lío y no tengo idea de cómo salir de él.
Llamo una vez más a Aaron, urgida por oír la voz de un ser querido. De nuevo, su teléfono móvil figura como apagado.
—Aaron, llámame cuando escuches esto —susurro en un mensaje de voz—. Tengo mucho que contarte.
Una voz masculina irrumpe en el silencio de las afueras del G.
—¿Qué hace una chica tan linda como tú en un lugar como este?
Uno de los hombres que se burlaba a la distancia se acerca a mí. Es alto y fornido, viste ropas y botas negras, tiene tatuajes 3D en un brazo y guantes de cuero. Otros dos hombres caminan tras él, ambos de aspecto similar. Los tres se aproximan a mí como depredadores acechando una presa. Intento retroceder y alejarme de ellos, pero tres hombres más me rodean por detrás.
Estoy acorralada.
—Parece que tiene miedo. —El hombre de los tatuajes se burla de mí. Sus acompañantes ríen con él—. Tranquila, no te haremos daño… a menos que tú quieras que lo hagamos.
—Aléjense de mí —exijo a viva voz y me pongo en guardia.
—¿O qué? —desafía uno de los hombres—. ¿Llamarás a tus queridos protectores? Me temo que no vendrán a salvarte.
Me estremezco. El sujeto de los tatuajes acerca su nariz a mi cuello.
—Hueles bien —susurra mientras recorre mi piel.
Un hedor repugnante a licor y a cigarrillo invade mis fosas nasales. Siento la bilis subiendo por mi garganta y la ira hirviendo mi sangre.
Hace un par de años, durante la instrucción de Carlos para ser gobernador, me inscribí en las clases de defensa personal para principiantes en el Cuerpo de Protección, en las que aprendí a reaccionar con éxito a situaciones de extremo peligro. Mi instructor solía decirme que, en caso de ser rodeada por terroristas o asaltantes, lo mejor que podía hacer era evitar la resistencia y no intentar nada apresurado hasta tener la oportunidad adecuada para atacar o para escapar.
No hago movimiento alguno. A duras penas respiro. Dejo que el hombre de los tatuajes acaricie mi cara y acerque su nariz a escasos centímetros de la mía. Finjo una sensual sonrisa y clavo mis ojos en los suyos.
—No había notado lo atractivo que eras. —Me esfuerzo en adularlo a pesar del asco que siento.
—Creo que no se hará la difícil —anuncia el hombre al resto del grupo. Desvía la mirada hacia sus acompañantes—. Tendremos una noche muy divertida…
Al advertir que baja la guardia, golpeo su entrepierna con mi rodilla. Él se agacha a causa del dolor, así que aprovecho su descuido para darle un rodillazo en el rostro. El hombre cae sobre la tierra entre alaridos. Otro se acerca a mí para intentar embestirme, pero esquivo sus manos con agilidad y repito la maniobra: golpeo su entrepierna y su cara con la mayor de mis fuerzas. Lo hago caer tal como su amigo.
La furia es evidente en los rostros de mis oponentes, pero no tengo miedo. Puedo con ellos. No dejaré que me toquen.
Al arremeter contra el tercero, algo metálico golpea mi cabeza por detrás con tanta fuerza que podría romperme el cráneo.
Caigo al suelo. El dolor de la contusión se torna insoportable; me cuesta permanecer despierta. Uno de los hombres me agarra de las muñecas y los demás tocan cada parte de mi cuerpo por sobre y debajo de la ropa. No tengo fuerzas suficientes para resistirme. Las pocas energías que me restan las uso para gritar y para rogar por auxilio, pero una mano enguantada cubre mi boca y me dificulta incluso respirar.
Lágrimas nublan mi visión. Nunca pasó por mi mente que experimentaría algo tan grotesco como esto: van a abusar de mí.
Cuando ya estoy resignada a lo que sucederá, un extraño entra en escena. Apenas puedo ver sus rasgos en medio de la oscuridad del ambiente y con la inestabilidad de mi cerebro.
Un ruido eléctrico zumba en mis oídos. Lo único que logro ver es que mis asaltantes caen al suelo.
Tras acabar con el grupo de hombres, el desconocido me extiende una mano. La tomo. No logro ver su rostro con nitidez.
—¿Puedes caminar? —inquiere. Su voz me resulta familiar.
Caigo al instante en que intento ponerme de pie, aún aturdida por el golpe de hace minutos. El chico me toma en sus brazos, lo que me incomoda y me alivia al mismo tiempo.
—¿Quién eres? —pregunto en respuesta. Me esfuerzo por ver su rostro entre tanta penumbra y nebulosidad.
—Soy Cristián.
Es lo último que oigo antes de que todo se vaya a negro.
CAPÍTULO 5
AARON
Abro los ojos. El aturdimiento apenas me permite recordar mi nombre. Al intentar incorporarme, descubro que he sido atado de manos y de pies. Trato de mirar a mi alrededor, pero hay tan poca luz que no logro ver casi nada. Solo comprendo que estoy recostado sobre una cama en medio de una habitación desconocida.
Mis recuerdos retornan y la realidad me despabila con brusquedad: fui secuestrado en Esperanza.
Entro en pánico. Aunque mi boca está descubierta, no clamo por auxilio porque hacerlo solo alertaría a mi secuestrador. Muevo mis manos entre las cuerdas, desesperado por liberarlas de su agarre. Mis muñecas arden, pero no me detengo. La soga quema sobre mi piel, no me importa en lo absoluto. Debo salir de aquí antes de que algo peor suceda conmigo.
No logro liberar mis muñecas. Con los pies corro mejor suerte y, luego de varios minutos forcejeando, los amarres aflojan y caen. Me pongo de pie con sigilo, decidido a explorar la habitación y a encontrar algún objeto que corte la cuerda de mis manos.
La luz en el cuarto es mínima. Una de las pocas cosas que logro vislumbrar es una fotografía digital pegada en una pared de la habitación. Distingo algunas formas en ella: son personas. Creo que es una foto familiar, uno de los rostros corresponde al de mi captor.
A unos centímetros de distancia de la foto hay un dibujo digital hecho por un niño. Diviso en el boceto una figura humana de porte alto y cabello alborotado junto a otra más pequeña de formas infantiles. Ambos estrechan la mano del otro y tienen sonrisas en el rostro. Un enorme corazón pintado de rojo se sitúa en medio de ambas figuras.
«Para mi querido hermano David», leo en una frase bajo el dibujo.
Si no me equivoco, la figura más alta corresponde al secuestrador, por lo que su verdadero nombre sería David y no Bernardo, como dijo al presentarnos en el muelle de cristal. Debí adivinar que mentía.
Alejo la mirada de las imágenes y continúo la búsqueda. Merodeo por todo el cuarto. Hay un armario blanco en una esquina, las puertas están aseguradas con un sofisticado sistema de bloqueo. No existe modo de abrirlo sin la combinación requerida y, aunque la tuviera, no habría mucho que pudiera hacer con las manos atadas por detrás.
En vez de seguir buscando en vano, me acerco a la ventana. Esta tiene gruesas persianas de acero por cuyas rendijas se filtran delgadas líneas de luz artificial. Me encuentro en la segunda planta de una casa ubicada en medio de una ciudad que no reconozco, es de noche y hay niños de ropas sucias y maltratadas jugando con un balón desgastado a la distancia. Las casas de los alrededores no se comparan con las de Libertad, se ven precarias y descuidadas. No sé en dónde estoy, pero definitivamente esto no