Genial, como si necesitara que me lo recuerden.
La adrenalina de caminar por calles solitarias en plena noche me ayuda a pasar el frío. Siento bastante miedo, pero me armo del valor suficiente para seguir adelante.
Llego finalmente a la estación de transporte. Abordo el primer taxi terrestre que encuentro en el lugar, ruego pasar desapercibida.
—Hola —saluda la conductora. Su nombre es Vanessa, o así lo informa su placa de identificación. Luce de unos cuarenta y tantos años; su cara inspira cierta confianza—. ¿Destino?
Por su rostro inexpresivo, sin una pizca de asombro, infiero que ella no me ha reconocido. No sabe que pronto seré Alicia Scott. Podré revelar mi destino sin miedo a ser delatada.
Acerco mi teléfono al dispositivo GPS del automóvil, el que debería reconocer y registrar al instante la ubicación que me envió Cristián desde el Sector G.
—Ubicación no detectada —anuncia la voz femenina del dispositivo.
No puede ser. Lo olvidé por completo: el Sector G no figura en los sistemas legales de ubicación.
—¿Adónde te diriges? —inquiere la conductora.
—Yo… verá, yo… voy al Sector G.
—Lo siento, no puedo llevarte —espeta de inmediato—. Ningún medio de transporte legal va hasta allá.
—Por favor, es una emergencia. —Le ruego con la mirada—. Puedo pagarle mucho dinero si decide llevarme.
—Perdón, no puedo hacerlo.
—Le pagaré mil dólares —ofrezco en un acto de desesperación.
Los ojos de la mujer se abren al máximo.
—Está bien —asiente luego de pensarlo por algunos segundos—, pero págame ahora.
Acerco el teléfono al dispositivo de pago. Selecciono el monto acordado y toco la pantalla táctil en la opción «validar transacción». Me apena gastar tal cantidad de dinero, más con la precaria situación económica que atraviesa mi familia, pero lo más importante ahora es ir por Carlos.
Los libros virtuales de historia cuentan que, en la sociedad antigua, el mundo usaba billetes de papel y monedas de metal, y había cientos de variedades en cada continente. En Arkos el dinero es completamente electrónico y el dólar es nuestra única moneda. Los sistemas de seguridad bancaria en línea son más eficientes que hace siglos, por lo que no hay necesidad de usar dinero físico. Los criminales más inteligentes de la nación son los únicos que pueden hackear cuentas virtuales. Los teléfonos móviles personales son el principal sistema de pago, y estos no pueden ser hurtados. Su inteligencia artificial es tal que se autodestruyen ante un robo y desactivan todas las cuentas del propietario hasta que este obtiene un nuevo teléfono. Es mejor que usar billetes o monedas físicas.
Vanessa arranca el automóvil. Todo se vuelve oscuro y solitario a medida que avanzamos por la ciudad en dirección al G.
—Podría ser despedida por esto —gruñe la conductora—. Debes tener un motivo más que urgente para ir al G. No luces como una chica de ese lugar.
Es una suerte que ella no me reconozca. Como todavía no me caso con Carlos, no soy tan famosa como él. Le he pedido que ordenase proteger mi identidad ante la prensa y la población y, hasta ahora, lo ha hecho de maravilla. Aunque mi nombre ya suena en varias ciudades del país, mi aspecto sigue siendo desconocido para muchos.
—¿Qué le hace pensar que no soy del G? —Finjo expresión ofendida.
—Es cosa de ver la ropa que traes puesta. —Vanessa ríe con sorna—. Seguro eres una niña rica de Libertad, de Andrómeda o de Nueva Dubái.
Guardo silencio. De cualquier modo, ella tiene razón. No soy más que una chica de Athenia con mejor suerte que los civiles de los sectores pobres del país. Incluso con una familia al borde de la quiebra, seré la esposa de un gobernador y formaré parte de una de las dinastías más poderosas de Arkos. Seré Alicia Scott. A muchas mujeres les gustaría estar en mi lugar…
Por mi parte, todo lo que quiero es una vida diferente.
Nos alejamos de los límites de Esperanza. La carretera por la que viajamos no está pavimentada; nos movemos por un camino de tierra. Un letrero de advertencia lleno de insultos y garabatos hechos con aerosol de neón se alza a un costado del camino:
PRECAUCIÓN: SECTOR G A CINCO KILÓMETROS DE DISTANCIA
Muerdo mis labios con tanta fuerza que podría herirlos. Me repito una y otra vez que esto es una pésima idea, pero ya es tarde para retractarse.
Luces provenientes de lo que parece ser una ciudad iluminan el cielo a la distancia: estamos llegando al G. No sabía que tenían iluminación en las calles; saberlo me relaja un poco. Una valla metálica se extiende al final del camino, y en medio de esta se halla un agujero que deduzco es una entrada. Más allá de la valla veo edificios y construcciones destartaladas que parecen estar al borde del derrumbe. Las calles lucen sucias, hay basura amontonada en algunos rincones y vagabundos que rodean fogatas encendidas en barriles metálicos. Hay postes de luz pálida en ciertos tramos de las calles, pero en vez de iluminar y de ofrecer un ambiente menos lúgubre, brindan al entorno un aspecto aterrador.
—Hasta aquí llego —anuncia Vanessa.
—¿Qué? Se supone que debe dejarme en el lugar que le pedí, para eso le pagué —le recuerdo, asustada.
—Me pediste que te trajera al G y eso es lo que hice.
—No puede dejarme aquí, quién sabe lo que podría pasarme. Por favor, lléveme a la ubicación exacta que indica el teléfono.
—Tu teléfono no detecta la ubicación, niña. Aquí te dejo.
—¡No puede hacerme esto! Le daré más dinero si eso es lo que quiere. —Acerco mi teléfono al dispositivo de pago para que ella note que mi oferta va en serio.
—No entraré ahí. O bajas por tu cuenta o te obligaré a bajar.
Mi orgullo supera al miedo.
—No crea que esto quedará así —amenazo—. Voy a denunciarla con las autoridades.
—Veremos quién tiene más problemas. —Ella ríe—: Yo por negarme a entrar al G o tú por sobornarme para que lo haga.
Me decido a bajar de una buena vez, completamente rendida. La conductora se carcajea a todo pulmón mientras desciendo.
Esta vez no solo estoy a solas en medio de un lugar peligroso, sino que ni siquiera sé adónde ir.
Marco el número de Carlos en mi teléfono.
—¿Dónde estás? —pregunta Cristián, el desconocido que cuida a mi futuro esposo.
—Estoy en las afueras del Sector G. No sé dónde vives. ¿Podrías venir por mí?
—Creí haberte enviado la ubicación.
—Lo hiciste, pero mi teléfono no la detecta.
—Rayos —resopla—. Creo que pasé por alto que tu teléfono no está modificado.
—¿Modificado?
—Eso no importa ahora. ¿En cuál de las entradas te encuentras?
—¿Hay más de una? —pregunto. Oigo su risa en el auricular—. ¿Qué es tan gracioso?
—Nada, olvídalo. Solo dime qué ves.
—Déjame ver… —Busco alguna referencia—. Veo un edificio partido por la mitad a la distancia, otro intacto con letreros de neón a medio encender y…
—Quédate donde estás —interrumpe—, iré por ti enseguida.
—¡Espera!
Cristián corta la llamada.