—Solo precaución. —Se limita a responder—. ¿Por qué no me cuentas un poco sobre ti?
—¿Por qué no me cuentas tú sobre ti? —Enarco una ceja.
Él ríe.
—Como dije, mi nombre es Bernardo. Vivo en… vivo aquí, en Esperanza.
El modo en que duda al revelar su lugar de residencia me hace desconfiar.
—Tengo dieciocho años —continúa.
—¿Dieciocho? No luces como un chico de mi edad. Apostaría que eres mayor.
Bernardo mueve los ojos de izquierda a derecha, lo que incrementa mi desconfianza.
—Las personas suelen decir que me veo mayor, pero tengo dieciocho. —Emite una risa nerviosa—. ¿Qué hay de ti? ¿En dónde vives?
—En Libertad.
Percibo un atisbo de tristeza en su rostro.
—La Gran Ciudad —suspira—. Solía vivir allá.
—¿Solías?
—Me mudé a Esperanza hace un par de años.
—¿Por qué?
—Problemas personales. —No dice más que eso.
La sonrisa retorna a su boca segundos después de otro incómodo silencio.
—Ahora, cuéntame sobre ti —pide—. ¿Tienes pareja?
—Sí. —Asiento sin ningún entusiasmo—. Concebiremos un hijo en las reproducciones obligatorias.
Bernardo mira al horizonte con seriedad. Intenta decir algo, pero prefiere guardar silencio.
—¿Y tú? ¿Tienes pareja?
—No tengo —responde, sin mirarme a la cara.
—Pronto tendrás. Digo, te asignarán una el día de las repro-
ducciones.
—Claro. —Su sonrisa luce más triste que entusiasmada.
—¿No estás feliz? —Frunzo el entrecejo—. Seremos curados. Seremos normales.
Bernardo me mira con desprecio, como si hubiera insultado a su madre o algo parecido.
—Ya somos normales —espeta—. Nunca más vuelvas a creer lo contrario.
Mis manos tiritan ante su reacción inesperada. No somos del todo normales. Él ha de saberlo igual de bien que yo.
—Pero estamos enfermos, eso no es normal —refuto. Me duele reconocerlo, pero es la verdad.
—Aaron, no sabes nada. —Bernardo resopla—. Si tan solo supieras…
—¿Saber qué?
—Nada, olvídalo.
Se instala otro silencio extenso durante el que me atrevo a mirarlo. Estudio sus facciones e intento adivinar sus pensamientos. Por alguna razón, siento que quiere decirme algo importante y determinante, pero no se atreve a hacerlo por obvias razones.
Recuerdo de pronto su comentario bajo el post de DragónRojo. Tengo que consultar al respecto.
—¿Eres un terrorista? —pregunto sin rodeos.
—¿Qué?
—Lo que oíste. Comentaste en la red negra que deseas que los gobernadores caigan.
Bernardo se calla por más segundos de los que me gustaría.
—No, no soy un terrorista —afirma al cabo de un rato.
Miente. Lo sé por la duda en su voz. Lo sé por el tiempo que tardó en responder. Lo sé porque mis instintos me lo dicen.
—Mientes.
Algo cambia en su mirada. Un escalofrío me recorre la espina dorsal. Venir aquí fue una pésima idea.
—No lo hago —asegura.
Sé que ni él mismo cree en sus palabras.
—O me dices la verdad o me largo de aquí. —Me pongo en cuclillas, dispuesto a marcharme de no recibir una respuesta sincera.
—No estoy mintiendo.
Solo la duda delatable en su voz basta para hacer que me ponga de pie y decida volver a casa.
—Lo siento, debo irme. —Me levanto con rapidez, listo para regresar a la seguridad de mi hogar.
—Espera, ¡no te vayas! —Bernardo se para y me agarra de un brazo con tal fuerza que me estremezco.
—¡Suéltame!
—Te diré toda la verdad sobre mí si accedes a acompañarme a un lugar seguro —propone—. Aquí corro mucho peligro.
—¿Por qué corres peligro? —Me tiembla la voz.
—No te lo diré ahora. Si vienes, lo haré. Hay muchas cosas que tienes que saber antes de las reproducciones obligatorias.
Tiene razón: hay cientos de cosas que quiero saber, pero tengo miedo. No confío en él.
—Lo siento, tengo que irme.
La desesperación se refleja en su rostro. Mira en todas direcciones, como si sopesara qué hacer a continuación.
—Me temo que no puedo permitirlo —masculla.
Bernardo ejerce un poco más de presión sobre mi brazo. El pánico me hace sudar. No debí meterme en esto.
—¿Por qué no puedes dejarme ir? —Me atrevo a preguntar.
—No puedo hacerlo sin antes cerciorarme de que podemos confiarnos el uno al otro. Tienes que venir conmigo, Aaron.
—¿Qué vas a hacerme?
—No te haré daño —asegura en un tono demasiado escalofriante—. Por tu bienestar, debes acompañarme. Pronto me lo agradecerás.
—No quiero ir contigo —insisto, desesperado por huir.
—¿Acaso no quieres respuestas?
—Las quiero, pero no de esta forma. Déjame ir.
—Lo siento, pero vienes conmigo. Prometo no hacerte daño; solo quiero hablar en un lugar seguro.
—¿Qué pasa si me rehúso a acompañarte? —pregunto, y no sé si quiero oír la respuesta.
—Tendré que recurrir a medidas extremas. Tú eliges: vienes por las buenas o por las malas.
Analizo mis posibilidades. De resistirme, cualquier cosa podría pasarme. Él es un posible terrorista, lo que lo vuelve peligroso por naturaleza. No tengo más opción que ceder y esperar la oportunidad adecuada para huir.
Bernardo no suelta mi brazo en ningún momento mientras caminamos por la costanera. Me conduce más allá del muelle hasta un automóvil negro que adivino es suyo.
—Entra —ordena tras abrir la puerta del copiloto—. Juro que no voy a herirte, confía en mí.
Estoy tan vulnerable por el miedo que no hago más que obedecer. Quiero creer que en realidad no va a herirme.
Bernardo se sienta en el asiento del conductor. Mantiene un ojo sobre mí en cada uno de nuestros movimientos.
—Automóvil, bloquea las puertas —emite en voz alta.
—Bloqueando puertas —anuncia el sistema inteligente del automóvil. Un sonido de clic resuena en cada puerta del vehículo.
—Automóvil, ajusta los cinturones de seguridad del asiento número dos en su máxima presión.
—Ajustando cinturones de seguridad.
Los cinturones cruzan mi